Image: Wittgenstein, suelte el atizador

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Letras

Wittgenstein, suelte el atizador

25 abril, 2001 02:00

Wittgenstein y Popper. Ilustración: Grau Santos

Duelo al sol con Popper

En octubre de 1946, Popper y Wittgenstein, dos colosos del pensamiento contemporáneo, se encontraron por primera y última vez en el Moral Science Club de Cambridge. Popper, casi un recién llegado a la filosofía, comenzó a provocar al gran pope de la filosofía del lenguaje, a ridiculizarle. Wittgenstein le amenazó con el atizador de la chimenea y sólo Bertrand Russell, tras una áspera discusión, logró contenerle. Ahora un libro reproduce lo sucedido. Así fue el incidente.

Popper y Wittgenstein llegaron a la reunión en la H3, la cámara de Newton donde se reunía el Moral Science Club de Cambridge, con estados de ánimo y objetivos completamente diferentes. A Popper le motivaban el combate y el momento triunfal en que se hallaba. Para Wittgenstein era una tarea, una obligación que cumplir: librar al MSC y a la filosofía del contagio de problemas.

Hacía diez años que Popper había hablado por primera vez en el MSC, ocasión en la que Wittgenstein había estado ausente por un resfriado. Pero esta visita era diferente. En 1936 Popper andaba escaso de dinero, era "hipersensible" a su falta de éxito, y vivía en un cuarto destartalado. Una década más tarde tenía el futuro resuelto, una voz filosófica confiada e independiente y reconocimiento donde más importaba: en Gran Bretaña. Acababa de llegar de Nueva Zelanda y fue recibido con admiración por La sociedad abierta y sus enemigos, publicado en Londres en 1945. En una reseña, Hugh Trevor-Roper lo describió como "la obra más importante de la sociología contemporánea con creces [...] ha restaurado la importancia de la capacidad de decisión y de la voluntad humanas".

No todos los críticos fueron tan entusiastas. G. Ryle manifestó serias reservas sobre el tono del autor, temiendo que Popper se arriesgaba a la "dispersión" por sus "vehementes y a veces viperinas" críticas, que sus comentarios presentaban una "estridencia que disminuye su fuerza… Para un paladín de la libertad de pensamiento es una mala táctica utilizar las expresiones viles características de sus enemigos".

"Vehemente", "viperino", "estridente": ¿serían adjetivos adecuados para describir el tono de Popper en la H3? Realmente, su objetivo aquella noche era lo que consideraba influencia destructiva de Wittgenstein en la filosofía. Quizá, además, tenía una cuenta más urgente que resolver, convencido de que Cambridge University Press, la primera editorial británica a la que se lo había ofrecido, había rechazado La sociedad abierta para proteger a Wittgenstein. Aunque en general la CUP no daba explicaciones de por qué rechazaba un libro, a Von Hayek le habían dicho confidencialmente que en el caso de La sociedad abierta había dos. Von Hayek se las comunicó a Gombrich, que a su vez se las remitió a Popper. Una de ellas era su extensión, pero además una editorial universitaria no debía publicar algo tan desdeñoso sobre Platón. Al oír esto, Popper comentó, "sigo sospechando que "Platón" no es más que un eufemismo para las tres W: Whitehead, Wittgenstein, Wisdom". Había otra figura que Popper tenía en mente aquella noche: Russell. Su afirmación de que era el heredero intelectual de Russell y su patente ansiedad por impresionarlo constituyen un argumento secundario del enfrentamiento de la H3.

Ignoraba la existencia de Popper

Para Wittgenstein ésta era una reunión del MSC como otra cualquiera de los últimos treinta y cinco años. Acudió a la H3 con un humor pesimista y con la angustia de estar harto de Cambridge. Un mes antes había escrito: "Todo en este lugar me repele. La rigidez, la artificialidad, la autosatisfacción de la gente. La atmósfera de la universidad me produce náuseas". Constantemente pensaba en abandonar la cátedra. ¿Tenía a su adversario en mente?

