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Letras

"Cuando Aitanita crezca un poco y de oveja pase a ternera..."

12 diciembre, 2002 01:00

Aitana Alberti entre sus padres, Rafael Alberti y María Teresa León

Aitana Alberti (Buenos Aires, 1941), hija de Rafael Alberti y María Teresa León, recuerda tras releer esta carta inédita del poeta que hoy publicamos, su infancia en Argentina, los versos del padre -"los poemas se enredan unos con otros"-, el exilio, Cádiz -"bahía de los mitos"-, la nostalgia...

Carta inédita de Alberti a María Teresa León y su hija Aitana, que acababa de nacer. El poeta remonta en barco el río Paraná para dar conferencias y recitales en las ciudades ribereñas.

Por el río Paraná. Septiembre de 1941

Queridísimas niñas:

Es horrible viajar solo y más en un barco tan bonito y por un río como este. He dormido muy bien, con bastante cansancio, acordándome mucho de las dos. Me desperté a las cinco, pensando en la ovejita de Aitana. Se me achica el corazón cuando pienso en ella y la veo reírse. ¡Qué maravilla! Quisiera sólo escribir para ella en este viaje. Pero tengo que revisar estas malditas conferencias y escribir el artículo. Mas a pesar de esto, no pierdo la esperanza de dedicarle alguna cancioncita.

Ahora son las ocho y vamos camino de Rosario. Allí, si puedo, echaré esta carta. Hace más bien frío. Cuando Aitanita crezca un poco y de oveja pase a ternera, remontaremos juntos estos ríos. Son muy hermosos y los barcos llenos de comodidades. Cuida a esa niña mucho, cuídala solo como tú lo sabes hacer, mi hija. Es lo único que tenemos y hay que defenderlo más que si fuera Moscú.

¿Escribiste a Saralegui? ¿Se arregla nuestra entrada en Uruguay?

Cuando des a Losada, o a Guillermo, el libro Poesía, pídele que lo haga pronto. Necesitamos que nuestra niña tenga de todo y sea la mejor cuidada del mundo. Cómprale, con esos pesos que andan por ahí, más trajecitos de colores para que este verano la miren los benteveos. A la Tusca también habrá que regalarle algo. Un nuevo collar, verde o amarillo.

Creo que estaré de vuelta para el 29, lo más tardar el 30. Estoy seguro. Ya escribiré, pondré telegramas y llamaré por teléfono. Ten cuidado con el frío, con el balcón y esa horrible chimenea que llena de hollín la cara de Aitanita.

Adiós, mi vida, mis niñas preciosas. Besos, besos y miles de abrazos
Rafael


No. No han pasado los años por la niña que fui. Ella me ronda, incansable, los rincones de la memoria. La veo con el rabillo del ojo correr, libre, por las playas de Punta del Este, o ir con su uniforme verde camino del colegio Lange Ley en las frías mañanitas bonaerenses. Pero hoy, en estos días en que nos disponemos a celebrar tu nacimiento, ella, la niña que fui, se me aparece, sobre todo, a la orilla de un pequeño río, hijo de aquel, inmenso, que fluye más allá, tras una hilera de árboles frondosos. Y la niña que fui ríe, gozosa, y hasta, creo -¿será posible?-, que me ha sacado la lengua.

La niña tiene doce, trece años. Escucha los poemas que el padre lee a la luz de una vela en el balcón del verano, al frescor de los aires mañaneros. Abajo, la madre prepara un buen asado criollo. Padre e hija aspiran el aroma de los alimentos terrestres mientras las maravillosas nubes baudelarianas danzan a lo lejos, y la poesía se sedimenta dentro de la recién despierta sensibilidad de la niña que está en esa difícil frontera entre la infancia y el futuro.

Los poemas se enredan unos con otros como las famosas cerezas del cuento. La cesta parece inagotable. Contiene la totalidad de lo que ven sus ojos. Basta subir a la atalaya del balcón, o pasear entre las higueras y naranjos asilvestrados del barranco o galopar libre en su caballito Tatto siguiendo el curso del Baradero, pequeño río familiar afluente del Paraná, para descubrir al poema en movimiento, gestándose espontáneamente bajo el sol alegre del verano.

Desde Punta del Este, perdido sin remedio, no había sentido nada semejante. Sólo existe la apoteosis de la naturaleza y el ojo receptor que la hace suya. Una adoración verdaderamente panteísta une a la niña por igual al río, a las barrancas, al bañado, a los médanos, a la Playa mansa, a los pinares uruguayos. En cambio, la mirada múltiple del poeta viene de muy lejos, tiene profundidades insospechadas, es un palimpsesto de paisajes vividos, de voces, de ciudades; arden casas, claman muchedumbres; hay muertos, muchos muertos, en campos calcinados, en calles desventuradas. Y allá en lo hondo, sustentándolas, Cádiz, bahía de los mitos: "De noche, la marejada me tira del corazón,/ se lo quisiera llevar./ Padre, ¿por qué me trajiste acá?". Ésa es la pregunta, la grave pregunta, no ya al padre, que es abuelo de la niña, causante involuntario del primer exilio del poeta: el exilio del mar gaditano, sino al destino, que lo arrancó de todo cuanto le pertenecía.

España emite ondas imparables. Le llegan hasta las barrancas solas de América. Se lo quieren llevar pero no puede obedecerlas. La nostalgia es el único asidero posible, la única tabla de salvación. "Esta inseparable nostalgia, que todo lo aleja y lo cambia". Cada cosa tiene un doble, un eco, un aura: "Trenes en el viento, trenes/ que van hacia el Guadarrama./ Pero por aquí maizales,/ ríos inmensos y barcos/ que bajan hacia los mares./ Mas en el viento que pasa/ yo escucho trenes lejanos/ que van hacia el Guadarrama".

Por primera vez la adolescente se adentra, con plena lucidez del conocimiento, en los secretos caminos que conducen al centro mismo de la tragedia guiada por el hilo de Ariadna de la poesía.

Padre y poeta finalmente son uno.