Image: Un libro para la huelga

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Letras

Un libro para la huelga

Constantino Bértolo repasa el antiguo maridaje entre las revoluciones y la literatura a través de textos de Clara Campoamor, John Milton, Stefan Zweig...

28 septiembre, 2010 02:00

El levantamiento, de Gustave Doré.

Constantino Bértolo reúne en el Libro de huelgas, revueltas y revoluciones (451 Editores, 2009) relatos de Teresa Aranguren, Clara Campoamor, Sofía Casanova, José Díaz Fernández, Frantz Fanon, Howard Fast, Gustave Flaubert, Fray Antonio de Guevara, John Milton, Juan de Padilla, Benito Pérez Galdós, Olivier Rolin, Isaac Rosa, William Styron, Wladyslaw Szpilman, Mark Twain, Jules Vallès, Wu Ming y Stefan Zweig en torno a las sublevaciones de la historia.

Son, todos ellos, relatos revolucionarios, por su calado y por su tema, textos que abordan el asunto de la rebelión desde sus formas pretéritas -no en vano la obra arranca con la historia de Lucifer-, pasando por Espartaco, la Comuna de París, la revolución mexicana, Mayo del 68 y la Intifada o los movimientos antiglobalización. Todos ellos aderezados con las convenientes ilustraciones de William Blake, Isaak Izráilevich Brodski, Pieter Brueghel el Joven, Andrea Camassei, Marc Chagall, Honoré Daumier, Jacques-Louis David, André Adolphe Eugène Disdéri, Gustave Doré, Equipo Crónica, Juan Genovés, Antonio Gisbert, Helios Gómez. Benjamin Robert Haydon. Robert Koehler, Juan O'Gorman, Power O'Malley, Jacques Pavlovsky y Joaquín Sorolla.

Si va a hacer huelga, tal vez sea una excelente lectura para ocupar ese tiempo que no dedicará al trabajo. Mientras se decide, le dejamos un capítulo de este original volumen, el que recoge el texto de John Milton en torno a la rebelión de Lucifer.

Satán convoca sus huestes
John Milton

No existía aún estemundo y el caos informe reinaba donde ahora se mueven estos cielos y donde actualmente la Tierra permanece en equilibrio sobre su centro, cuando un día (pues el tiempo, aplicado al movimiento, incluso en lo eterno mide por el presente, el pasado y el porvenir todas las cosas que tienen una duración), el día en que se inicia el gran año del cielo, los ejércitos celestiales de los ángeles, llamados desde todos los confines del cielo por un mandato soberano, se reunieron innumerables ante el trono del Omnipotente en jerarquías y órdenes brillantes. Diez mil banderas desplegadas se presentaron, y los estandartes y pendones que en la vanguardia y en la retaguardia flotaban en el aire servían para distinguir las jerarquías, los rangos y los grados, y en las resplandecientes enseñas lucían los hechos santos celebrados, los actos eminentes de amor y celo. Una vez que las legiones se hubieron aposentado en inmensas esferas concéntricas, el Padre infinito, a cuyo lado se sentaba el Hijo en el seno de la beatitud perfecta, habló como desde lo alto de un monte resplandeciente cuyo brillo hubiese hecho invisible su cima: -Oíd todos, ángeles, progenie de la luz, tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades, oíd todos mi decreto, que será irrevocable. En este día he engendrado al que declaro mi único Hijo y sobre este santo monte he ungido al que ahora veis sentado a mi diestra. Lo he proclamado jefe vuestro y he jurado pormímismo que en el cielo todas las rodillas se doblarían ante Él y lo reconocerían como su Señor. Bajo el reinado de este gran virrey permaneced unidos y para siempre felices como una sola alma indivisible.

»El que lo desobedezca me desobedecerá a mí y romperá toda unión. Ese día, arrojado de la presencia de Dios y de la visión beatífica, caerá en el abismo profundo de las tinieblas exteriores y su castigo no tendrá redención ni fin.

Así habló el Todopoderoso. Agradables a todos parecieron sus palabras, pero aunque todos dieron muestras de estar satisfechos, no todos lo estaban. Aquel día, como el resto de los días solemnes, lo emplearon en cantos y danzas alrededor de la colina sagrada. Estos bailes y cánticos son místicas danzas que de modo fiel reproduce la esfera estrellada de los planetas y de las estrellas fijas, y en ellos la divina armonía mesura sus movimientos y rige tan gratamente sus encantadores acordes que el mismo oído de Dios se complace en escucharlos.

