Image: Cara a cara con Chávez en la sala de prensa

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Letras

Cara a cara con Chávez en la sala de prensa

La periodista Beatriz Lecumberri, corresponsal de AFP en Caracas, relata sus experiencias con el régimen chavista en La revolución sentimental

6 marzo, 2013 01:00
La periodista española Beatriz Lecumberri vivió durante cuatro años en la Venezuela de Hugo Chávez como corresponsal de la agencia France Presse. En 'La revolución sentimental. Viaje periodístico por la Venezuela de Chávez' (Punto Cero, 2009), relató sus experiencias tanto en la calle como en la sala de prensa del Palacio de Miraflores. Desde el distanciamiento, pero dejando espacio suficiente a la opinión, Lecumberri realiza una fotografía en primer plano del país y del régimen chavista, del carácter de su líder y, sobre todo, de la enrevesada relación del régimen con la prensa. A continuación reproducimos dos capítulos del libro, en los que la autora reflexiona, a partir de diversos encuentros con Chávez y su ministro de información, Andrés Izarra, sobre varias cuestiones de fondo del chavismo.


Un cuarto poder atrapado en la revolución

-No puedo creer que te interese más ese tema que, por ejemplo, el hambre en el mundo. Pareces una muchacha inteligente, pero, ¿por qué me haces esa pregunta? No lo entiendo.

Quien habla es Hugo Chávez y se dirige a mí. Llevo varias semanas en Venezuela, estoy sentada en primera fila en el salón de prensa del Palacio de Miraflores y siento la cámara de la televisión oficial enfocándome a pocos centímetros.

La pregunta no tiene nada de particular. Es la que cualquiera habría hecho en un día como ese, la que justifica que haya organizado esa rueda de prensa y la pregunta que él esperaba. Hace poco más de un mes, el ejército colombiano bombardeó un campamento de las FARC en territorio ecuatoriano y mató al número dos de la guerrilla, Raúl Reyes. En un computador confiscado tras el ataque habría datos que comprometerían seriamente al gobierno venezolano, al Presidente y a varios de sus funcionarios. La Interpol acaba de dar una rueda de prensa en Bogotá mostrando algunas conclusiones y Chávez ha esperado el final de esa comparecencia para iniciar su rueda de prensa en Caracas. Llevamos horas esperando, me duele la espalda y no sé cómo sentarme en esa silla incómoda. Tengo frío porque el aire acondicionado está altísimo, pero siento que comienzo a sudar, sorprendida y algo intimidada, confieso, por la reacción del Presidente.

Chávez es respaldado, casi coreado, por sus ministros presentes en la rueda de prensa, que asienten convencidos mientras lo escuchan, me miran con una cierta sorna y parecen murmurar entre ellos en voz baja: «¿Esta quién se cree que es para decir semejante tontería?». Tras el tradicional sorteo, cuya honestidad siempre despierta dudas en las ruedas de prensa en el palacio presidencial, me ha tocado formular la primera pregunta.

El ministro de Información, Andrés Izarra, me mira divertido y me digo que todo esto debe de ser mi regalo de bienvenida.

Todo está pensado para resaltar la figura del jefe de Estado. Chávez está sentado tras una mesa, ligeramente más elevada que nuestras sillas. Parece un profesor, rodeado de mapas, libros, bolígrafos y apuntes.

-Es algo que no me interesa, que estoy seguro de que a ti tampoco te interesa mucho y que preferirías hablar de otra cosa, pero seguro te han obligado a hacer esta pregunta. Pero en fin, te voy a contestar -prosigue Chávez. Y la respuesta durará una hora y media. Chávez baja de su mesa, se acerca, simula matar a uno de sus ministros, organiza todo un espectáculo para hacerme entender que Colombia, la Interpol y el mundo se equivocan con él. Habla y habla. Jamás me falta al respeto. Tengo la boca seca. Y esa cámara sigue persiguiendo cada uno de mis gestos.

