Image: Cartas de Cumpleaños

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Letras

Cartas de Cumpleaños

Lumen publica los poemas que Ted Hugues escribió a Sylvia Plath

19 junio, 2013 02:00

Ted Hugues y Sylvia Plath

En 1998, poco antes de su muerte, Ted Hugues sacó a la luz 'Cartas de cumpleaños', un libro de poemas que buceaba en su relación con Sylvia Plath. Se casaron en 1956, apenas cuatro meses después de conocerse, y tuvieron dos hijos. Su tormentoso matrimonio dio fruto a una fértil obra poética y terminó con el suicidio de Plath. Hugues fue sometido al ataque público, pues se le consideraba culpable de la muerte de su esposa. En 'Cartas de cumpleaños' (Lumen) Hugues escribe a Plath desde el silencio, repasando su vida juntos, sus continuas depresiones y su difícil relación con su padre. El libro no es, por tanto, una justificación ni una disculpa, sino el testimonio de una persona enamorada que sólo rinde cuentas a una persona: a Plath.

Aquí pueden leer cinco poemas reunidos en 'Cartas de cumpleaños' (Lumen).


Vida en sueños

Como si cada noche en el sueño descendieras
a la tumba de tu padre
parecías tener miedo a mirar o recordar, a la mañana siguiente,
lo que habías visto. Cuando sí recordabas
lo soñado sólo era un mar atestado de cadáveres,
atrocidades en campos de exterminio, amputaciones en masa.

Tu sueño fue un altar sangriento, parecía.
Y su reliquia sagrada
era la amputada pierna de tu padre con gangrena.
No es de extrañar que tuvieras miedo al sueño.
No es de extrañar que te despertaras diciendo: «Ojalá no soñara».

¿Cuál fue la liturgia
de aquel rito de cada noche, de aquel culto
en el que eras sacerdotisa?
¿Fueron aquellos poemas los salvados fragmentos del rito?

Tu despertar al día era una atormentada seguridad
que intentabas agarrar, sin saber
lo que te había asustado
ni hasta dónde te seguía tu poesía
con los pies pegajosos de sangre. Cada noche
procuraba tranquilizarte con hipnosis,
valor, comprensión y calma.


Odiaste España

España te asustó. Esa España
donde me sentí como en casa. La luz de cruda sangre,
las oliváceas y salitrosas caras, los negros
confines africanos de todo te asustaron.
En tus estudios de algún modo se había obviado España.
Las rejas de hierro forjado, la muerte y los tambores árabes.
No conocías el idioma, tu alma estaba vacía
de señales y la luz abrasadora
te secó la sangre. El Bosco
te extendió su arácnida mano y tímidamente
la tomaste, tú, una adolescente americana.
Miraste fijamente hacia el rictus funeral de Goya
y lo reconociste y diste un paso atrás
mientras tus poemas se encogían de frío y tu pánico
se aferraba a la América universitaria.
Vimos como turistas una corrida
observando la torpe carnicería de los toros aturdidos,
mirando al matador de rostro gris, detrás de la barrera,
justo debajo de nosotros, preparando el estoque
y vomitando miedo. Y el cuerno
que se hundió en la barriga de moscón
del picador derribado perforó
lo que te esperaba. España
era el país de tus sueños, el cadáver de polvo rojizo
con el que no te atrevías a despertar, los muñones
que ningún curso de literatura había embellecido.
La tierra de embrujos tras tus labios africanos.
España era lo que intentabas despertar
y no podías. Te veo, a la luz de la luna,
paseando por el muelle vacío de Alicante
como un alma esperando el barco,
un alma nueva, que aún no comprende,
pensando todavía que está en su luna de miel
y en el mundo feliz, la vida entera aún por llegar,
feliz, y todos tus poemas aún por descubrir.


Luz perfecta

Ahí estás, en toda tu inocencia,
sentada entre los narcisos, como en una foto
compuesta para el título: «Inocencia».
Una perfecta luz ilumina tu cara
como un narciso. Igual que el de aquellos narcisos
sería tu único abril sobre la tierra
entre los narcisos. En tus brazos,
como un osito de peluche, tu nuevo hijo,
de sólo un par de semanas en su inocencia.
Madre con niño, como en la pintura sacra.
Y a tu lado, elevando hacia ti su risa,
tu hija, apenas dos años. Como un narciso
inclinas el rostro hacia ella, diciendo algo,
pero tus palabras se perdieron en la cámara.
Y el conocimiento
dentro del montículo en que estabas sentada,
una colina fortaleza con su foso, más grande que la casa,
tampoco alcanzó la foto. Mientras tu instante siguiente,
acercándose a ti como un soldado de infantería
que lentamente volviese de tierra de nadie,
inclinado bajo el peso de algo, tampoco te alcanzó nunca.
Se derritió, sin más, en esa luz perfecta.


Horóscopo

Quisiste estudiar
tus estrellas, guardianas
del patio de tu prisión, su zodíaco. Los planetas
murmuraron su jerga de poder babilónico,
con los huesos de un hechicero. Tenías razón en temer
lo alto que podrían rugir los huesos,
lo claro que podría escuchar tu oído
aquello que los huesos susurraron
incluso encastrados como estaban en un cuerpo caliente.
Sólo que tú no tenías necesidad de calcular
los grados de tu ascendente disruptor
en Aries. No significaba nada concreto, no más
según el libro babilonio
que una cara con cicatrices. ¿A cuánta profundidad
bajo la piel podía asomarse un mago?
Tenías tan sólo que mirar
en la más cercana cara de una metáfora
sacada de tu armario o de tu plato
o sacada del sol o de la luna o del tejo,
para ver a tu padre, a tu madre o a mí
trayéndote tu propio Destino completo.


El molde

Papá había vuelto para oír
todo lo que tuvieras contra él. No
podía creerlo. ¿De dónde habías sacado
tales palabras sino
de los aguijones de sus abejas? La miel
para otros. Para él, el arco de Cupido
modificado en Peenemünde
vía Brueghel. Tan indefenso
como ingrávido, sin voz y sin vida,
tuvo que oírlo todo
clavado en él hasta la médula,
teniendo que aguantar la estaca
no sólo atravesando su corazón, sino alzada
en la plaza del pueblo, y él atado a ella
totalmente desnudo, cubierto de aquellas flechas
en el bronce de la inmortal poesía.

Así es que tu grito de liberación
se realizó en su
silencio sacrificado. Cada flecha
le clavaba una estrella
en tu constelación. Un gigantesco
trozo de arma mellada.
Toda su estatua distorsionada
como un fragmento de metralla
se deslizó de tu vieja herida. Rechazado
por tu cuerpo. Papá
ya no importaba. Tus palabras
como fagocitos liberándote con un rugido
de tremendo dolor.
Sanada desapareciste
de la monumental forma
inmortal
de tu herida: el cuerpo de tu papá
lleno de tus flechas. Aunque fuera
tu sangre la que se secara en él.