Probablemente en absoluto. Antes de esta fecha, Wittgenstein parecía ignorar la existencia de Popper y su determinación de provocar un enfrentamiento. En cualquier caso, el cuaderno de notas de Wittgenstein revela que tenía unos intereses filosóficos diferentes -por ejemplo, la gramática compleja de las palabras dedicadas al color- y profundas preocupaciones personales.

En el H3, el fuego de carbón apenas calentaba. La atmósfera era de expectación. El libro de Popper recién publicado era una especie de cause célèbre. Una profesora de Girton se lo había prohibido a sus alumnos porque su ataque contra Platón era demasiado escandaloso. Los comunistas y los laboristas también habían puesto el grito en el cielo, pero por su ataque al marxismo y a las sociedades planificadas.

A Popper le llovían las invitaciones

El ponente era vienés, como el presidente del club, el profesor Wittgenstein, pero se tenía entendido que se oponía por completo al planteamiento basado en el lenguaje de su compatriota. Braithwaite, que conocía a Popper, había predicho que se armaría la gorda. El rumor se había extendido: había por fin alguien capaz de enfrentarse a Wittgenstein, alguien a quien el gigante no podía aplastar. ¿Acaso no había destruido Popper el Círculo de Viena con su única y devastadora percepción? Y entonces sólo tenía treinta y pocos años.

Popper se moría de ganas de empezar. Por fin tenía reconocimiento en el país más importante del mundo: La sociedad abierta había transformado la filosofía política, de la misma forma que Logik der Forschung había aclarado de una vez por todas el método científico.

Lo cierto es que a Popper le llovían las invitaciones para que pronunciase conferencias. Y esta noche conseguiría un nuevo triunfo. Despacharía la absurda noción de que jugar con palabras era filosofía. Y Russell, sí, Russell estaba de su lado, le había animado a seguir adelante, venciendo cualquier duda que tuviese sobre si había elegido el tema correcto para la batalla que ambos deseaban. ¡Estar allí sentado con el mayor pensador desde Kant! Esta noche iba a ganar. Y Wittgenstein a disculparse. ¿Podía uno pedir una victoria mayor? Wittgenstein puesto en evidencia. Hacer caer al exaltado. Incluso se había convertido en un chiste de café que Wittgenstein no existía: era un producto de la mala imaginación de Schlich y Waismann, su montaña de oro. Esta noche el mundo iba a descubrir lo real que era…

Cuando el invitado dio comienzo a la reunión, no hubo lugar para las cortesías de rigor. Popper se lanzó a un ataque frontal contra la formulación de la invitación: presentar "un artículo corto, o unos cuantos comentarios de introducción, estableciendo algún puzzle filosófico". Quien hubiese escrito la referencia a los puzzles había, quizá inconscientemente (dijo con una ligera sonrisa), tomado partido. Fue un comentario que en opinión del invitado había sido hecho con la ligereza adecuada. Pero a uno de los presentes le resultó más un reto que una muestra de buen humor: y el guante fue aceptado.

Intolerable. Esto era intolerable. Wittgenstein no lo permitiría. ¿Por qué escuchar tamaña estupidez de este advenedizo sobre una invitación formal de la que el secretario ni siquiera era responsable? Las palabras eran suyas. El objetivo era cortar con los circunloquios y pasar directamente al asunto. Wittgenstein saltó en defensa del secretario, de su alumno. En voz alta. Con insistencia. Y, en opinión de Popper, con ira. La velada había comenzado tal y como iba a continuar. Agradecido por el inmediato y ferozmente directo contraataque de su defensor, el secretario, Wasfi Hijab, garabateaba con furia, intentando seguir el ritmo de los intercambios de tiros rápidos, de las voces que se elevaban y caían sobre ambos como enojados mares precipitándose contra la playa.

Había que suprimir la malignidad

Popper: Wittgenstein y su escuela nunca se aventuran más allá de los preliminares, para los que reclaman el título de filosofía, hasta los problemas más importantes de la filosofía [...] citó algunos ejemplos de dificultades cuya resolución requería escarbar bajo la superficie del lenguaje.
Wittgenstein: éstos no son más que problemas de matemáticas puras o de sociología.