No es la primera vez que me encuentro cara a cara con Chávez. Desde que fue elegido en 1998, me lo he cruzado en Manaos, París o Johannesburgo. Pero esto es diferente. Está en su casa, controla la situación, tiene todo el tiempo del mundo y quiere hacer pasar un mensaje claro.

Finalmente, Chávez deja de dirigirse a mí, da por terminada la respuesta y pasamos al resto de preguntas, despachadas mucho más rápidamente. Al término de la rueda de prensa, el Presidente baja a saludar a los periodistas. «Espero no haberte molestado», me dice sonriente y fuera de cámara, con un gesto que prácticamente quería decir: «Te tocó a ti como le podía haber tocado a cualquier otro». Acto seguido se lanza a comentar otros temas, canta un joropo, se ríe a carcajadas y hasta lanza un piropo. Ese es Chávez. Seductor, poderoso, hábil, satisfecho de sí mismo y de la respuesta que ha enviado a través de los periodistas, seguro de su capacidad de convencer y ridiculizar a sus adversarios y acostumbrado a merecer respeto.

Para mí, el incidente estaba cerrado. Pero yo no conocía casi nada sobre Venezuela ni los venezolanos. No sabía que uno de los pasatiempos favoritos nacionales es ver la televisión, sobre todo ver a Chávez por televisión, sea por fidelidad, sea para hacerse daño y odiarlo aun más.

Los días venideros fueron desconcertantes. Además de rechazar las insólitas peticiones de entrevistas de medios críticos con el Gobierno, deseosos de conocer qué se sentía al ser «insultada» por el Presidente, varios desconocidos me pidieron explicaciones sobre ese encuentro con Chávez en la panadería, en el metro, en el parque o en el ascensor: «¿Por qué no le dijo a Chávez que estaba equivocado?». «El Presidente tenía razón en todo lo que le dijo, la prensa viene aquí para atacarlo». «Usted tenía que haberse levantado y haberse ido de allá inmediatamente».

Una semana después aun escuché cómo un padre de familia susurraba a sus hijos en una mesa contigua a la mía en un restaurante. «Esa es la tipa de la tele». Cuando ya pensaba que el episodio estaba cerrado y olvidado, un vecino me vino a ver con aire serio: «Usted, que es amiga del Presidente, podría decirle que ampliara la acera de delante del edificio, que es muy pequeña».

Mi sorpresa fue tal que solo acerté a decirle, tontamente: «Veré lo que puedo hacer».

***

La relación de Chávez con los periodistas es complicada y hasta perversa. Los necesita para existir y al mismo tiempo los desprecia profundamente. Cada día se le nota más. Desde 2008 hasta hoy, el Presidente ha cambiado su forma de tratar con la prensa. Antes, se prestaba, con cierto gusto, al ejercicio de someterse durante horas a las preguntas de informadores sobre los cuales no tenía ningún control. Los corresponsales extranjeros, y por supuesto la prensa oficial, eran invitados a Miraflores a ruedas de prensa sin fin, a las que los medios privados nacionales ya no podían asistir. Es insólito que un diario local no tenga ningún acceso al principal y hasta hace poco casi único actor de la política venezolana y se deba limitar durante años a informar sobre Chávez, gracias únicamente a lo que los medios oficiales muestran por televisión.

Con el tiempo, el veto se amplió. El Presidente se fue cansando de casi todos los periodistas y ciertas preguntas empezaron a molestarle visiblemente. El hermetismo se fue instaurando sin prisa pero sin descanso, las invitaciones para asistir a actos con Chávez se espaciaron claramente, las ruedas de prensa se fueron haciendo cada vez más raras y poder acercarse al Presidente a hacerle una pregunta, algo que ocurría a menudo, se convirtió en algo extraordinario.

Parece que Chávez entendió que puede seguir hablando de lo que quiera y como quiera, pero desde la televisión oficial y con periodistas fieles al proceso revolucionario, que no van a contradecirle ni hacerle preguntas que no desea contestar. Finalmente, todo lo que él diga por televisión va a ser reproducido por las agencias internacionales, estén o no físicamente presentes en ese evento.

