Image: Joseph Conrad y su mundo

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Letras

Joseph Conrad y su mundo

Jessie Conrad

22 diciembre, 2011 01:00

Joseph Conrad.

Traducción de Gabriela Bustelo. Sexto Piso. Madrid, 2011. 433 páginas, 25 euros

A Jessie Conrad (1873-1936) le cupo el hoy poco reconocido privilegio de haber consagrado su vida a atender, acompañar y cuidar a un hombre notable. En su caso, a uno de los grandes escritores de su tiempo, el afamado Joseph Conrad, a quien conoció cuando ella tenía veinte años y el autor casi le doblaba en edad. Tras un cortejo sumario, éste pidió su mano, justificando su pretensión con el curioso argumento de que "le quedaba poco tiempo de vida", lo que parecía anunciar que el principal cometido de la joven esposa iba a ser cuidar de un hombre enfermo.

En Joseph Conrad and his Circle, el libro de recuerdos que esta mujer consagró a sus años de vida en común con el autor polaco afincado en Inglaterra, apenas se explican las razones por las que aquella muchacha sencilla, a la que las fotos muestran siempre con buen semblante y una mirada franca, aceptó unirse de por vida a aquel extranjero brusco y extravagante, respecto al cual pronto dictaminó que necesitaba, no sólo una esposa, sino también una enfermera, una asistenta permanente, una secretaria y una madre. Pesaba sobre ella, evidentemente, el peso de la educación victoriana; y también -eso no lo dice- el casi seguro deseo de escapar a un previsible destino de solterona.

Fuera como fuere, el caso es que en los recuerdos de esta animosa mujer no hay apenas lugar para el reproche o la autocompasión. Todo lo contrario: reconoció pronto la valía de aquel hombre taciturno, en el que concurría el singular logro de haberse convertido en un gran escritor en una lengua en la nunca consiguió expresarse oralmente con fluidez. Jessie veló con celo por los intereses de su marido y no pocas veces intervino decisivamente para preservarlos. Y fue una aguda observadora de cuando ocurría a su alrededor, en un pequeño círculo que, pese a su carácter íntimo y su relativo apartamiento de los centros de poder de la sociedad literaria post-victoriana, puede verse como una adecuada reducción a escala de la misma.

De ese círculo formaron parte los norteamericanos Henry James y Stephen Crane, para quienes la mujer de Conrad tiene palabras de reconocimiento y afecto; el elegante memorialista y biógrafo -algunos de cuyos libros se han reeditado recientemente en España- Cunninghame Graham; el magnate editorial Frank Nelson Doubleday, etc., a quienes hay que sumar un nutrido grupo de amigos prudentes e incondicionales, que sirvieron de colchón entre las ásperas realidades de la vida práctica y la extraña inadaptación a la misma de aquel hombre que había sido marino y conocido condiciones de vida notablemente más difíciles. Para todos esos amigos tiene Jessie Conrad palabras de reconocimiento y respeto; con la salvedad, quizá, del que fuera amigo íntimo y colaborador de su marido, el escritor Ford Maddox Hueffer, luego conocido como Ford Maddox Ford, de quien el polaco se distanció en sus últimos años, y a quien la fiel viuda no perdona los intentos que aquél hizo de magnificar su aportación a las obras que ambos autores escribieron en colaboración.

Parece claro que esta mujer práctica no se sentía menospreciada o intimidada por este círculo de intelectuales ilustres; quizá, entre otras razones, porque conocía bien el paño y sabía las debilidades íntimas de todos ellos, en quienes veía trasuntos del hombre desvalido e inadaptado (e intratable, a ratos) con quien vivía. Si de algo están desprovistas estas memorias es de resentimientos o amargura: si bien hay páginas que, veladamente, dejan traslucir que también en este matrimonio singularmente bien avenido hubo altibajos y sombras. Sobre éstos pasa la autora como sobre ascuas, como cuando reseña someramente los tratos que la familia tuvo con cierta aventurera americana que, al parecer (el texto se vuelve aquí tremendamente elíptico y abierto a todo tipo de interpretaciones), encandiló tanto a Conrad como a su hijo mayor... Intimidades de las que, de todos modos, no hay que dar cuenta a extraños. Esta proverbial discreción, en curiosa armonía con cierta facundia para extenderse sobre asuntos domésticos, parece ser la norma de estas atípicas memorias, que quizá no aportan mucho al conocimiento de la obra y figura del autor que les da título, pero sí arrojan alguna luz sobre la naturaleza humana en general.