Image: Escritos sobre música

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Letras

Escritos sobre música

por Edward Said

7 junio, 2007 02:00

Edward Said

Debate, Madrid, 2007

El pensador e intelectual de origen palestino Edward W. Said habla de la música clásica occidental y deja muy claro que esta, como cualquier otra manifestación artística, está indisolublemente asociada a su entorno. Música y clase social, música y nacionalismo, música y religión, son solo algunos de los ejemplo que Said analiza, brindando escalrecedores ejemplos, como el de Beethoven y la Ilustración o Wagner y Schopenhauer... Adelantamos a continuación la Introducción de 'Elaboraciones musicales', la obra de reciente edición en la que profundiza en todos estos temas.

Introducción

Cuando el profesor Mark Poster (de la Universidad de California, en Irvine) me invitó a pronunciar las conferencias sobre Teoría Crítica de la Biblioteca Wellek en 1989, también me sugirió que eligiera un tema musical. Y yo acepté con mucho gusto ambas invitaciones, que han dado como resultado este libro.

Menciono estas circunstancias porque tienen mucho que ver con la naturaleza de este libro, por una serie de motivos que debo explicar de inmediato. En primer lugar, al tratarse de tres capítulos que, en un principio, fueron tres conferencias consecutivas, mis charlas se vieron beneficiadas del magnífico entorno (el club de la facultad de Irvine) y de las facilidades de la comunicación moderna. La sala no solo estaba bien equipada con un buen sistema de reproducción de sonido, cortesía del departamento audiovisual de la universidad, sino también con un excelente piano.Así pues,muchas de mis afirmaciones y argumentos eran ilustrados mediante grabaciones o, cuando no podía justificar mi punto de vista de un modo suficientemente claro con alguna grabación, yo mismo tocaba los fragmentos en el piano. Esta inmediatez, junto con muchos de los comentarios improvisados que suscitó la ocasión, se pierden en parte en esta versión impresa, aunque este texto es casi el mismo que el de mis conferencias. Lo ideal habría sido reproducir mis ejemplos musicales en una casete o en un CD que acompañaran a este volumen, pero por motivos prácticos esta opción habría resultado carísima y muy incómoda. Por lo tanto, he decidido incluir extractos de textos musicales, y en casi todos los casos he ampliado mi comentario sobre el extracto para compensar la ausencia de una actuación musical directa.

En segundo lugar, este libro no pretende ser una contribución a la musicología sistemática ni a una serie de ensayos literarios sobre la música y su relación con la literatura (este último es mi principal campo de conocimiento). Antes bien he intentado tratar tres aspectos de la música clásica occidental desde el punto de vista de alguien que ha mantenido una estrecha relación con la música y que, en el transcurso de los años, ha meditado sobre la música del mismo modo que el pensamiento contemporáneo ha tratado la literatura. La música, como la literatura, se practica en un ambiente social y cultural, pero también se trata de un arte cuya existencia se basa, sin duda alguna, en una interpretación, recepción o producción individual. Tal vez solo hablo por mí mismo cuando digo que, al final, el hecho de tocar una pieza musical es lo que proporciona una mayor satisfacción y placer, aunque, por supuesto, somos capaces de tocar (o componer) gracias a una inmensa variedad de otros factores, muchos de los cuales son sociales o históricos. Por lo tanto, en este libro he intentado ser, por un lado, tan consciente como cabría de la pureza ideal de la experiencia individual y, por el otro, de su entorno público, aun cuando la música es una actividad muy interior, muy privada.

El gran número de estudios que existen sobre música tratan estos dos polos y gran parte de lo que hay entre ellos de distintas e interesantes formas, muchas de las cuales me han resultado de gran utilidad. Pero estoy de acuerdo en lo que afirma Joseph Kerman en Contemplating Music: Challenges to Musicology, cuando dice que este trabajo es, fundamentalmente, "positivista" (cita a Donald Mitchell al
respecto) y, me atrevería a añadir, reverencial. Existen nuevas tendencias -entre las que Kerman cita con gran aprobación El estilo clásico de Charles Rosen-, pero para alguien que pertenece a un campo humanístico adyacente, dichas tendencias, e incluso el propio Rosen, no parecen haber seguido el ritmo de muchos de los grandes adelantos que ha habido en otras ramas de la interpretación humanística. 1 Esto no es cuestión de modernidad ni de ortodoxia y jerga crítica. Sabemos más sobre la forma en que se rigen las culturas gracias a Raymond Williams, Roland Barthes, Michel Foucault y Stuart Hall; sabemos examinar un texto bajo unos parámetros que Jacques Derrida, Hayden White, Fredric Jameson y Stanley Fish se han encargado de expandir y alterar de forma considerable; y gracias a feministas como Elaine Showalter, Germaine Greer, Hélène Cixous, Sandra Gilbert, Susan Gubar y Gayatri Spivak resulta imposible evitar o pasar por alto las cuestiones del género en la producción e interpretación del arte.