Y así, progresivamente todos pasamos a ser teleperiodistas y telecorresponsales, pendientes día y noche del telepresidente, mientras preguntas que nunca podríamos hacerle se nos multiplicaban en la cabeza. La frustración es difícil de explicar y se mezcla con una impotente sensación de estar trabajando mal y no saber cómo hacer para trabajar mejor.

«¿Cuándo has visto a un presidente que sea más accesible que Chávez, más abierto que él, que dé tantas explicaciones sobre su gobierno?».

Era la pregunta que varias veces me hizo el ministro de Comunicación e Información, Andrés Izarra. Una cosa es que hable mucho y otra cosa es que sea accesible, le decía yo, sabiendo que él me entendía pero jamás me daría la razón.

La frustración se veía elevada a niveles superlativos al ver a los periodistas del llamado Sistema Nacional de Medios Públicos, comenzando por los del canal del estado, Venezolana de Televisión (VTV), que seguían todos los movimientos de Chávez, tenían un acceso privilegiado a él y no se decidían a preguntarle algo audaz, curioso, interesante, sorprendente o simplemente útil.

-Los medios de comunicación son parte de la conspiración y de la confrontación política. Globovisión o El Nacional no son periodismo serio. Tú no puedes creer que ellos hagan periodismo serio. Y VTV es una herramienta para la confrontación en esta guerra mediática. No le puedes pedir un periodismo equilibrado y objetivo porque no es posible -me dice Izarra en una entrevista informal en 2008.

El ministro es periodista, ha tenido en varias ocasiones la cartera de Información, puso en pie y dirigió durante años la televisión multiestatal Telesur y es un blanco habitual de críticas de la oposición por sus declaraciones provocativas y su manera de gestionar la comunicación del Gobierno.

Las conversaciones con él eran siempre cordiales y amigables. Se permitía comentarios que claramente no eran publicables, pero no decía «esto entre nosotros», como si estuviera poniéndome a prueba.

-Aquí hay una guerra ideológica, un enfrentamiento ideológico y de propuesta de país. La de ellos se está derrumbando, la nuestra está en pleno empuje. Los medios son parte de esa guerra. En 2002 los medios de comunicación dieron un golpe de Estado y son un factor activo de la clase político-económica que ha dominado y sigue dominando este país con un gran poder acumulado. Son herramientas de desestabilización y por eso yo les doy con todo. No siento misericordia. Fuego va, fuego viene. No tengo ningún problema -me explica.

Un año antes de esta conversación, en 2007, el Gobierno no renovó la licencia a la televisión privada RCTV, lo que provocó sonoras manifestaciones y un rechazo dentro y fuera de Venezuela. En 2008 el objetivo parecía ser la televisión privada Globovisión, muy crítica con la gestión del Gobierno.

-Son unos fascistas. Sus críticas me dan igual a estas alturas. De todas formas no tienen moral para decirme nada -me lanza Izarra cuando le pregunto por un editorial del diario El Nacional en el que no salía nada bien parado.

Estamos en plena campaña por las elecciones regionales y municipales y el clima es casi de plebiscito. La tensión política está exacerbada y los medios de comunicación toman partido claramente, distribuyen el espacio y el tiempo saltándose en ocasiones la ley sin miramientos.

-Un venezolano que ve VTV o Globovisión no sabe lo que pasa en Venezuela. Si ves Globovisión te vuelves loco, si ves VTV te aburres. Son canales para la guerra política -continúa Izarra.

En televisión, Chávez multiplica sus actos públicos. Varios en el mismo día en distintos puntos del país, de manera sorpresiva. ¿Como presidente o para impulsar a sus candidatos? La frontera es más que frágil. En muchas ocasiones, sus intervenciones se realizan en «cadenas nacionales de radio y televisión», es decir, todos los medios que emiten en señal abierta están obligados a difundirlas.

