Image: Historia universal de la destrucción de los libros

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Letras

Historia universal de la destrucción de los libros

Fernando Báez

4 marzo, 2004 01:00

Grabado de la biblioteca de Alejandría, que fue devastada por romanos, cristianos y árabes

Destino. Barcelona, 2004. 416 páginas, 22 euros

Historia universal de la destrucción de los libros empieza en Iraq (cuando era Sumer y Babilonia) y termina en Iraq, el espantable Iraq semidestruido de ahora mismo. El profesor venezolano Fernando Báez conoce ese final de primera mano, pues en tanto experto en historia de las bibliotecas formó parte de la comisión que estudió o valoró la destrucción del patrimonio iraquí tras la invasión angloamericana.

Su impresión fue -es- desoladora. Y de esa destrucción de la que apenas se ha hablado (las bibliotecas y los museos de Iraq) arranca en buena medida este libro, corto para su enorme propósito, que se lee entre el sobresalto, la estupefacción y las ganas de saber más -Fernando Báez ha hecho un tomo, digamos sintético- pero con enorme agilidad entre un saber amplísimo que podría haber sido más extenso. Pongamos un caso español. Al aragonés Miguel Servet (humanista pleno de saberes y autor de tratados teológicos en latín, que lo convirtieron en hereje múltiple; él y sus libros fueron destruidos y quemados) se le dedican dos páginas. ¿Cuánto se podría escribir sobre Servet o Nostradamus y sus Centurias -no comparo a uno y otro- al que sólo se dedica media página? Esto puede parecer un apunte negativo, y no lo es. Si el profesor Báez hubiese desarrollado todo el material que hay en su libro habría hecho una suerte de Historia universal de la infamia (aunque ocuparía varios tomos como el libro de Borges, que es pequeño y de relatos), la enciclopedia del horror humano.

En su plural historia de los biblioclastas -los destructores de libros- parte de la siguiente base: Hay cientos de crónicas sobre el origen del libro y de las bibliotecas, pero no existe una sola historia sobre su destrucción. ¿No es ésta una ausencia sospechosa? Y luego, entre otras (John Milton, Elias Canetti, George Orwell) trae a cuento unas palabras del ya citado Borges, ¿cómo no mentarlo hablando de libros y de bibliotecas? Cada tantos siglos hay que quemar la biblioteca de Alejandría... Sólo que el interregno parece mucho más corto.

Fernando Báez nos propone (antes de entrar en la historia de la destrucción propiamente dicha) cuáles pueden ser las razones del destructor. Razones de poder casi siempre: abolir la memoria, ya que el patrimonio es el recuerdo del padre. Deshacer el origen. Deshacer la pluralidad, deshacer la disidencia. Pero otras más raras veces, hay razones egoístas, vanidosas. Descartes pidió a los lectores de su método quemar los libros antiguos. Los vanguardistas también quisieron destruir todo lo anterior. Si lo mío es lo nuevo o lo mío es la verdad (la Biblia, el Corán) ¿para qué existe el resto?

Las primeras bibliotecas se crea-ron en Sumer y en Babilonia (tablillas de arcilla, con caracteres cuneiformes) unos 4.000 años antes de Cristo. Las primeras bibliotecas también se destruyeron entonces. Y en un terrible juego de opuestos, singularmente humano, la destrucción (y la creación) no han cesado. Conjeturar cuánto se ha perdido parece sencillamente espeluznante. ¿Cuántos libros antiguos -y autores- se perdieron al caer Constantinopla? Ya he dicho que las bibliotecas del actual Iraq (ante la pasividad de los invasores, dice el autor) están destruidas o más que diezmadas. Y en el ataque a las Torres Gemelas ardieron muchos libros, sobre todo de economía. Pero asómbrense, porque hasta el inocuo Harry Potter ha sido ya pasto de las llamas intolerantes. En diciembre de 2001, al sur de los Estados Unidos, el pastor Jack Brod y su grupo fanático quemó ejemplares de la novela de J. K. Rowling porque su héroe estimulaba el aprendizaje de sortilegios y hechicerías.

La Biblioteca de Alejandría (bastante destruida ya por los cristianos cuando la remataron los árabes), las bibliotecas árabes y judías de la España medieval, las terribles destrucciones de la Inquisición europea y española, el bibliocausto nazi, las bibliotecas bombardeadas en la Segunda Guerra Mundial... hasta Sarajevo, Cuba, Chechenia, Palestina, Irak otra vez, cerrando el círculo siniestro de devastación y fuego. ¿Dónde quedarse? ¿Qué horror preferir sobre todos? Shi Hundai, emperador de China, San Pablo y Almanzor alentaron la quema de libros. Durante la dictadura de Videla -en Argentina, a fines del año 1976- un grupo de fanáticos quemó ejemplares de El principito de Antoine Saint-Exupery, porque -a su entender- negaba valores tradicionales. La misma hoguera sirvió para acabar con obras impuras de Mario Vargas Llosa, Pablo Neruda y Gabriel García Márquez...

