Letras

Descartes más acá de la máscara

Decía Ortega que la única manera de salvar a los clásicos, y también de salvarnos a nosotros de ser centenarios en el centenario, era la de inyectarles problemas de nuestros problemas. ése es el sentido de este ensayo de Molinuevo, que celebra al filósofo a los 350 años de su muerte

27 febrero, 2000 01:00

Nos advierte en los “Preámbulos”: “Los comediantes llamados a escena se ponen una máscara para que no se vea el pudor en su rostro. Como ellos, y a punto de subir a este teatro del mundo en el que hasta ahora sólo he sido espectador, me adelanto enmascarado”. El caballero de lo claro y distinto lleva una máscara como señal de distinción. En el retrato de Franz Hals el largo cabello oscuro y la negra vestimenta conforman un rostro de acusados rasgos que se apoya en un amplio e inmaculado cuello blanco: las cejas enarcadas, la prominente nariz y la amplia boca sugieren una faz de aguilucho, permiten adivinar una sonrisa contenida en (por) unos ojos penetrantes. El resultado es una mirada irónica.

Si vemos en esta figura al autor del Discurso del método, si unimos lo que se suele separar, vida y obra, entonces nos asalta la sospecha de que sabemos cómo piensa Descartes, pero no lo que piensa. Todo ello ha generado una leyenda, legenda, modo de leer a un Descartes, no mentiroso, pero sí lleno de contrastes. Es un poco distinto de la habitual rutina académica, pero si no ¿para qué con-memorarle?. Decía Ortega que la única manera de salvar a los clásicos, y también de salvarnos a nosotros mismos de ser centenarios en el centenario, era la de inyectarles sangre de nuestra sangre, problemas de nuestros problemas. Uno de ellos es el sentido de esa filosofía moderna a cuya cabeza se coloca a Descartes, como inventor de ese pobre sujeto fuerte, un tanto quijotesco, que tantos palos recibiera hace años, que hasta anunciaron su muerte.

El caballero enmascarado es un maestro de la paradoja. Son contrastes nada extraños en quien nos legó unas Reglas para la dirección del espíritu, modelo del pensar radical y riguroso, pero también las máximas de una moral provisional y acomodaticia. Es cierto que ya había antecedentes. Erasmo afirmaba en ese otro paradigma metódico de la modernidad, el Elogio de la locura, que para entrar y vivir en este teatro del mundo es preciso disimular, hacerse el necio, para que a uno le dejen en paz y pueda hacer su trabajo.

Descartes le leyó y le tuvo en cuenta, escarmentando con el ejemplo de Galileo. Por eso, concluye que si sólo debemos asentir al conocimiento cierto, la conducta debe regirse por lo probable, si la duda metódica es el comienzo de la sabiduría, aquí se certifica que la vida no tolera la duda, y que la conducta adecuada en seres tan metódicos y rigurosos es, al fin y al cabo, la misma que la de la vieja conseja popular: “donde fueres, haz lo que vieres”. Cuando se sintió incómodo en Francia, se fue a Holanda y acabó muriendo en Suecia.

Pero este no es el único camino para entender esa enigmática figura. Radicar aquí la filosofía en la vida no es hacer una hagiografía, sino asistir a la génesis de un pensamiento tal como lo entendiera Descartes: una solitaria aventura interior. Y así nos cuenta todos los años de prácticas que le permitieron al fin destilar esas pocas reglas que todos memorizan sin saber que antes fueron oscura vida.

Una aventura interior

En la primera parte de su Discurso del método, comienza hablándonos de sí mismo para explicar su obra. Pero su homólogo en el pensamiento inglés del Renacimiento, Francis Bacon, comenzó la Gran Instauración, con estas palabras, de nobis ipsis silemus, “acerca de nosotros mismos callamos”. El gran Kant lo puso como cita inicial de su Crítica de la razón pura. A la hora de revisar los tópicos llama la atención que esa época que se ha llamado del sujeto intente por todos los medios huir del subjetivismo. También Descartes que, al hablarnos de su experiencia como individuo, en realidad, no nos está “contando su vida” ( la cosa más fascinante para uno mismo, pero mortalmente aburrida para los demás) sino que está explorando las posibilidades existenciales de su generación: el fracaso de la educación recibida, la insatisfacción de la experiencia del mundo y la decisión de buscar en sí y por sí mismo la verdad.