-No lo veo como un abuso de poder. Chávez no va a dejar de promover la obra de gobierno -argumenta Izarra.

En los últimos años, el aparato de medios oficiales ha crecido sobremanera. El gobierno posee VTV, TVES, que ocupa la frecuencia de RCTV, y otras televisiones minoritarias, además de Radio Nacional de Venezuela (RNV), la Agencia Venezolana de Noticias (AVN), dos diarios (Correo del Orinoco y Ciudad Caracas) y Telesur, la voz del Gobierno fuera de las fronteras venezolanas. A ello se suma una nebulosa de medios comunitarios -más de 200 radios, unas 40 televisoras y cientos de periódicos de barrio, según Izarra- que no forman parte del sistema de medios de comunicación estatales pero se dicen socialistas y chavistas.

Pese a todo, la mayoría del periodismo en Venezuela nace de las manos privadas, según cálculos del ministro. «Y los privados, casi todos están en contra nuestra», me asegura.

«Corre que llegó el aceite»

-Presidente, no hay azúcar en el supermercado.

Era agosto de 2010. Situadas en primera fila por los responsables del palacio de Miraflores para una rueda de prensa de Chávez, una compañera de otra agencia internacional y yo logramos dirigirnos a él antes de que empiece la ronda de preguntas.

Las cámaras están aún apagadas. Chávez tiene un buen día, se muestra afable y se salta el guión para conversar animadamente con los periodistas.

-¿Cómo que no hay azúcar? Sí hay -nos responde, con el tono persuasivo que acostumbra a usar.

Nos miramos y le replicamos, casi sin pensar: «Presidente, hace semanas que está faltando el azúcar en los supermercados. Con todo nuestro respeto, ¿desde cuándo usted no hace la compra?».

Piensa rápido, no quiere que ese comentario le agüe el día o la rueda de prensa y llama secamente a su ministro de Alimentación, Carlos Osorio, que está unos pasos por detrás, en el mismo salón. «Me dicen estas compañeras que no hay azúcar. ¿Qué es esto?».

El ministro, después de lanzarnos una miradita de odio, explica al «jefe», como llaman muchos de sus colaboradores a Chávez, que ha habido algún problema menor en el suministro y están esperando para esa semana un gran cargamento de azúcar de Brasil. «Nada grave, Presidente», le garantiza.

Y Chávez parece quedar satisfecho con la explicación, al menos de cara a la prensa.

No obstante, durante varios días, los departamentos de comunicación de diversos ministerios nos bombardearán con correos electrónicos explicando cuánta azúcar circula en Venezuela, país tradicionalmente productor, cómo aumenta la producción nacional, cuándo llegan las importaciones y asegurando que el consumo de azúcar para el pueblo está más que garantizado.

Es estéril saber si Chávez está informado de lo que realmente pasa en la calle, si quiere saberlo o si cierra los ojos y concentra su batalla en otros campos, a su juicio, prioritarios. El Presidente parece vivir en una burbuja y cree a menudo en el mundo ideal que le presentan sus ministros, sin dejar que las dudas o la curiosidad le distraigan del camino marcado.

Es imposible no acordarse de los últimos pasajes de El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez: «Había sabido desde sus orígenes que lo engañaban para complacerlo, que le cobraban para adularlo (…) pero aprendió a vivir con esas y con todas las miserias de la gloria a medida que descubría en el transcurso de sus años incontables que la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad».

Más de una vez, en las horas de espera que normalmente preceden a una aparición del Presidente, he podido asistir a la clase de aleccionamiento del público presente. «Cuando el Presidente venga y pregunte si ya recibieron el diploma, digan que sí».

Solo si una mujer se salta el protocolo y le pide ayuda para su hermana, que está de parto y no la reciben en ningún hospital, o un niño consigue llegar hasta él y le cuenta que su hermano mayor fue asesinado en la barriada o si un grupo de vecinos, harto por la ineficacia del Gobierno, acaba increpando a Chávez sobre el incumplimiento de muchas promesas, el Presidente parece aterrizar brutalmente.