Siempre ha habido un saludable intercambio entre la composición musical o sobre la música y la teoría interpretativa general. Hablar únicamente de compositores del siglo xix, Beethoven y la Ilustración, o Wagner y Schopenhauer, es una relación bastante clara basada en una influencia o una deuda reconocida. Pero creo que si dejamos a un lado el nivel básico de análisis musical técnico (incluido el análisis schenkeriano), la literatura moderna más interesante, más valiosa y más distinguida sobre el tema musical es, por usar una expresión de Edward Cone, una literatura que se ve a sí misma, y de forma consciente, como una "disciplina humanística". Maynard Solomon sobre Beethoven,Winton Dean sobre Händel, Donald Mitchell sobre Mahler, Vladímir Jankélévitch sobre Fauré, Paul Griffiths sobre Messaien: estos grandes escritores me vienen de inmediato a la cabeza como modelos del tipo de trabajo al que se refiere Cone, con unos resultados en verdad impresionantes que tienen interés tanto para el especialista como para el lector general culto. Si añadimos nombres como los del propio Kerman, Cone, Leonard Meyer, Richard Taruskin, Philip Gossett, Leo Treitler, Wilfrid Mellers, el filósofo Peter Kivy, historiadores culturales como Paul Robinson y Herbert Lindenberger, tendremos ante nosotros a lo mejor de la humanística moderna y de la erudición crítica sobre música.

No obstante, pocos de los excelentes eruditos musicólogos de este grupo escriben sobre música del mismo modo que, por ejemplo, Williams escribió sobre literatura, o Foucault sobre la historia de las disciplinas. En mi opinión, Lindenberger y Robinson destacan en este aspecto porque trabajan fuera de la musicología. Con esto no pretendo menospreciar el trabajo de los musicólogos, ni sugerir de modo elitista que no son lo bastante progresistas. Tan solo afirmo que, como la autonomía de la música con respecto al mundo social se ha dado por sentada durante, como mínimo, un siglo, y como los requisitos técnicos impuestos por el análisis musical son tan distantes y estrictos, la obra musicológica autosuficiente se caracteriza por una supuesta abundancia que hoy día está mucho menos justificada que antes. Cuando incluso los escritores más especializados y herméticos como Joyce o Mallarmé son susceptibles de ser sometidos a un análisis psicológico o ideológico que dista mucho de ser reduccionista, no hay motivos para excluir a la música de un escrutinio similar.

Lo que pretendo decir es que el estudio de la música puede ser más, y no menos, interesante si entendemos la música como una actividad que tiene lugar, por así decirlo, en un entorno cultural y social. O dicho de otro modo, que los papeles que interpreta la música en la sociedad occidental son extraordinariamente variados y rebasan, con creces, la actitud distante profesional, académica, enclaustrada y antiséptica que parece caracterizarla. Basta pensar en la estrecha relación entre música y privilegio social; o entre música y nación; o entre música y veneración religiosa, y la idea quedará lo bastante clara. La mayor dificultad, sin embargo, reside en concebir modos de articular la actividad musical en ese otro contexto más grande, una dificultad que no se ha abordado de forma sistemática hasta ahora.

Algunos jóvenes estudiosos como Rose Subotnik, Carolyn Abbate, Jeffrey Kahlberg, Susan McClary -por nombrar solo unos pocos- ya han empezado a aprovecharse, sin menoscabo de la erudición o precisión musical, de lo que la deconstrucción, la historia cultural, la narratología o las teorías feministas pueden ofrecerles.

Pero a pesar de toda su brillantez, su trabajo aún se encuentra en una fase relativamente temprana y, deduzco, goza de una posición minoritaria, cuando no marginal, en el ámbito de la musicología. Es cierto que están cambiando algunas cosas, pero, por lo general, la musicología profesional es como cualquier otro campo de conocimiento, en el sentido de que tiene que defender un consenso corporativo o gremial que a veces exige que se mantengan las cosas tal y como están, que no admite ideas nuevas o extravagantes y que defiende los límites y cotos establecidos. Y a pesar de que no rechazo toda la tarea, ni tan siquiera una parte importante, que llevan a cabo los musicólogos mediante el análisis o la evaluación, me sorprende lo mucho que no es objeto de su atención crítica, y lo poco que hacen los mejores eruditos cuando, por ejemplo, estudian los cuadernos de un compositor o la estructura de la forma clásica, ya que son incapaces de relacionar tales aspectos con la ideología, o el ámbito social, o el poder, o la formación de un ego individual (y mucho menos, soberano).

