Image: El rostro de la batalla

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Letras

El rostro de la batalla

John Keegan

5 julio, 2013 02:00

Miniatura anónima que representa la lucha en Agincourt (1415).

Traducción de Juan Narro Romero. Turner. Madrid, 2013. 384 páginas, 21'90 euros



Algunos historiadores son capaces de combinar en sus libros la inteligencia analítica y la tensión narrativa. Se trata de una rara virtud, muy apreciada en el mundo anglosajón, que poseía en alto grado John Keegan (1934-2012), uno de los historiadores más brillantes del pasado siglo, cuya obra más clásica, El rostro de la batalla, llega a nuestras librerías en una buena traducción española.

Casi ningún europeo de nuestros días ha participado en una auténtica batalla, es decir en el choque frontal entre dos ejércitos, así es que hoy podemos verlas como una vieja costumbre bárbara, quizá en trance de desaparición definitiva. La historia de las batallas es, sin embargo, un género con muchos lectores y desde el enfoque que emplea Keegan, el de la vivencia del soldado en combate, resulta fascinante, porque aborda el modo en que unos seres humanos se enfrentan a una situación de tensión, de riesgo y de horror que en muy pocos otros contextos se produce y que en definitiva implica superar las pulsiones del instinto de conservación. El propio Keegan tampoco combatió nunca, pero gozaba de la ventaja de una experiencia muy instructiva, la de haber sido durante muchos años profesor en una de las academias militares más prestigiosas del mundo, la de Sandhurst, y haber contribuido por tanto a la formación de quienes estaban destinados a ejercer el mando en el fragor de la batalla. La educación militar es a menudo mal comprendida por los profanos, que suelen considerarla demasiado mecánica, pero Keegan explica muy bien su fundamento, que no es otro que el de proporcionar un repertorio estereotipado y fijado de antemano para reaccionar ante cualquier circunstancia que se pueda producir en el infierno del combate.

Como todo genuino historiador, Keegan prefiere partir de episodios concretos y en El rostro de la batalla se centra en tres de las más famosas batallas de la historia occidental: la de Agincourt, que fue un episodio importante en la guerra de los Cien Años, la de Waterloo, que supuso la derrota definitiva de Napoleón, y la del Somme, uno de los mortíferos combates que jalonaron la guerra de trincheras en la I Guerra Mundial. Las tres se combatieron en un espacio geográfico muy próximo, norte de Francia y Bélgica, y las tres están particularmente bien documentadas respecto a lo habitual en la época en que cada una tuvo lugar. En Agincourt, el 25 de octubre de 1415, el ejército inglés, bien dotado de arqueros y encabezado por su rey, hizo estragos en la caballería pesada francesa en una matanza épica, relatada por numerosos cronistas y poetizada más tarde por Shakespeare, que puso en boca del rey Enrique V las palabras de motivación previas al combate más brillantes que se hayan escrito: we few, we happy few, we band of brothers… La narración de Keegan arrastra al lector hacia las escenas dantescas de los guerreros franceses que caen al suelo embarrado y quedan inmovilizados bajo el peso de sus propias armaduras, por cuyas ranuras penetran las dagas de los ingleses para rematarlos.

En Waterloo, el 18 de junio de 1815, nos encontramos ante esos episodios de valor y de miedo colectivos que han decidido la suerte de muchos combates: unidades que mantienen a pie firme durante horas su formación en cuadro, soportando inmóviles los impactos de la artillería enemiga que siegan sus filas, o por el contrario columnas que se deshacen bajo el fuego cuando el impulso de la huida se apodera incluso de los veteranos más aguerridos. Y el 1 de julio de 1916, el primer día de la batalla del Somme, vemos salir de sus trincheras a los batallones británicos, muchos de ellos batallones voluntarios integrados por mineros de un determinado distrito o empleados de una determinada ciudad, para enfrentarse al fuego alemán que en algunos casos los destruyó en algunos minutos.

La aspiración de Keegan es comprender el comportamiento de unos hombres que se ven impulsados a la vez por el instinto de conservación y el sentido del honor; que experimentan siempre el miedo y a menudo el valor; que obedecen casi siempre a sus mandos, pero a veces se indisciplinan; que sienten siempre la ansiedad y la incertidumbre, pero a veces también la fe, el júbilo, la catarsis; que ejercen siempre la violencia y a veces la crueldad o la compasión; que sólo pueden vencer porque mantienen la solidaridad del grupo y son inexorablemente derrotados cuando la pierden. Su visión no es la del estado mayor que traza los planes de la batalla, si no la de los oficiales y soldados que combaten en primera línea, y presta atención a aspectos que no todas las historias militares recogen. En la mañana de Agincourt los ingleses tuvieron que aguantar horas en espera de que se iniciara el combate sin abandonar la formación, a pesar de la diarrea que muchos de ellos sufrían, y al amanecer del 1 julio de 1916 hubo en las trincheras del Somme soldados que renunciaron al desayuno, sabedores de que una herida en el abdomen es mucho más peligrosa con el estómago lleno.

La gran pregunta es por supuesto la motivación. ¿Por qué mantienen los soldados sus líneas, por qué no huyen? La gama de respuestas que Keegan sugiere es muy variada. La coerción del mando es sin duda importante y en Waterloo algunos soldados fueron devueltos a golpes a su posición, pero el instinto de conservación tampoco favorece siempre la huida: ofrecer la espalda a un enemigo armado no es muy aconsejable. La religión consolaba frente a la muerte a los soldados de Enrique V en Agincourt, mucho menos a los escépticos soldados de Wellington en Waterloo. La perspectiva del enriquecimiento era importante en el siglo XV, cuando el rescate cobrado por un enemigo prisionero era uno de los pocos medios disponibles para hacer fortuna; bastante menos en Waterloo, donde los relojes robados a muertos o a heridos se vendían a bajo precio, y nulo en las trincheras de la I Guerra Mundial. La solidaridad del grupo pequeño ha sido siempre crucial, porque la posibilidad de supervivencia de cada uno depende de quienes combaten a su lado y fallarle al grupo significa perder toda autoestima. El honor del regimiento importaba y se concretaba en la bandera, en cuya defensa se realizaron actos de heroísmo suicida en Waterloo, pero se trataba de valores que correspondía al mando inculcar y en definitiva la capacidad de los oficiales para estimular a sus hombres resulta uno de los factores más importantes para entender el combate.

Todo esto resulta hoy muy extraño, quizá a algunos les parezca falso, pero que así lo vivieron nuestros antepasados. Hace décadas, sin embargo, Keegan ya sospechaba que la era de la batalla tocaba a su fin, que los temas tratados por él eran "cosas viejas, tristes y lejanas", porque las guerras entre Estados eran cada vez menos frecuentes. Es una tesis que Steven Pinker ha abordado en otro libro magistral: Los ángeles que llevamos dentro (Paidós, 2012), cuya conclusión, quizá para muchos sorprendente, es que vivimos la etapa más pacífica de toda la historia humana. Esperemos que dure.