La noche se acercaba y, acabadas las danzas, los espíritus mostraron su deseo de disfrutar de una agradable cena. Cual estaban, en círculos, se disponen las mesas, y al instante se llenan de los maravillosos manjares de que se alimentan los ángeles. El néctar de rubí en las copas de perlas, de diamantes y de oro macizo, fruto de las vides deliciosas que crecen en el cielo. Tendidos sobre flores y con frescas guirnaldas coronados, apagaron su sed en amable comunión, saboreando sin ansia la inmortalidad y la alegría. Ninguna desmesura era de temer en un lugar donde una prudente abundancia fijaba el límite a todo exceso y en presencia del Dios de toda bondad, que los colmaba de sus dones con mano pródiga y se gozaba en su placer.

Entretanto, la noche de nubes de ambrosía que el alto monte de Dios exhala, pues de él nacen la luz y la sombra, había trocado la brillante faz del cielo en un grato crepúsculo (porque allí la noche no viene con un velo más fúnebre), y un rocío perfumado de rosa convidó a todas las cosas al descanso, excepto los ojos de Dios, que no duermen jamás. En una vasta llanura, mucho más dilatada que el globo de la Tierra si este se desplegara en forma de plano (tal es el atrio de la casa de Dios), el ejército angélico, dispersado en filas y en bandas, acampó en las márgenes de vivos arroyuelos, al pie de los árboles de la vida. Acto seguido, se levantaron innumerables pabellones, celestes tabernáculos donde, acariciados por frescas brisas, dormitan todos los ángeles, excepto aquellos que se turnan durante la noche para cantar himnos melodiosos alrededor del trono supremo.

También, aunque por distinta causa, velaba Satán (llamado así ahora porque su primer nombre no se pronuncia ya en el cielo). Este era, si no el primero de los arcángeles, al menos sí grande en poder, en favor y en preeminencia. No obstante, devorado por la envidia hacia el Hijo de Dios, que aquel día había sido honrado por su Padre y proclamado Mesías y rey ungido, no pudo soportar aquel espectáculo y se creyó degradado. Concibiendo por ello un gran despecho y una profunda malicia, tan pronto como la medianoche trajo consigo la hora más oscura y más amiga del sueño y del silencio, resolvió retirarse con todas sus legiones y, menospreciando el trono supremo, dejarlo desobedecido y sin adoración. Despertó a su primer subordinado y le habló en voz baja de esta suerte:

-¿Estás durmiendo, querido compañero? ¿Qué sueño puede cerrar tus párpados? ¿Has olvidado ya el decreto que tan tarde salió ayer del labio del soberano del cielo? Tú acostumbras a comunicarme tus pensamientos, así como yo te hago partícipe de los míos; despiertos no formamos más que uno, ¿por qué ahora, pues, tu sueño podría ponernos discordes? Ya ves que se nos han impuesto nuevas leyes, y esas nuevas leyes del que reina pueden originar en los que lo servimos nuevos sentimientos y nuevos acuerdos de consecuencias imprevisibles. Pero no considero prudente ser más explícito en este lugar. Reúne a los jefes de todas nuestras numerosas tropas y diles que, ordenados y antes de que la oscura noche haya corrido su denso velo, con todos cuantos militan bajo mis banderas, debemos diligentemente tender nuestro vuelo hacia el lugar donde están nuestros cuarteles del norte a fin de hacer los preparativos necesarios para la recepción de nuestro rey, el gran Mesías, y recibir sus nuevos mandatos. Su intención es visitar prontamente en triunfo todas las jerarquías y dictarles sus leyes.

Así habló el pérfido arcángel y derramó un maligno influjo en el seno de su incauto compañero. Este reúne a todos los jefes que están bajo sus propias órdenes y les dice que, por orden del Altísimo, antes de que la sombría noche haya abandonado el cielo, el gran estandarte jerárquico debe ponerse en marcha; les indica además la artificiosa causa y difunde entre sus filas palabras ambiguas y envidiosas con el propósito de sondear o corromper su integridad. Todos obedecieron a la señal acostumbrada y a la voz superior de su gran potentado, porque grande era en verdad su nombre y alto su rango en el cielo. Su aspecto, semejante al astro que brilla al nacer el día y sirve de faro al rebaño de estrellas, los sedujo, y sus imposturas arrastraron tras de sí a la tercera parte de las huestes celestiales.

Sin embargo, el ojo de Dios, que desde lo alto de su santa montaña y entre miles de lámparas de oro que arden de noche en su presencia descubre los más secretos pensamientos, vio, sin necesidad de su luz, la naciente rebelión; vio quiénes en ella tomaban parte, cómo se difundía entre los hijos del día y cuál era la multitud que se conjuraba para oponerse a su augusto decreto.