Y reacciona con sorpresa, piedad, enojo o con una cierta frialdad que lo hace sentir a salvo, cuando todos ellos le hacen sentir, como ya ha ocurrido: «Presidente, la culpa es también suya».

Ese adiestramiento del público también se aplica hasta a los periodistas, si están invitados. «Cuando él entre, no vayan todos hacia él con los grabadores. Déjenlo respirar y si les pregunta si almorzaron, respondan que sí».

Era un placer generalizado responder a Chávez que no habíamos comido. Un acto de rebeldía pequeño y tonto para compensar frustraciones profesionales más importantes.

Pero volvamos al azúcar y a Miraflores. «Sea quien sea el que atente contra la alimentación del pueblo, se aplicará la ley», nos dice Chávez aquel día, antes de despedirnos.

Pero la realidad es que los venezolanos llevan años conviviendo con la escasez y el desabastecimiento, perdieron la cuenta de cuándo fue la última vez que pudieron escoger entre dos o tres tipos de azúcar o marcas de leche o lograron comprar el 100% de la lista de su compra en un solo lugar.

Según datos oficiales, en enero de 2012, de cada 100 productos que un venezolano quería comprar en un supermercado, más de 16 habían desaparecido de las estanterías.

Hubo un tiempo en que ser venezolano era prácticamente garantía de riqueza y abundancia. Esa es la imagen que yo tenía en la cabeza: una especie de república petrolera próspera, en la que los dólares asomaban por los bolsillos de la gente, se respiraba opulencia y se vivía con esa tranquilidad que da el goteo interminable del maná del crudo.

Comprendí que me había equivocado radicalmente la primera vez que fui al supermercado.

Los venezolanos hacen más bien malabarismos entre la inflación y la escasez para llenar su nevera, sin dejarse el salario en la caja de los supermercados, sean privados o parte de la red gubernamental.

Las nacionalizaciones o expropiaciones de empresas extranjeras y locales solo han agravado en los últimos años la ya de por sí pobre oferta de un país acostumbrado a vivir de su petróleo.

No encontrar papel higiénico, beber leches de diversos países sin hacerse ninguna pregunta sobre la calidad, ver cómo productos que se han consumido toda la vida desaparecen de los mercados, pagar ocho por lo que hace dos o tres meses se pagaba cuatro, recorrer varios comercios para completar una lista de la compra correcta, llegar a una panadería y ver que no hicieron pan porque no hay harina de trigo o no encontrar café, pero tener la opción de elegir entre varios tipos de champán importado, son ya parte de la rutina del venezolano y de cualquiera que se instale en el país.

Paseando con sus carritos semivacíos entre los estantes de un supermercado de la zona este de Caracas, numerosos clientes se lamentan en voz alta: «Cómo ha subido todo, no hay derecho», «La fruta es un lujo y la carne también», «No ha llegado la leche», «Corre, que llegó el aceite y solo dejan comprar dos botellas», «Hoy finalmente pude encontrar papel higiénico».

Escuchándolos pienso que son comportamientos más propios de un país terriblemente pobre, saliendo de un conflicto, aislado del mundo y anclado en el tiempo. Todo lo que Venezuela no es.

Lo peor es acostumbrarse.

Darse cuenta de que, con el tiempo, convivir con una escasez cíclica se ha convertido en algo normal. Hace falta salir, si es posible a países con menos recursos, para percibir que algo va mal, para deplorar esa funesta combinación de las políticas públicas poco acertadas con la mentalidad de una gran parte de los ciudadanos, que parecieran querer vivir del Estado y de los pozos de crudo para siempre, sin aprovechar la bonanza petrolera para construir un país verdaderamente próspero.

***

-¿Por qué las estanterías de los supermercados venezolanos están vacías?

-Esta es una lucha entre un sector privado, que privilegia sus intereses y trata los alimentos como una mercancía, y un gobierno socialista que privilegia el bienestar de la mayoría -me responde Félix Osorio, en 2009 ministro de Alimentación de Venezuela.

