Image: La casa de los nombres

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Letras

La casa de los nombres

Colm Tóibín

22 diciembre, 2017 01:00

Colm Tóibín. Foto: Carolyn Cole

Traducción de Antonia Martín. Lumen. Barcelona, 2017. 288 páginas. 20,90€. Ebook: 9,99€

La gran historiadora británica Mary Beard, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, escribe sobre la última novela del irlandés Colm Tóibín, que bucea en la historia y la mitología griegas "sin pompa y con emoción".

Una de las pinturas de la antigua Pompeya más memorables que se conservan representa los trágicos acontecimientos que tuvieron lugar inmediatamente antes de que las fuerzas griegas zarpasen rumbo a la guerra de Troya. Los navíos, cuenta la historia, no avanzaban, y el precio que pidió la diosa Artemisa por enviarles un viento favorable fue que el rey Agamenón, jefe de la flota, ofreciese un sacrificio humano: el de su propia hija, Ifigenia. En la pintura aparece la joven, aterrorizada y medio desnuda, en el momento en que es trasladada por la fuerza al altar mientras Artemisa mira desde el cielo y Agamenón da la espalda a la escena con la cabeza cubierta por el manto que oculta su rostro y sus manos. El padre no puede soportar ver lo que los dioses han ordenado, o, en una interpretación menos generosa, cierra los ojos a su papel en el asesinato de su hija.

La mitología griega narró una y otra vez las desventuras de Agamenón y su familia, uno de los temas más destacados del repertorio de la tragedia ateniense del siglo V a. C. La Orestíada, la trilogía de Esquilo, empieza con el victorioso regreso de Agamenón a Micenas procedente de Troya, al que pronto sigue su asesinato a manos de su esposa, Clitemnestra (en venganza por el sacrificio de su hija), tras el cual llega el asesinato de Clitemnestra a manos de su hijo, Orestes (en venganza por la muerte de su padre), y por último, el juicio de Orestes, que acaba siendo exculpado con el argumento de que la muerte de un hombre es más grave que la de una mujer.

Todo ello proporciona a los dramaturgos interesante materia de debate en abundancia. ¿Hasta qué punto era justificable que Clitemnestra castigase a Agamenón por matar a Ifigenia? ¿Qué responsabilidad recae sobre los dioses? (En una versión de la historia dramatizada por Eurípides, Artemisa salva a la joven cuando está a punto de ser sacrificada). ¿Cuáles eran los límites justos de la venganza?

En La casa de los nombres, la nueva novela de Colm Tóibín (Enniscorthy, Irlanda, 1955), el autor bucea en parte de la historia, desde el asesinato de Ifigenia hasta el de Clitemnestra, dándole una emotividad nueva, mucho más impresionante que el piadoso respeto o la noble aura de "clasicismo" que a menudo la rodean.

Parte del éxito de Tóibín se debe al poder de su escritura, una combinación casi impecable de ingeniosa contención y maravillosa observación del detalle. Esto es lo que, por ejemplo, transforma su relato del sacrificio de Ifigenia de lo que fácilmente podría haber sido una horrorosa versión de grandilocuencia operística en una conmovedora tragedia a la medida humana. Su descripción de cómo Agamenón juega a luchar con la espada con el pequeño Orestes en un vano intento de dar normalidad a las horas que preceden al traslado de su hermana al altar del sacrificio es inolvidable. "Parecía que Agamenón supiese que tenía que representar el papel del padre con su hijo mientras pudiese". Clitemnestra, que los mira junto a Ifigenia, relata después: "Cuanto más se prolongaba el combate, más me daba cuenta de que tenía miedo de nosotras, o de aquello que tendría que decirnos cuando este terminase. No quería que acabase. No era un hombre valiente, puesto que seguía con él".

Parte de ello tiene que ver también con la manera en que Tóibín se enfrenta a los textos antiguos que definen la historia. No teme restar pompa a algunos de su momentos más ostentosos. Tóibín opta por presentar a Clitemnestra obligada a soportar en silencio las alabanzas hueras que el marido hace de sus tropas antes de poder llevarlo adentro para matarlo, pero también sabe explotar muy bien los enigmáticos vacíos de la narración antigua, especialmente en lo que respecta a Orestes.

