Image: De la finitud

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Letras

De la finitud

Günter Grass

27 mayo, 2016 02:00

Günter Grass. Foto: Archivo

Traducción de Miguel Sáenz. Alfaguara. Barcelona, 2016. 184 páginas, 18'90€. Ebook: 9'99€

Los escritores inmortales existen en el centro del universo cultural, como Cervantes o Shakespeare, porque sus obras definen características imperecederas del ser humano. A los talentos más recientes, especialmente quienes bucearon en las aguas turbias de la realidad, como Zola, Virginia Woolf, o el propio Günter Grass (Danzig, 1927- Lübeck, 2015), críticos desafectos suelen intentar cortarles el oxígeno que mantiene sus creaciones a flote. Al francés lo califican de traidor a su patria, a la inglesa intentaron ensuciarla haciendo de sus condiciones físicas, un trastorno bipolar o su defensa de los derechos de la mujer, como algo de lo que uno debe avergonzarse, y a Grass lo condenan por mentiroso, por presentarse como un falso progresista. La activa personalidad política, sea su apuesta por la social democracia de Willy Brand, su oposición a la reunificación alemana, o un supuesto antisemitismo, llegó a cristalizar en permanente rechazo.

Leña a ese fuego añadió la confesión en sus memorias, Pelando la cebolla (2006), que había pertenecido de muchacho (17 años) a las juventudes nazis, algo que jamás había contado antes. Este tropezón retó a quienes admirábamos incondicionalmente al intelectual y su obra, pues por un momento nos sentimos engañados. Algunos, guiados por emociones y no por hechos, optaron por negar su valor artístico. Como el por entonces regente de la crítica alemana Marcel Reich-Rainicki, quien criticó ácidamente sus ficciones siguientes. Olvidaba un hecho que no tiene vuelta de hoja, que su novela El tambor de hojalata (1959), como los mejores textos de Zola o Woolf, no cesa de crecer, pues en ella el lector se encuentra con una narración viva, fluida, inteligente, innovadora, indispensable para comprender cómo los alemanes en la posguerra negaban la realidad de su pasado inmediato, cegados por los halagos del milagro económico. Que tampoco era un milagro, sino algo planeado en Washington para relanzar la economía de mercado en una Alemania devastada por la guerra. En fin, a los grandes artistas se les conoce porque rompen el molde prescrito por la tradición, y que gente sin talento creativo suelen desdeñar.

La fuerza de Günter Grass, como la de nuestro Miguel de Unamuno, reside en que vivió en lo profundo de su ser la realidad social alemana. Se ha repetido hasta la saciedad que Grass fue la conciencia de su país, de su gente, que rehusaba aceptar la culpa, por los hechos perpetrados o por el silencio guardado, por el pasado nazi. Igual que Unamuno fue la conciencia de la España de la derrota ante EE.UU. en Cuba (1898). Y sus obras muestran las huellas de esas vidas comprometidas, de sus posiciones ideológicas. De la finitud, la obra póstuma de Grass lo muestra sin ambages. Escuchamos la voz del escritor, que desde la tumba nos dice: aquí sigo. Y resulta una voz cascada, rota como el texto, compuesto por breves tramos de prosa, unos cuantos y estupendos poemas, y sesenta espléndidos dibujos hechos a lápiz, donde se representan imágenes comunes de la naturaleza en su cíclica existencia de aparición, glorioso florecer y bella descomposición. Se trata de plantas, de árboles, de piedras, de pájaros, y más. Y sobre todo, como en Goethe, su antecesor en la literatura alemana, todo ello enlazado por una nota sostenida de tranquilidad en la voz narradora, que cuenta con paz, cuando el autor muestra que en su último adiós ha encontrado ‘la armonía eterna de la existencia'.

Por supuesto, el premio Nobel dejaría de ser quien fue si en ciertos trozos del texto no mostrara su veta contestataria, así las quejas por la mezquina acogida de sus conciudadanos a los inmigrantes sirios. Algo que le llegaba muy hondo, pues él mismo fue un inmigrante en Alemania. Nacido en esa extraña ciudad del Báltico, Danzig, que por un tiempo, el de su niñez y juventud, fue alemana y hoy es polaca. O cuando enhebra retahílas poéticas contra la canciller Merkel. La mayor parte del texto exhibe, en cambio, una veta poética y humor sobre el decaimiento físico del cuerpo, la pérdida del gusto y del olfato (pág.70), las visitas al hospital, las medicinas. El pasaje en que cuenta cómo el ebanista de la familia vino a tomarles a su mujer y a él medidas para el ataúd, transmite la paz de ánimo con que se enfrentaba al final.

A la orilla del viaje sin retorno miraba hacia el más allá, pero con un típico guiño grassiano. Quien le quita el sueño no es el Dios de su niñez, ahora se trata de un dron, que aniquila al enemigo desde la distancia. "Lo que de niño/me asustaba hasta ponerme el miembro tieso/era una frase - ‘Dios lo ve todo'-/ [...] pero ahora -desde que Dios ha muerto-/ da vueltas arriba un dron no tripulado que no me pierde de vista/con un ojo sin pestañear que ni duerme/y todo lo almacena, no puede olvidar nada" (pág.16). Quien comanda ese dron no siente nada. Su ataque al cuerpo resulta impersonal, aunque al atacado le resulta muy personal. Se muestra al final cogido entre el deseo de afirmar los motivos de vivir de una determinada manera, de su conciencia que vivía en armonía con el mundo, y el saber que todo terminará inexorablemente de una manera arbitraria. El destino personal, la trayectoria vital la fija uno mismo, si bien el final llega sin que podamos programarlo.

Este libro supone, pues, un adiós tranquilo, que relata sus afinidades y fobias, y muestra sus talentos, el de artista, escultor, pintor, que complementaron su lado de escritor. Grass reunía una vez al año a sus traductores, y todos ellos recuerdan que nunca regresaban a casa sin llevarse un recuerdo inesperado del talento del artista, una edición especial, un grabado, etcétera. Y al igual que Hemingway, su presencia física tendía a expandirse con la charla, la bebida, su sempiterna pipa hasta altas horas de la madrugada. Y, según descubrimos aquí, conservó el genio y la figura hasta el final, cuando sus pulmones y corazón pagaban los excesos, como le confesaba en una carta a su amigo y novelista John Irving, justo antes de morir.

Su mayor logro artístico, el narrar la situación del hombre de posguerra, haciéndolo como si por encima hubiera una capa de la realidad mejor, mágica, que tapa las miserias. Algo que los grandes narradores hispanoamericanos, con García Márquez a la cabeza, aprenderían de él. Una forma de huir de la realidad sin abandonarla. El tambor del niño Oskar suena y lo seguirá haciendo en las mentes de cuantos se olvidan del pasado, llevados por la falta de conciencia moral. Grass y su obra simbolizan también la grandeza y la debilidad de su país y de nuestro tiempo. En fin, no puede uno menos que terminar apreciando la valentía del escritor, que hasta el mismo final de sus días, prefirió vivir en medio de la vida, apegado a la verdad de las cosas sencillas, que existir en esas nubes rosas de los que se acomodan al galardón asociado con lo normal, con la medianía vital e intelectual.

@GGullon