Fernando Báez nos dice que sobre el cien por cien de los libros destruidos, sólo -como máximo- el cuarenta por ciento se han destruido por causas naturales: terremotos, incendios, inundaciones u hongos, que es gran amenaza de muchos libros hoy y mañana, dependiendo en alta medida del papel en que se han impreso. El sesenta por ciento de los libros destruidos -pero consideremos que muchos incendios son provocados- lo han sido por mano y voluntad del hombre. Siempre el Poder que no admite más verdad que la propia y las religiones monoteístas que, en ese sentido, se vuelven otra manera de Poder. Es curioso que la Iglesia, que tantos libros salvó en los monasterios medievales, haya también -a lo largo de los siglos- destruido tantísimos otros. O semidestruido, a veces. Yo he visto en la Biblioteca de la Universidad de Salamanca obras de Erasmo de Rotterdam censuradas. Páginas cortadas y párrafos tachados, pero tachados con virulencia tal que la fiebre de la mano censora hacía que el plumín atravesara literalmente la página.

Tras la biblioclastia siempre hay -de un sesgo u otro- intolerancia. Por eso (por la intolerancia, que se viste de violencia) este libro terrible, amenísimo y perfectamente prolongable, empieza en las tablillas sumerias -los primeros libros- y acaba con los libros electrónicos (que también son destruidos) y con esa rara paradoja terrorista del libro-bomba. El libro -objeto de ciencia, de placer, de comunicación, de apertura mental- se vuelve arma destructora. Es terriblemente trágico que fuera una novela tan suntuosa y hedonista como Il piacere de Gabrielle D’Anunnzio, el tomo que contenía la bomba que le llegó -por fortuna sin consecuencias- a Romano Prodi, en diciembre del pasado 2003.

Libro saturado de datos, de saber y de interrogantes, Historia universal de la destrucción de los libros es un texto magnífico y claro, que nos deja con sed de más -insisto, de cada capítulo saldría otro libro- y con el terrible y pavoroso temblor que produce ver (constatar) la barbarie humana. Nuestro cielo y nuestro infierno, incesantes.


La pesadilla iraquí
El 10 de mayo de 2003, Fernando Báez visitó la devastada sede de la Biblioteca Nacional de Bagdad, que había sido asolada mientras la ciudad estaba controlada por las fuerzas norteamericanas. "Iba prevenido por mis colegas, claro, pero lo que averigöé y lo que vi, vale la pena advertirlo, me produjo insomnio durante las noches siguientes". La Biblioteca Nacional que todavía está en pie, un edificio de tres pisos de 10.240 metros cuadrados, había sufrido dos ataques y dos saqueos. El peor de todos se produjo el 10 de abril, cuando una multitud de niños, mujeres, jóvenes y ancianos se hizo con todo lo que pudo, "de un modo selectivo, como si hubiera ido de compras. El primer grupo de saqueadores sabía dónde estaban los manuscritos más importantes y se apresuró a tomarlos. Otros saqueadores, hambrientos y resentidos con el régimen depuesto, llegaron después y provocaron el desastre posterior. La muchedumbre corría por todos los lados con los libros más valiosos. [....] Los saqueos se repitieron una semana más tarde y, sin mediar palabra, un grupo llegó en autobuses de color azul, el 13, y alentado por la pasividad de los militares roció con algun combustible los anaqueles y les prendió fuego. Es obvio que se hicieron también piras con libros para encenderlos. [...] En el tercer piso, donde estaban los archivos microfilmados, no quedó nada. El calor fue tan intenso que dañó el suelo de mármol [...] En el mismo ataque fue destruido el Archivo Nacional de Iraq: despararecieron 10 millones de documentos, incluso algunos del periodo otomano, como los registros y decretos. [...] Concluido el desastroso pillaje, no había literalmente nada que hacer. El secretario de Defensa de Estados Unidos comentó que ‘la gente es libre de cometer fechorías y eso no se puede impedir’. El anterior director de la biblioteca se lamentó con nostalgia: ‘No recuerdo semejante barbaridad desde los tiempos de los mongoles’".

El balance es aterrador pues se quemó un millón de libros, a pesar de que se salvaron numerosos volúmenes al trasladarlos a lugares secretos, pero desaparecieron para siempre ediciones antiguas de Las mil y una noches, los tratados matemáticos de Omar Khayyam, los tratados filosóficos de Avicena (en particular su canon), Averroes, Al Kindi y Al Farabi, lascartas del Sharif Husayn de La Meca... "En las calles -explica Báez- pueden conseguirse volúmenes de la Biblioteca Nacional a precios irrisorios. Los viernes, en la feria de la calle Al-Mutanabbi, estas obras salen a la venta".