Orestes ha proporcionado el título actual a la trilogía de Esquilo, La Orestíada, si bien da la impresión de que su historia adolece de algunas lagunas particularmente graves. La mayoría de los autores antiguos coincidían en que el joven fue enviado lejos de Micenas más o menos en la época del asesinato de su padre, y que no regresó hasta pasados los años para reunirse con su hermana Electra y asesinar a su madre. Los literatos tenían ideas diferentes acerca de a dónde pudo ir. ¿Lo salvó su nodriza y lo escondió durante décadas en el norte de Grecia? ¿Vivió exiliado en Atenas? Tóibín teje una trama alternativa. Su Orestes es raptado por Clitemnestra y permanece cautivo con otros jóvenes, tomados como rehenes por la política de poder de la corte micénica. El hijo de Agamenón escapa junto con unos amigos, y en la mitad de la novela, dos de ellos consiguen por fin volver a casa en una casi Odisea homérica en miniatura.

En este punto, Tóibín vuelve a restar magnificencia a uno de los grandes momentos de la tragedia griega con un giro burlón: otra famosa escena de La Orestíada en torno a cómo Electra reconoce a su hermano cuando este regresa después de tantos años. Esquilo hace que presente varias pruebas personales (incluido un rizo de cabello) para demostrar su identidad. Al cabo de algunas décadas, esta "escena del reconocimiento" era un cliché tan conocido en Atenas que Eurípides la parodió en una de sus versiones de la historia (el rizo es rechazado por poco convincente. En su lugar, una cicatriz infantil confirma la identidad del hermano). Tóibín va un poco más allá. En su novela, Electra y Orestes no tienen ninguna dificultad para reconocerse, y el autor traslada la "escena del rizo" al momento en que uno de los fugitivos amigo y compañero de Orestes vuelve con su familia.

Bajo la superficie de La casa de los nombres se encuentran muchos placeres como estos, pero Tóibín también tenía en mente temas de más envergadura, en particular el círculo de violencia que parece atrapar a la familia de Agamenón. Los propios griegos solían afirmar que todo el linaje de este estuvo maldito desde el mismo momento en que su progenitor cometió el sacrilegio de intentar dar de comer carne humana a los dioses (el sacrificio humano viene de familia). Tóibín ofrece una versión incluso más desagradable que tiene su origen en una clase de herencia diferente, cuando, a lo largo de la novela, vemos cómo los personajes aprenden a incorporar (o no consiguen abandonar) los terribles papeles que sus padres desempeñaron en el pasado.

Electra se convierte poco a poco en su madre, y hacia el final del libro, el autor pone en su boca casi las mismas frases que Clitemnestra pronuncia al principio, así como la misma desconfianza en el poder divino. En las páginas finales, Orestes, mirando a su hermana, "veía a su madre".

El objetivo de Tóibín de hacer que el mito griego vuelva a sobresaltarnos se encuentra también en la novela Bright Air Black, una reelaboración de la historia de Medea (el título es una cita de la Medea de Eurípides: "Los dioses ... vuelven negro el nítido aire") que acaba de publicar David Vann. En la actualidad, el drama de Eurípides parece uno de las más comprensibles de la tragedia griega: en su desesperación, una mujer despreciada por su esposo mata a sus hijos. Vann se dispone a disipar esta equívoca familiaridad y empieza su relato en un momento muy anterior del mito, cuando Medea huye por mar de la casa de su padre con su amante Jasón y el valioso Vellocino de Oro que ella le ha ayudado a robar.

En las primeras páginas descubrimos que Medea ha matado y despedazado a su hermano, y que esparce sus miembros por el agua para retardar la persecución de su padre. De hecho, toda la novela está llena de partes del cuerpo y de una espantosa violencia. Cuando se comparan las versiones actuales del mito antiguo que nos ofrecen Tóibín y Vann, tampoco es difícil llegar a la conclusión de que, a menudo, la moderación es mucho más poderosa que la extravagancia.

© NEW YORK TIMES BOOK REVIEW