Image: Una rubia imponente

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Letras

Una rubia imponente

Nórdica publica el relato por el que Dorothy Parker ganó el prestigioso premio O. Henry

3 abril, 2013 02:00

Dorothy Parker

Dorothy Parker fue una de las plumas más afiladas de Vanity Fair y The New Yorker. Su ingenio, sarcasmo y humor cáustico no perdonaban, ni cuando hacía crítica teatral ni literaria. En 1929 escribió 'Una rubia imponente', sobre una mujer camino de la destrucción que "se sentía muy orgullosa de sus pies diminutos y era capaz de soportar el sufrimiento por vanidad". El relato, publicado en The Bookman Magazine, le valió el Premio O. Henry al mejor cuento del año. Sus historias cortas, aunque cargadas de agudeza, tienden más hacia lo agridulce que lo cómico, y contienen una crítica social de la que no escapan las relaciones personales, que ella consideraba a menudo como dificultosas. Fue una firme defensora de los derechos y las libertades civiles, y a su muerte legó su patrimonio a la Fundación Martin Luther King, Jr.

A continuación pueden leer el comienzo del relato 'Una rubia imponente' (Nórdica). La edición está traducida por Jorge Cano y contiene ilustraciones de Elisa Arguilé.


Hazel Morse era imponente, hermosa, de esa clase de mujeres que incitan a los hombres a mover la cabeza con picardía y a chasquear sus lenguas cuando pronuncian la palabra «rubia». Se sentía muy orgullosa de sus pies diminutos y era capaz de soportar el sufrimiento por vanidad, en una pelea con unos zapatitos puntiagudos y con tacones del número más apretado posible. Lo más curioso en ella eran sus manos: extrañas prolongaciones de unos brazos blandos y blancos salpicados con pecas pálidas; unas manos largas y trémulas acabadas en unas uñas amplias y convexas. No debería haberlas afeado con las pequeñas sortijas que llevaba.

No era precisamente una mujer entregada a los recuerdos. En la mitad de la treintena, sus días del pasado formaban una secuencia borrosa y vacilante en la que se entremezclaban acciones de una serie de extraños. A los veintitantos, tras la larga enfermedad y muerte de una madre viuda y mentalmente ausente, había entrado a trabajar como modelo en unos almacenes de ropa: todavía se llevaban las mujeres grandes y ella tenía buen color de piel, envergadura y pechos duros y turgentes. El trabajo no era pesado, conoció a un buen puñado de hombres y pasó otras tantas veladas con ellos, riéndose de sus bromas y diciéndoles cuánto le gustaban sus corbatas. Gustaba a los hombres y ella asumía sin duda que gustarles a tantos hombres era algo deseable. Le parecía que tal popularidad merecía todo el trabajo con el que ella se aplicaba a conseguirla. A los hombres les gusta una mujer cuando les resulta divertida y, cuando les gusta, la sacan de paseo y así va la cosa. Así pues, ella tenía éxito, porque era divertida. Ella era una mujer despreocupada. A los hombres les gustan las mujeres despreocupadas.

Ilustración de Elisa Arguilé para Una rubia imponente

No le llamaba la atención ninguna otra clase de diversión, ni más sencilla ni más compleja. Nunca se le pasaba por la cabeza si no sería mejor hacer cualquier otra cosa. Sus ideas, o mejor aún, las cosas que daba por buenas, iban en paralelo con las que mostraba el resto de rubias de bandera con las que formaba su grupo de amigas.

Años después de entrar a trabajar en los almacenes conoció a Herbie Morse. Era delgado, rápido, atractivo. Alrededor de sus brillantes ojos castaños tenía unas arrugas irregulares y tenía la costumbre de morder con ferocidad la piel que rodeaba sus uñas. Bebía bastante, lo que ella encontraba entretenido. Por costumbre solía saludarle aludiendo al estado en que había acabado la noche anterior.

-Vaya cogorza que llevabas -le decía con su risa fácil-. Creí que me moría de la risa: no parabas de pedirle al camarero que te sacara a bailar.

A ella le gustó nada más conocerlo. Estaba profundamente encantada con sus frases rápidas y su manera de arrastrar las palabras, con la manera en que interpolaba frases que venían como anillo al dedo a vodeviles y a tiras cómicas. Se estremecía cuando sentía cómo su delgado brazo entraba con firmeza bajo la manga de su abrigo. Entonces ella quería tocar su pelo, húmedo y liso. Él se quedó prendado de ella con la misma rapidez. A las seis semanas de conocerse, estaban casados.

Ella estaba encantada con la idea de convertirse en una novia: coqueteaba con ella, jugueteaba con ella. Había tenido antes otras peticiones de matrimonio -no precisamente pocas-, pero todas ellas venían de hombres corpulentos y serios que habían acudido a los almacenes como clientes: hombres que venían de Des Moines, de Houston o Chicago y, como ella decía, de lugares de broma. La idea de vivir en un sitio que no fuera Nueva York le resultaba inmensamente cómica. No podía tomar por seria ninguna propuesta que supusiera mudarse con alguien al Oeste.

Ilustración de Elisa Arguilé para Una rubia imponente

Quería casarse. Estaba ya en la treintena y no llevaba bien el paso del tiempo. Había ensanchado y estaba más fofa. Su pelo oscurecía y por eso llevaba a cabo inexpertas incursiones en el agua oxigenada. En ocasiones, cuando pensaba acerca de su trabajo, tenía pequeños ataques de pánico y, después de miles de noches de despreocupada diversión junto a sus amistades masculinas, las cosas ya no surgían con tanta espontaneidad: ahora tenía que aplicarse a conciencia.

Herbie ganaba bastante dinero, y alquilaron un apartamento en la parte residencial de la ciudad. Tenía un comedor amueblado al estilo colonial con una lámpara central, colgante, en forma de globo de cristal y de color marrón rojizo. En el salón había mucho mobiliario, un helecho y una reproducción de la Magdalena de Henner, de pelo rojo y túnica azul. El dormitorio estaba esmaltado en gris y rosa pálido: la foto de Herbie estaba sobre el tocador de Hazel y el retrato de Hazel sobre la cómoda de Herbie.