Pero ahora, en una especie de reflejo, la mano de Wittgenstein se había acercado al hogar y aferrado el atizador, con la punta rodeada de ceniza y de diminutas brasas, como Braithwaite lo había dejado antes. El profesor miraba ansiosamente cómo Wittgenstein lo cogía y empezaba a agitarlo convulsivamente para puntualizar sus afirmaciones. Esta vez Wittgenstein parecía especialmente agitado, incluso físicamente incómodo, quizá no acostumbrado al contragolpe de un invitado.

Alguien -acaso Russell- dijo: "Wittgenstein, suelte el atizador".

Wittgenstein adquirió conciencia del dolor, una congoja constante. Ya era bastante malo que este burro, este académico de la Ringstrasse, estuviese exponiendo una teoría, se estuviese engañando con la creencia de que había profundidades ocultas en las que podía internarse, como un hombre que insistiese en cavar una galería subterránea en una mina a cielo abierto... Esto ya era malo en sí mismo. Pero que ni siquiera intentase abrir su mente para eliminar esta basura, que no escuchase lo que él mismo decía... Había que poner fin a esto, suprimir la malignidad.

En alguna parte del fondo de su mente, Popper sabía que estaba yendo demasiado lejos. Al día siguiente sentiría remordimientos por no haberse controlado. Este Wittgenstein era bastante real. Tenía el dogmatismo de un jesuita. Y la furia de un nazi. Era un maniaco que estaba llevando la filosofía por mal camino; tenía que confesar que estaba completamente equivocado. Y ahora el loco había cogido el atizador y lo blandía al tiempo que intentaba interrumpir. Zas, zas, zas, al compás de sus sílabas. "Popper, está usted equivocado". Zas, zas... "¡Equivocado!".

Descuidado, el fuego casi se había extinguido. Con el choque de enojadas voces, las continuas interjecciones de los discípulos de Wittgenstein, la multitud sin precedentes el público estaba atrapado en una confusión ciega. Un universitario con tendencias literarias se refugió en M. Arnold: "...una llanura crepuscular./ Barrida por confusas alarmas de lucha y huida,/ donde ignorantes ejércitos se baten en la noche."

¡Un momento! Lo de huida era cierto, porque Wittgenstein había arrojado el atizador y estaba ahora de pie. Igual que Russell. En un repentino momento de tranquilidad, Wittgenstein le decía: "Siempre me malinterpreta, Russell". Pronunció el nombre con un sonido casi gutural, "Rrussell".

La voz de Russell era más aguda de lo habitual. "No, Wittgenstein, usted es el que está mezclando las cosas. Siempre mezcla las cosas".

La puerta se cerró de golpe tras Wittgenstein.

Popper miró incrédulo la silla vacía de Wittgenstein. Russell decía algo sobre Locke. ¿Había ganado? ¿Había hecho que Wittgenstein se retirase? ¿Le había dejado sin nada que decir? ¿Le había destruido, como al Círculo de Viena? ¿Pero dónde estaba la confesión de que estaba equivocado, la disculpa? Alguien le estaba hablando. Era su anfitrión de la velada, Braithwaite, quien le pedía un ejemplo de principio moral. Le vino a la mente la imagen del atizador. "No amenazar a los conferenciantes visitantes con atizadores". Se produjo una pausa y algunas risas, más o menos como antes de la guerra, cuando el público pensó, equivocadamente, que estaba bromeando. Bueno, ya les enseñaría él.

Comenzaron de nuevo las preguntas, pero éstas eran las interrogaciones discretas de los ingleses. Él las respondió casi distraídamente. ¿Había ganado? Alguien -aparentemente un partidario de Wittgenstein- planteó una pregunta pensada para cazarle: ¿se podían describir como ciencia los experimentos de sir Henry Cavendish, dado que se realizaban en secreto? "No", respondió cortante, volviendo a saborear su batalla con Wittgenstein. Russell se mostraría de acuerdo en que había ganado. ¿O no?