Quizá Theodor Adorno fue el último pensador dedicado al estudio de la música clásica occidental que intentó alcanzar muchas de estas metas. No sé a ciencia cierta cuál es su influencia o posición en la musicología actual, pero sospecho que su lenguaje teorizante e intransigente, filosófico y complicado, y su pesimismo tan especulativo no le han permitido granjearse la simpatía de los atareados profesionales. Su discípulo Carl Dahlhaus siguió la línea de Adorno con mucha más amplitud y visibilidad que su mentor, pero incluso en la obra de Dahlhaus (tal y como atestigua un reciente estudio llevado a cabo por Philip Gossett y publicado en The New York Review of Books) se aprecia una tendencia en otros musicólogos a cebarse en las debilidades de Adorno, en lugar de hacer frente a sus postulaciones o de emular la amplitud teórica y el alcance magistral de su mejor trabajo.

Así pues, resulta comprensible que sean personas ajenas a este mundo y sin ninguna reputación musicológica en juego las que se aventuren a formular las descripciones y teorías arriesgadas, y a menudo impresionistas, que presenta este libro. Cabe insistir en que en estas páginas no arremeto contra la musicología. Mi principal interés es analizar la música clásica occidental como un campo cultural que ha sido muy importante para mí en cuanto crítico literario y músico, y comentar las cuestiones y las formaciones que puedan ser especialmente merecedoras de la atención de los mejores estudiantes de los estudios culturales contemporáneos.

No resulta sorprendente que me haya encontrado a mí mismo debatiendo a veces sobre Adorno. Sus oscuras interpretaciones de la escena musical actual se basan en ideas y aperçus que son totalmente distintos de los míos a causa de su origen europeo y su edad. Escribió la mayor parte de sus mejores obras en los años inmediatamente previos y posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Mi período de estudios, que transcurrió principalmente en Estados Unidos, finalizó mucho después de la guerra, y mis orígenes no europeos no me han permitido asumir muchos de los valores y teleologías que él da por sentado. Pero, al igual que Adorno -y tal vez con tan poca justificación como él-, acepto la existencia de una entidad relativamente definida y llamada "música clásica occidental ", aunque tal vez más adelante me gustaría demostrar que es un concepto que dista mucho de ser coherente o monolítico y que cuando se habla de él como si solo significara una cosa, se construye teniendo en mente músicas y culturas no occidentales y no clásicas. Sin embargo,Adorno da mucho que pensar, sobre todo cuando presenta una trayectoria dramática para la música que empieza en las últimas composiciones de Beethoven, pasa por Wagner, llega hasta la Segunda Escuela Vienesa y acaba (citando un sensacional ensayo suyo) durante el período en el que "la nueva música se hace vieja". Además, me he sentido provocado por las ideas de Adorno sobre la regresión en el hecho de escuchar música y, por supuesto, por su asociación melodramática de la música con la catástrofe alemana del fascismo.

Al discutir con él aquí y allí, creo que he ampliado o cambiado un poco sus premisas para que se ajusten a las mías. Adorno es heredero de la tradición hegeliana, lo que supone una teleología histórica ineludible que lo incorpora todo en su incesante camino hacia delante. Esto me parece inaceptable por todo tipo de razones. En lugar de detenerme a explicarlas aquí, sugeriré una alternativa basada en una idea espacial o geográfica que es más fiel a la diversidad y a la difusión de la actividad humana. Aunque nos limitemos a la música clásica "occidental", lo que resulta admirable de la práctica musical en toda su variedad es que tiene lugar en muchos sitios distintos, con distintos propósitos, para distintos grupos de personas y practicantes, y, por supuesto, en distintos momentos. Juntar todo eso, agruparlo en un modelo temporal dialéctico es -por muy espectacular o convincente que resulte la formulación- simplemente una explicación insuficiente y poco fiel de lo que ocurre.