El final de esa primera parte es digno de la novela de aventuras renacentista y del de la “novela de formación”, que luego sublimarán los románticos: “lo que logré mucho mejor, me parece, que si jamás me hubiese alejado de mi país y de mis libros”. Y es, ahora, cuando va a anunciar el resultado de esos logros, cuando se pone la máscara, es decir, se presenta como “persona” a través de un personaje en el que se reconoce una generación y buena parte de las venideras. No es entonces extraño que Kundera haya establecido (secundado por Rorty) una estrecha unión entre filosofía y novela en la modernidad, como investigaciones ambas, bien que por caminos distintos, de las posibilidades esenciales de la existencia humana. Y que haya puesto como padres de la modernidad a Descartes y a Cervantes. Hay en todos estos genios de la modernidad un quijotismo del pensamiento: el saber es una aventura solitaria con fines solidarios. Recuérdese la peripecia de Don Quijote. Y también una cierta melancolía por el destino de ese modelo, de tanto esfuerzo.

Una herencia humanista

La figura de un Descartes humanista permite recuperar su herencia en el debate en torno a las Humanidades. Lo que nos dice Descartes en esa primera parte del Discurso del método no ha perdido un ápice de actualidad: hay un divorcio entre la generación del saber y su transmisión educativa. De modo que la creación del saber con frecuencia tiene lugar al margen de las instituciones. Y que las condiciones sociales educativas se apartan de las necesidades del saber que transmiten, resultando un cúmulo de respuestas a preguntas que raramente alguien se hace.

Es posible que la generación de los que padecen los actuales planes de estudio puedan reconocerse en las quejas de Descartes, alumno de los jesuitas en La Flecha, y eso que eran entonces los mejores pedagogos de Europa. El resultado, recordando a Petrarca, es que no sólo no había aprendido nada sino que se había vuelto más ignorante. No es difícil establecer el paralelismo con una sociedad actual de ignorantes (mal)educados.

Pero la aparente resignación cartesiana, su decisión de buscar en sí mismo y por sí mismo la verdad, ha despertado siempre la sospecha de aristocratismo del espíritu, de un sujeto fuerte, burgués, que puede permitírselo. En cierto modo, cumplía a la perfección las condiciones del genio que establecerá Schopenhauer, del filósofo por vocación (no bocación, insistirá): es producto de la naturaleza que le adorna con los dones del espíritu y de la materia, es decir, con las alforjas de las rentas. En resumen, el filósofo como dios manda es un rentista, lo contrario es un mercenario que dice lo que le mandan las editoriales y el Estado. Ciertamente, aunque no por necesidad, no despreció el mercenariado y tan pronto luchó (sin herniarse) como soldado a favor del protestante Mauricio de Nasau como del católico Duque de Baviera; y no hizo ascos al mecenazgo en forma de amistad, tanto de la princesa Isabel de Bohemia como de la reina Cristina de Suecia. Todo ello ha contribuido a forjar la leyenda de un Descartes “espectador”, representante de una teoría tradicional que deja intocado el mundo, tal como lo caracterizaran Horkheimer y Adorno.

Entre Dios y la nada

Hoy día la cosa no se ve tan simple. Ese sujeto moderno se nos aparece, como su mentor, más complejo y menos fuerte. Ya hemos señalado cómo Descartes para explorar las posibilidades de los seres reales acude a lo seres imaginarios. Se discute si la duda es real o metódica, si es verdadera o una ficción ese personaje entrañable del “genio maligno”, un ser que no tiene nada mejor que hacer que tratar siempre de engañarnos. ¿A quiénes? Después de llegar a la certeza de la existencia a través del cogito, Descartes se pregunta en las Meditaciones metafísicas: “¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente?” ¿Falta algo? ¿Es ésta la “época de la razón”?

No es simplemente la contrafigura de la imagen tópica del sujeto para quien ser es pensar (le encantaba hacerlo en la cama), y tampoco de ese modelo substancialista que concitara las críticas de la generación europea del 14, deseosa de superar un idealismo del sujeto autosuficiente y aislado del mundo. Porque, después de dar muchas vueltas sobre las causas del error humano, acudiendo nuevamente a lo imaginario encuentra Descartes lo real de nuestra condición: “advierto que soy como un término medio entre Dios y la nada”. Por una parte, ese Dios omnipresente en la filosofía idealista moderna, sin el que no hay experiencia ni esperanza y, por otra, una de las muestras de la geometría sentimental que la subyace, de la finitud humana en la figura de ese ángel caído que es el hombre.

Pero, a pesar de esta recuperación, de esta cercanía, hay algo que nos separa irremediablemente de Descartes y es su optimismo metódico. Su creencia de que hay una razón común a todos, o al menos, un “bon sens”, lo suficientemente repartido, que si se sigue el camino adecuado impulsará el progreso humano, nos parece hoy un tanto ingenua. Y no es la menor de nuestras tragedias educativas el que hemos sido educados en el criterio e ideal cartesiano de lo simple para vivir en un mundo complejo. No somos seres simples y por eso necesitamos una educación en la complejidad.