Letras

De cómo mi padre y Luis Rosales se zamparon una botella de coñac

Rosales, 100 años

28 mayo, 2010 02:00

Por Félix Grande


Buenas noches, maestro. Vengo desde muy lejos y es de noche. Fumo mis cigarrillos, me siento en paz y estoy hablando con un muerto. He tardado en llegar, Luis, pero ya estoy aquí. No importa la tardanza. Ya casi nada importa. Importa mucho lo que importa, y lo demás no importa. He tardado en llegar, tenía que ser así. Tenía que ser así, lentamente, y como caminando entre sombras. Cuánta sombra, maestro, cuánto ruido. Entre el ruido y la furia, cuánta sombra. Por los desfiladeros del odio, la ignorancia, las ilusiones y los autoengaños, cuánta sombra. Contra toda esa sombra, la vida nos ofrece pomadas. No solución, no salvación: pomadas. Una de ellas se llama desengaño. Durante muchos años nos hablaste del desengaño. Tú sabías que un hombre que no conoce el desengaño es un hombre en agraz, una noria de inmadurez, una brújula de extravío. Tú supiste muy pronto que un hombre que no sabe habitar en el fondo del desengaño (Federico decía: "en las últimas habitaciones de la sangre") no le es útil a nadie de forma duradera, y aún menos a sí mismo. Te veíamos celebrar la utilidad personal y civil del desengaño, y pensábamos: tiene razón. Y comenzábamos a incorporar el desengaño como una forma de energía hacia el esfuerzo de ser personas habitables...

Pero el aprendizaje era defectuoso: aprendíamos de oído. Te escuchábamos y nos quedaba claro que el desengaño habría de ser el esqueleto de nuestra conducta. Mas por entonces aquel aprendizaje se quedaba a este lado de la puerta del verdadero coraje de vivir. Creíamos en la tonalidad y en la perfecta afinación del desengaño porque tú nos hablabas de ello con palabras llenas de fuerza de gravedad, como iluminaciones de la sombra, que es lo que las palabras son desde la dignidad y la inocencia de su origen, y lo que deberían ser siempre en la angustia expresiva de cualquier escritor. Creíamos en la bravura y la piedad del desengaño porque nos lo contaban tu inteligencia y tu sabiduría. Sólo después nos fuimos dando cuenta de que el maná del desengaño únicamente acude hacia las manos del dolor, sólo alimenta mezclado con dolor. Afortunadamente, cuando el estupor del dolor sucesivo fue llegando a nosotros, la tierra estaba ya abonada: gracias a la gravedad, la precisión y la piedad de tus conversaciones en defensa del desengaño habíamos aprendido que no hay que huir del dolor: hay que integrarlo. Incorporarlo al fluir de la conciencia. Pasa, dolor, ésta es tu casa, ponte cómodo. Y así fuimos haciéndonos doloridos y adultos, y fuimos acumulando madurez y experiencia: así, desde el dolor.

Y por fin llegó un día en que advertimos que la serenidad del desengaño se había reunido con nuestra identidad, se había reunido con ella para siempre. A partir de ese día ya todo fue más fácil. Nos bastaba pensar Todos somos mortales, y esa evidencia, en su coyunda con el desengaño, alumbraba la infancia de un acontecimiento remoto y absoluto, humilde y poderoso, comunitario y solitario: es lo que tu llamabas la alegría. La alegría verdadera: la que llega y nos dice Te quiero, y mientras no vuelvas a tenerle pavor al sufrimiento, me tendrás a tu lado. ¿Es esto la alegría? ¿Es esa la alegría heredera del desengaño? ¿Aprendí bien, maestro?

Aún faltan varias horas para el amanecer. No hay prisa, Luis. Ya nunca tengo. Enseguida te cuento lo que he aprendido en estos años. Antes te doy noticia de una resurrección. Es la de aquella noche que compartiste con mi padre y conmigo y con algunos escritores que también eran tus discípulos. Nunca estuvieron todos juntos: ¡eran tanto! Pero recuerdo aquella noche en la que ocho o diez nos bebimos una garrafa del vino que nos trajo Maruja, allí en Altamirano 34, en la casa encendida, mientras mi padre y tú compartisteis una botella de coñac. ¿Recuerdas?

Fue en una noche del invierno del año 1963-64. A Eladio Cabañero le acababan de dar el Premio Nacional de Poesía por un libro de amor. A mí acaban de darme el Adonais por un libro para el que sueño que sus lectores hayan tenido la generosidad de atribuirle el magisterio de Machado. El alcalde y otras autoridades de Tomelloso se llenaron de contento y celebraron ambos premios invitando a cenar en un restaurante principesco a varios tomelloseros que quisieron desplazarse a Madrid y a nuestros mejores y mayores amigos residentes aquí en la capital. Antes de ocupar asiento en el banquete habíamos empezado a beber en la barra. Que si cerveza, que si vino tinto, que si copita de jerez: algunos, ya preposmodernos, se tomaron un par de whiskis con el pretexto de que no existe en este mundo medicina mejor para la buena conservación de las arterias, que quien no mira por sus arterias es que no rige, corazón. Mi padre y tú os bebisteis tres o cuatro copazos de coñac cada uno. Consiénteme que me ponga melancólico, morriño y remembranzo, como todos los viejos: ¡Ya no se llevan cenas como aquéllas. Con discursos y todo. No le faltó un detalle a la jodía! Eladio y yo (éramos como hermanos: compartir aquel agasajo fue un lametón de la felicidad) nos sentíamos esponjados con los elogios de Gerardo Diego, del alcalde de Tomelloso, de Rafael Montesinos, de Meliano Peraile, de Luis Rosales, de Enrique Azcoaga, de Pepe García Nieto, de Leopoldo de Luis, de Pepe Hierro... ¡Vamos, que allí todo el que quiso enhebró su discurso! ¡Democracia y libertad de expresión en plena era franquista, es que no se le puede pedir más a una cena! ¡Y Paquita!: ¿vas a poner en duda que aquella noche Paquita era la mujer más guapa de todos los confines de la Tierra? ¿Recuerdas su belleza y su felicidad? Pues claro que te acuerdas. Y con la memoria contenta.