Dos días antes, furibundo, Chávez había ordenado la intervención de unas plantas procesadoras de arroz del grupo privado Polar, que supuestamente no estaban cumpliendo con los porcentajes legales de producción del producto, cuyo precio está regulado. La empresa debía producir un 80% de arroz blanco y un 20% de arroz con condimentos y sabores, cuyo precio no está establecido por ley. Según Osorio, los porcentajes estaban invertidos.

Tomando cartas en el asunto y amenazando con una expropiación, el Gobierno desea poner orden e impedir la escasez. Pero su decisión está rodeada de una gran confusión en un país que almuerza y cena con arroz.

-El Presidente es muy expresivo, ya lo sabes tú. Primero hay que pensar cómo decirle esto: «Mire, comandante, estos carajos tenían 400 toneladas en el depósito y el 90% estaba fuera de la regulación». Él al principio no lo cree, luego se indigna y lo dice ante la cámara con ese dolor, porque él es demasiado humano. Lástima que la gente no lo entienda a veces así -me explica Osorio, exsecretario personal del jefe de Estado.

El tira y afloja entre el sector privado y el Estado no conoce tregua desde hace años. Los dólares para las compras en el exterior de los empresarios los concede el Gobierno, muchas veces a discreción. Como bien describía el presidente de Fedecámaras, Jorge Botti, sortear bien estos obstáculos es hoy la primera cualidad exigida a un industrial venezolano.

El Gobierno regula además los precios de diversos alimentos de la cesta básica y controla porcentajes de producción. Para el sector privado, el peso es excesivo y lleva en muchos casos a la quiebra, ya que solo el Estado tiene la posibilidad de trabajar perdiendo dinero y de vender más barato de lo que cuesta producir, en un país con una inflación que lleva años rondando el 30%.

Marcos, regente de una carnicería, vecino y amigo, me explicaba la dificultad cada día mayor para respetar las normas del Gobierno siendo un comerciante pequeño, para sobrevivir a cada inspección, para mantener gran parte de la carne a precio regulado y sacar al mismo tiempo el beneficio con el que pagar a sus empleados.

«Esta semana cierro», me decía siempre. Hasta hoy su local sigue abierto, me imagino que con tanto esfuerzo como astucia.

El control de cambio en vigor, prácticamente financiado y subsidiado por el Estado, hace que la situación sea aun más esperpéntica. Por muchos esfuerzos que el Gobierno invierta en controlar el mercado negro del dólar y por domar la tasa de cambio, la picaresca del venezolano parece estar siempre por encima de esas barreras oficiales de 4,3 bolívares por cada dólar.

Los dólares otorgados por el Estado nunca bastan en este país ávido de billetes verdes y netamente importador.

Y el objetivo es siempre conseguir divisas. Como sea. Del Gobierno y a precio oficial en el mejor de los casos, del mercado negro si no queda más remedio.

Dólares para importar productos y seguir trabajando, en el caso de comerciantes y empresarios; dólares para viajar al extranjero, en el caso de miles y miles de ciudadanos; o dólares para especular con la compra y venta en un mercado interno hambriento.

Recién llegada a Caracas, me costaba unos minutos entender el sentido de los negocios que mucha gente ideaba. Hace falta definitivamente nacer en Venezuela para trazar ese tipo de cálculos de forma tan natural. En la vida diaria, las cuentas se hacen ya según los valores del mercado paralelo de divisas. Es probablemente el mercado ilegal más nombrado y popular que he visto en mi vida.

Ni siquiera los miembros del Gobierno hacen sus números al tipo de cambio oficial entre el bolívar y el dólar. Para muchos de ellos, el dólar también vale ocho y el euro cuesta 11.

