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Letras

Cervantes y la fama

No conoció la riqueza pero sí la fama. El historiador Manuel Fernández Álvarez rememora el encuentro del escritor con un ingenuo admirador que, al oír su nombre, se abalanzó sobre él para expresarle su aprecio

6 enero, 2005 01:00

Cervantes, al menos, ya que no conoció la riqueza, sí conoció la fama. Aunque le llegara tarde, en los últimos años de su vida, Cervantes saboreó esa dulcísima fruta que es encontrarse con una persona desconocida que se emociona al saber tu nombre. Es el propio testimonio de Cervantes el que nos da cuenta de ello. Y, por cierto, en un escrito que él no verá publicado: en el Prólogo a su libro póstumo Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Allí nos cuenta lo que le ocurrió al regreso de su último viaje a Esquivias: el encuentro con un ingenuo admirador que, al oír su nombre, se abalanzó sobre él para expresarle todo su aprecio.

Se trataba de un estudiante desastrado en el vestir, del típico hombre que sólo vive para los libros. Montado en una burra, camino de Madrid, se ve rebasado por un grupo de jinetes y les da voces para que le aguarden. Pero oigamos a Cervantes: “Sucedió, pues, lector amantísimo, que viniendo otros dos amigos y yo del famoso lugar de Esquivias..., sentí que a mis espaldas venía picando con gran priesa uno que, al parecer, traía deseo de alcanzarnos, y aun lo mostró dándonos voces que no picásemos tanto...”. Cervantes nos describe con humor el personaje: “Esperámosle y llegó sobre una borrica un estudiante pardal...”.

Ante el reproche del estudiante de por qué iban tan deprisa, uno de la comitiva le aclaró: la culpa la tenía el rocín de Cervantes, que era pasilargo. Y entonces se produjo el espectáculo: “Apenas hubo oído el estudiante el nombre de Cervantes, cuando, apeándose de su cabalgadura [...] arremetió a mí, y acudiendo a asirme de la mano izquierda, dijo: ‘Sí, sí; éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y finalmente el regocijo de las musas!'”.

Emocionante momento para Cervantes, tan zarandeado por la vida, y que en sus postreros días recibe este espontáneo homenaje de un desconocido. Se entabla entonces un diálogo que nos hace revivir los de Don Quijote, como si Cervantes representara un Don Quijote cuerdo, el que ve acercarse su última hora: “Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho. Vuesa merced vuelva a cobrar su burra, y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta del camino”.

"Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho"

Y con esa buena disposición, Cervantes hasta llegó a informar a su admirador de la enfermedad que le agobiaba. Era un dolor haberse conocido tan tarde. Pronto llegan a la vista de Madrid y les es forzoso despedirse. Cervantes adivinaba en su admirador un gran tipo, digno de ser recogido por su pluma. En ese momento, asoma en él un ramalazo de esperanza, que dura lo que su pluma tarda en escribir los dos renglones siguientes: “Tiempo vendrá, quizá, donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta...”

Después ya no le queda más que la triste despedida, de todo, de los amigos, de la misma vida: “¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!” De ese modo, el encuentro casual con un admirador desconocido, dará pie a Cervantes para alguna de sus páginas más emotivas; con el sabor agridulce de que la fama, aunque tarde y ya en su vejez, al fin al menos eso, ya que no el dinero ni los honores, le llegara en la vida. Y pienso que no fue poco.

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