Me han dicho que los muertos se divierten muchísimo y que son una barbaridad de dichosos y de importantes en la memoria de quienes los recuerdan y los quieren, y que quizá en ningún instante de su vida gozaron tanto del sacramento de la fraternidad ni de esa reinocencia a que llamamos la alegría. Eso es lo que me han dicho y yo lo creo, y cada año que sube hasta mi cuero cabelludo estoy más convencido de que a esa misteriosa verdad, la resurrección de los muertos en el afecto de sus sobrevivientes, no hay nadie que consiga ponerla en duda, ¡no te jode, como que vamos a consentir que los enfermos de nihilismo enreden en los asuntos de la eternidad! ¡Nada, nada, nihilistas, antes de tocar el pan de la perduración, a lavarse las manos, que las buenas maneras no cuestan cuartos, coño! .... Y es por eso, mi querido maestro, por lo que estoy conversando a la vez contigo y con la muerte. Lo cierto es que no estoy muy seguro de que tu endecasílabo favorito, aquel que le asegura a su lector Porque la muerte no interrumpe nada, sea, como tú querías, la llave que abre la puerta de la confrontación: a veces ese verso piadoso me parece un aullido. ¡Pues claro que hay asuntos, incluso principales, a los que la muerte interrumpe! Un ejemplo: aquella botella de coñac. Fue única, no hay dios que la repita. Pero de pronto me acuerdo de Machado, ese everest de nuestro idioma al que los íntimos llamamos Don Antonio. Él nos dijo: Sin embargo, ah, sin embargo... Esas cinco palabras encontradas por Don Antonio en el viejo baúl de su sabiduría juntan una de esas verdades que a fuerza de necesarias y enigmáticas resultan ser irrefutables. Quiero decir que mi padre, que murió el veinticinco de febrero del año ochenta y ocho, y tú, que moriste el veinticuatro de octubre del año noventa y dos, sois ya pura ceniza, o como quiera que se llame esa materia de impavidez vertiginosa ante la que no existe ni tan sólo un cerebro que no sienta las dimensiones de su insignificancia ...pero que sin embargo, ah, sin embargo, ya lo ves, sin un pase de magia, ni una jaculatoria, ni la pronunciación de palabras secretas, sin superpoderes ni nada, voy y le pido a la memoria su inestimable colaboración y me alumbra otra vez aquella noche; diez o doce discípulos bebiendo vino peleón, y vosotros ultimando una botella de coñac, sorbito a sorbito, mientras se desarrolla una conversación que ya ha crecido hasta alcanzar el confín de la madrugada...

Veo a mi padre levantando las cejas, que es lo que solía hacer cuando estaba contento y cuando iba a pronunciar con cachondeo una sentencia filosófica, y te veo a ti metiendo un dedo al fondo de tu copa, rebañando la gota inexistente y lamiéndote el dedo y poniendo cara de qué bien que sabe este coñac: la carcajada de mi padre y la tuya sonaron con un poderío avasallador, como si fuesen una sola. ¿Qué decirte de aquella carcajada, qué decirle a mi padre? ...Se acabó la reunión, nos fuimos todos a dormir... Algunos ya duermen para siempre.

Cronología

1910. 31 de mayo. Nace Luis Rosales Camacho en Granada.

1916-30. Estudia bachillerato en el Colegio de los Escolapios. Cursa Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada.

1930. Se traslada a Madrid para estudiar Filología Románica.Conoce al pintor José Caballero, amigo a su vez de Pablo Neruda, García Lorca y José Romero Escassi.

1932-34. Publica sus primeros poemas en la revista "Cuatro Vientos", y colabora con "Vértice", "El gallo" y "Cruz y Raya".

1935. Publica su primer libro de poemas, Abril.

1939. La mejor reina de España, obra de teatro en colaboración con Luis Felipe Vivanco.

1940. Retablo sacro del Nacimiento del Señor.

1941-50. Trabaja como secretario de la revista "Escorial".

1941. Publica la primera parte de El contenido del corazón.

1949. Publica La casa encendida, con ilustraciones de José Caballero.

1951. Publica Rimas, premio Nacional de Poesía.

1952.Dirige la revista Cuadernos hispanoamericanos.

1960. Cervantes y la libertad.

1962. Es elegido miembro de la Real Academia, aunque no leyó su discurso de ingreso hasta 1964.

1969. El contenido del corazón y Pasión y muerte del conde de Villamediana.

1969. Rimas y La casa encendida.

1972 Segundo abril, Teoría de la libertad y Lírica española.

1979. Diario de una resurrección.

1982. Premio Cervantes. Publica Un rostro en cada ola.

1992. El 24 de octubre muere en Madrid. Es enterrado en el cementerio de Cercedilla.