Porque si se usara la tasa oficial de cambio para calcular cuánto cuesta en dólares o euros vivir, comer o tomar un café en Caracas, los precios estarían por encima de cualquier ciudad europea: una comida en un restaurante sencillo supera los 40 dólares, un par de zapatos de marca desconocida no baja de 100 dólares, un croissant en una panadería ronda los tres dólares, un kilogramo de queso importado de base puede llegar a costar más de 130 dólares.

-Si sacáramos los cálculos así, mi negocio se acabaría. Aquí todo el mundo tiene una calculadora en la cabeza, pero hace las cuentas en negro -me decía un amigo regente de un comercio de comestibles de Caracas.

En 2011, una compra semanal modesta en un supermercado privado para una familia de cuatro personas no bajaba de 1.000 bolívares, es decir, prácticamente el salario mensual mínimo de la época. Basta irse tres semanas de Venezuela para sentir cómo todo vale más que antes de viajar.

Chávez acusa a la «burguesía» y al «capitalismo» de acaparamiento, contrabando y especulación. Seguro que le sobra razón.

Sin embargo, lo que al Presidente le cuesta ver es que esa burguesía y ese capitalismo a los que desprecia los tiene muchas veces en casa. El desorden en las importaciones y su distribución y la sospechosa ausencia de algunos productos en épocas preelectorales no pueden, materialmente hablando, ser solo culpa de los empresarios privados, puesto que ellos únicamente tienen una parte del mercado, ni tampoco se explican por el deseo de tumbar al Gobierno, como se asegura desde Miraflores.

La desorganización del ejecutivo y una corrupción que corroe las entrañas del Estado y del país entero, del más pequeño al más grande, del policía del barrio al alto funcionario, ponen en la cuerda floja el bienestar del venezolano.

-Chávez habla de la oligarquía mientras los suyos cambian la casa en Coche por el apartamento en Cerro Verde, despegan del aeropuerto de La Carlota rumbo a Miami, pasean en carros de lujo y beben whisky de 18 años a la vista de todos. La corrupción en el chavismo es tan grande que un día le van a robar la cartera a Chávez en pleno consejo de ministros -ironizaba Antonio Ledezma, alcalde metropolitano de Caracas y miembro de la oposición.

Y el hecho de que Chávez prefiera buscar otros culpables más fáciles o simplemente decida mirar hacia otro lado y seguir concentrado en sus batallas ideológicas solo abona esta situación.

Uno de los ejemplos más flagrantes de esta corrupción se produjo en 2010, cuando más de 70.000 toneladas de arroz, harina, pasta, leche o aceite que Venezuela importó fueron encontradas totalmente podridas, en contenedores apilados en el puerto de Puerto Cabello.

Los productos nunca llegaron a los supermercados del gobierno donde iban a distribuirse y alguien se enriqueció golosamente en el camino. El escándalo fue imposible de esconder ni de acallar en un país que sufre periodos cíclicos de escasez de productos de la cesta básica que deben importarse. Ni el arresto de algunos responsables de las redes de distribución de alimentos del Estado ayudó a digerir el bochornoso caso.

Al conocer una noticia así, muchos venezolanos se preguntaron cuántos otros casos de corrupción no se sabrán nunca.

Y mientras tanto, sigue habiendo estantes vacíos en los supermercados de los barrios de Petare o de Catia, donde hace su compra el pueblo revolucionario.

Solo en Caracas el valor de los alimentos aumenta en más del 40% en un año, y la regulación de los precios instaurada por el gobierno venezolano no parece funcionar, salvo en los mercados socialistas, que son minoritarios y donde también habría escasez.

Pareciera que Chávez desea convertir el Estado en el poderoso empresario y el gran banquero de Venezuela, pero se resigna a necesitar, por ahora, al sector privado, al que aprieta pero no ahoga.

-No tenemos nada en contra del sector privado. No tengo problema de que tengan sus ganancias justas, pero ellos caen en la burla y cometen un abuso contra el pueblo y contra el Gobierno. Tienen una gran falta de conciencia y moralmente no podemos aceptarlo -se despide Félix Osorio, ministro de Alimentación.