Letras

La resurrección en vida de Marina Abramovic

12 abril, 2012 02:00


Marina Abramovic ha resucitado sin haber muerto. Una ventaja que ella misma se ha otorgado a partir del psicodrama autobiográfico estrenado anoche en el Real y resuelto in extremis con la imagen de la martir serbia elevándose como una madonna sobre el purgatorio del foro cuando el Atleti y el Madrid empezaban la segunda parte.

Viene a cuento la paganísima mención futbolística porque la emergencia del derbi puede explicar que se ahuecara con moderación el patio de butacas en el entreacto, aunque también es probable que la tibia "espantá" del melómano ortodoxo tuviera que ver con un desengaño conceptual: La vida y muerte de Marina Abramovic no es una ópera.

Y para ser claros, tampoco pretende serlo, de modo que su ubicación estelar en la temporada responde a una sacudida cosmopolita justificada en la reunión de un actor sobresaliente, Willem Dafoe, un director de escena totémico, Bob Wilson, un compositor de culto, Antony, y una exegeta de la performance, Marina Abramovic, que aporta en clave cronológica sus avatares existenciales sin llegar a convencer ella misma ni como actriz ni como cantante.

Una y otra faceta se la habían puesto muy caras, cuando no imposibles, el histrionismo cabaretero de Dafoe y la personalidad musical de Antony, que se repartieron merecidamente los vítores de la velada en el trance ritual de los saludos porque el primero soporta como un atlante el peso de la dramaturgia y porque el segundo, regocijado en su ambigüedad, se desenvuelve en la tarima con el magnetismo de una prima donna.

Quede claro que no es un comentario despectivo, sino una manera de explicar la devoción y la sugestión de la platea, hasta el extremo de que las intervenciones individuales de Antony asemejaban las grandes arias de una ópera posmoderna y asumían implícitamente el latido o el temblor líricos del acontecimiento.

No fue el de anoche exactamente un estreno mundial. El caleidoscopio biográfico y mitómano de Marina Abramovic se dio a conocer el verano de 2010 en Manchester. Adquirió entonces naturaleza escénica y proyección cosmopolita una idea que la propia "performer" serbia había sugerido a Robert Wilson con los síntomas de un exorcismo o las pretensiones de un orgasmo cerebral: "¿Por qué no creamos un espectáculo sobre mí misma?".

La pregunta ha encontrado su respuesta con todas las implicaciones sobre la vanidad y el egocentrismo que puedan sospecharse, aunque también podría sostenerse que Abramovic parte de sí misma para hablar de los demás y que la correspondiente empatía permite a Wilson repasar las tribulaciones universales. Muchas de ellas se reconocen en los explícitos símbolos iconográficos -la religión ortodoxa, la endogamia familiar, la disciplina castrense - y se convierten en la prueba de que Marina Abramovic se hace verbo y carne y sombra -se repite una y otra vez la idea de la trinidad- para identificarse en la dicha y desdicha de los congéneres. Y para resucitar entre ellos.

El planteamiento hacia fuera no contradice el valor terapéutico con que Abramovic ha puesto su vida en las manos de Wilson. Que no es precisamente un psicoanalista de Manhattan, sino un esteta que utiliza guantes de látex y asepsia de neón para transformar las pulsiones de Abramovic en un carrusel de cuadros y de escenas hermosamente congratulados en la épica operística. Incluso cuando la hagiografía degenera en tragicomedia o en delirios guiñolescos.

El predominio absoluto de la plasticidad sobrentiende que a Wilson le interesa menos ocuparse de Abramovic como epígono de Electra -la madre o la matriarca asumen un aspecto traumático en la ejecutoria de la artista- y que le interesa más transformar las vicisitudes espirituales de la musa en el pretexto de las ensoñaciones divagatorias.

Especialmente en la segunda parte. Más inasible y hermética que la primera, menos convincente en el recurso de ciertos tópicos iconográficos y delirante en la resurrección chic de Marina Abramovic, cuya imagen piadosa sobrevuela el féretro que ella misma ocupaba en la apertura del espectáculo simulando su propio funeral. O disimulándolo.