Image: Niñez y futuro de una generación

Image: Niñez y futuro de una generación

Letras

Niñez y futuro de una generación

16 junio, 2005 02:00

Sartre con Picasso, Leiris, Camus, Reverdy, Michel Leiris y Lacan, en marzo de 1941

Estoy con Rafael Conte que hace unas semanas declaraba en El País que Sartre era su gran autor, su escritor, su único gran escritor-filósofo. Leí ese artículo de Conte, que es ligeramente mayor que yo, pensando que había escrito por mí su elogio de Sartre. Mi generación se educó en el Sartre existencialista de El existencialismo es un humanismo, El ser y la nada, La náusea a través de José Luis L. Aranguren. Recuerdo que leí el artículo sobre la muerte absurda en la filosofía sartriana en las compaginadas de la ética de Aranguren que repasaba José Manteiga en el colegio Aquinas. En esta megalópolis de alabastro de los centenarios, la figura de Sartre reaparece como el escritor-filósofo que nos dijo la verdad. ¡Ah, pero eso no es verdad! -acaba de decirnos hace unos días mi ilustre colega y académico Mario Vargas Llosa. Interesa recordar ahora esta dialéctica singular, generacional, que queda expresada por una parte en Vargas Llosa diciéndonos que Sartre se equivocó en casi todo y que mintió, y por otra en Conte y yo mismo manteniendo que acertó en todo lo esencial porque... nos puso en el disparadero del pensar.

Decía Ortega y Gasset que quien quiera enseñarnos una verdad que no nos la diga, que nos ponga en una situación tal que nosotros mismos acertemos a descubrirla. José Antonio Marina ha hablado en ocasiones del valor anfetamínico de la filosofía sartriana, su capacidad de animarnos a pensar incluso contra nosotros mismos. En un escrito póstumo, Verdad y existencia, dice Sartre: "La actitud de la generosidad consiste en lanzar la verdad a los otros para que llegue a ser infinita en la medida en que se me escapa. Esta infinidad, por otro lado, sigue siendo a menudo virtual porque los otros, incluso cuando han comprendido la verdad que les doy no hacen nada con ella, no hacen más que repetirla. [...] La alegría proviene de la verdad abierta. He comprendido el mundo en su totalidad y sigue estando todo él por comprender". No puedo no reconocerle a Sartre -el errado, el falsario, el cochino Sartre feo y virojo- esta capacidad de instalarnos a los 19 y a los 20 y a los 21 en la gran lanzadera de la verdad por descubrir.

La palabra lanzadera es extraordinariamente apta para caracterizar al Sartre aquél que durante la Ocupación de París escribía Les carnets de la drôle de guerre: una capacidad de tramar el entramado del mundo y de vivir en continuo movimiento. ¡Oh, fascinante, trampeante, joven Sartre que, como su propio padre, tuvo la galantería de morirse sin tener la razón! En este texto de su célebre relato autobiográfico, Las palabras, aparece toda la fértil equivocidad del mejor Sartre. Por eso, para la gente de mi generación Sartre es todavía un símbolo de nuestras propias vidas que se acercan ya a los setentas: también nosotros, como Sartre, fuimos feos, bizcos, enviscados, confusos, tramposos, colaboracionistas -o casi-, pensadores que no tuvimos la razón. ¿Qué tuvimos entonces? No podemos pensarnos a nosotros mismos, ahora, entre los 65 y los 75, sin reinterpretarnos desde Sartre. ¿Qué significa eso?

En esta hora repolluda, bobosanta, de ceremoniales centenariales, en esta circunstancia chapucera de pensadores menores y políticos basura, Sartre se alza, errante y verdadeante como el pensador-escritor que nos enseñó a escribir con precisión y a detestar las imposturas, incluidas las imposturas que él mismo mantuvo tantas veces. ésta es la hora de la complejidad. ésta es la hora de las manos sucias y, por lo tanto, la hora de repensar las contradicciones que tantas veces Sartre hizo visibles. Leamos el texto siguiente de su San Genet, comediante y mártir: "Genet es un hombre-fracaso: quiere lo imposible para estar seguro de que no puede realizarlo y para sacar de la grandeza trágica de esa derrota la seguridad de que hay algo más que lo posible. Cuando todo queda explicado, cuando se ha demostrado que su derrota era fatal, que el curso del mundo no podía tolerar su empresa, el hecho se ha vuelto a cerrar sobre él y lo ha tragado, se convierte en un residuo inexplicable: es que sabía todo eso de antemano, conocía de memoria el detalle de su fracaso futuro y, no obstante, deseaba lo imposible. Es, por consiguiente, que lo imposible existe, es que lo imposible ha venido a tentarle hasta el fondo de su corazón, es que el hombre es imposible y está hecho para desear lo imposible más allá del mundo de los hechos". ¿No se reconocen los cristianos en estas palabras? ¿No es la locura de la cruz un imposible en sentido sartriano? ¿No nos reconocemos los homosexuales en ellas? Sartre tuvo la osadía de decirnos que la identidad homosexual es un proyecto irrealizable. ¿No es esta una más vigorosa caracterización del proyecto cristiano y del proyecto homosexual que todas esas blandas certezas jurídico-políticas que los cardenalatos y los homosexuales políticamente correctos nos proponen ahora?

Sartre no es un pensador cotidiano. Quiso situarnos en ese punto sin retorno del pensar y del actuar donde los compromisos son de vida o muerte y donde los seres racionales, las inteligencias afectivas, los pensadores y los poetas, no saben qué decir, no tienen nada que añadir: toda una vida de investigación dedicada a proferir lo que uno entiende por la esencia del hombre, individual y colectivamente considerado, puede ser resumida, quizá, en un gran error. Pero entre el error sistemático de un hombre que se empeñó en buscar la verdad -como sin duda fue Sartre- y las verdades de las medianías hay una diferencia abismal. Las medianías nos ilustran con la luz sosa del tópico, las equivocaciones de Sartre nos hacen percibir nuestra verdadera condición humana. "Ya hemos vuelto a las discusiones bizantinas -nos dice Sartre en La náusea- que era necesario sostener en otros tiempos, cuando yo sentía deseos simples y vulgares, como decirle que la quería, tomarla en mis brazos. Hoy no tengo ningún deseo. Salvo, quizá, el de callarme y mirarla, comprender en silencio toda la importancia de este acontecimiento extraordinario: la presencia de Anny frente a mí". ¿No contienen estas reflexiones de Antoine Roquentine toda una ética, toda una ascética de la comprensión encantada-desencantada del mundo? Y Sartre, el gran escritor, el gran contradictor, me enseñó a amar la belleza y la alegría de este mundo. Con Sartre aprendí a escudriñar la complejidad viscosa de la existencia de los hombres. Por eso, ahora, al escribir estas líneas, se me vienen a la cabeza las palabras del mayor poeta del siglo XX, Rilke: "Mira, yo vivo, ¿de qué? No lo sé. Ni la niñez ni el futuro menguan, existir innumerable me brota en el corazón". Incluso contra sí mismo, a contrapelo, debo decir que Sartre puede ser leído ahora como la niñez y el futuro de toda mi generación.