Además, la música clásica participa en la diferenciación del espacio social, en su elaboración, si se quiere. La sala de conciertos de finales del siglo xx, por ejemplo, comparte algunos rasgos con el museo y la biblioteca, pero como la música de concierto se desarrolla en un período temporal enrarecido, la interpretación posee, por lo tanto, una trascendencia inmediata mayor -más apremiante, más acentuada y modulada- para la música que para la recepción de la literatura o la pintura. Uno puede releer un libro, o acudir de nuevo a una exposición; pero no tiene sentido "acudir de nuevo" a un concierto, a pesar de que las grabaciones han cambiado este hecho de forma considerable. En cualquier caso, tal y como intento demostrar en el primer capítulo, los conciertos siempre están ubicados en un lugar excepcionalmente adaptado a tal efecto, y lo que ocurre en ese lugar y momento forma parte de la vida cultural de una sociedad moderna.

Parte del significado ideológico arraigado en los escenarios de lo que le ocurrió a "Occidente" durante la Segunda Guerra Mundial y en el período subsiguiente constituye el punto de partida del segundo capítulo, "Sobre los elementos transgresivos de la música". Lo que sobreviene a partir de entonces es la conciencia de alguien que no es occidental, para quien la totalización despiadada que se encuentra en Adorno y en el Doktor Faustus de Thomas Mann es un estímulo para pensar en modelos alternativos. Sin embargo, lejos de negar la magia única de la música, he sacado provecho de ello y he averiguado que se asocia de forma casi rutinaria y es buscada por varias autoridades y estamentos de la sociedad civil: la Corte, la Iglesia, etcétera. Con "transgresión" me refiero a algo totalmente literal y secular a la vez: a esa facultad que tiene la música para viajar, ir más allá, pasar de un lugar a otro de la sociedad, a pesar de que muchas instituciones y ortodoxias han intentado recluirla. No obstante, adopto una visión romántica cuando al final argumento que para un músico consumado la música posee una categoría y un lugar separado (aquí acuden en mi ayuda ecos de "An die Musik" de Schubert) que se revelan de vez en cuando pero que acostumbran a permanecer ocultos.

Así, a partir del siglo xvii, la música acostumbra a desempeñar un papel en lo que Antonio Gramsci ha calificado la conquista de la sociedad civil.Tal y como me sugirió una vez Susan McClary, en ello radica el valor de algunos trabajos recientes: el de Gary Tomlinson, en su Monteverdi and the End of the Renaissance, y el de Lorenzo Bianconi, en su Music in the Seventeenth Century. Existen descripciones de este tipo de elaboración musical en otras obras que trato en otros pasajes de este libro, pero no me gustaría dar la impresión de que existe una hegemonía, una ortodoxia, y una autoridad social a la que la música se ha adherido de forma oportunista.Al contrario, la música clásica occidental es un arte muy controvertido, con todo tipo de figuras consagradas, heterodoxias, advenedizos y contendientes que compiten por la atención y prominencia que implica el hecho de "tener" música. No he podido tratar de forma más detallada este aspecto tan llamativo, pero ha sido uno de los principales temas de las columnas musicales que he escrito para The Nation desde 1986. ¿Por qué, por ejemplo, se ha relegado a Chopin, que fue un compositor muy dotado y avanzado para su época, a la categoría de adorno de salón afeminado? ¿Por qué la tradición austrogermánica ha excluido a los compositores checos, franceses o españoles? ¿Y por qué una combinación mortal de naturalismo de manual y modismo del verismo ha dominado casi por completo la escena y el repertorio de la representación operística estadounidense en lugares como el Metropolitan?

No menos interesante es el papel que ha desempeñado la música en las distintas alternativas discrepantes a la corriente social dominante. Hago referencia a ello en mi análisis de Wagner, pero ¡ay!, ahí mi cartografía y topografía también son más superficiales que lo que me habría gustado y requieren de algunas matizaciones. Sin embargo, en el capítulo final trato una alternativa que asocio con lo que llamo soledad, memoria y afirmación. Creo que es aquí donde me alejo definitivamente de Adorno, para quien nadie está exento de la coacción ideológica en la sociedad completamente administrada. Nadie puede disentir de su opinión de que el envoltorio, la cosificación, la reificación -la lista entera- han eliminado la parte más feliz y satisfactoria del arte de la música. Sin embargo, siguen existiendo el placer y la intimidad, y es una investigación de este aspecto, con Proust como guía, lo que sirve de conclusión al libro. Creo que no toda la música se puede experimentar como un trabajo hacia la dominación y la soberanía, del mismo modo que no toda la música sigue los modelos vigorizantes de la forma sonata. Me resulta difícil decir si al final propongo un modelo idealista o utópico, aunque insisto en que, en un sentido literal, se trata de la visión de un aficionado totalmente entregado, lo que no es una categoría que inhabilite a uno tanto como cabría esperar.