Letras

El último judío

Noah Gordon

10 octubre, 1999 02:00

Noah Gordon (Worcester, Massachusetts) es uno de los autores de best sellers más vendido del mundo. Un ejemplo: sólo en España se han lanzado 101 ediciones de su novela El médico. Ahora, el autor de El rabino y Chamán se planta en la España del siglo XV en vísperas de la expulsión de los judíos. Comienzan así las aventuras de Yonah Toledano, El último judío (Ediciones B), que presentará el propio Noah Gordon en España la próxima semana.

Yonah había tratado por todos los medios de asumir los deberes del hijo mayor, pero muy pronto comprendió que jamás podría ocupar el lugar de su hermano como aprendiz de platero, ni como hijo, ni como hermano ni de ninguna otra manera. La apagada mirada de los ojos de su padre acrecentaba su propia tristeza. A pesar de que desde la muerte de Meir ya habían ido y venido tres pascuas judías, la casa y el taller de Helkias eran todavía lugares de duelo.

Algunas de las piezas que tenía delante, las jarras de vino, estaban especialmente ennegrecidas por la suciedad, pero él no tenía ningún motivo para apresurarse, pues su padre parecía haber recordado de golpe la conversación que ambos habían mantenido hacía media hora.

-No irás al río. Busca a Eleazar y procurad no alejaros de casa. No es momento para que unos mozos judíos corran riesgos -señaló Helkias.

Yonah tuvo que asumir la responsabilidad que tenía Meir con el pequeño Eleazar, un delicado y enternecedor chiquillo de siete años. Le contaba al niño historias sobre su hermano mayor para que jamás lo olvidara y a veces tomaba la guitarra moruna de Meir, tocaba melodías y ambos entonaban canciones. Le había prometido a Eleazar que le enseñaría a tocar la guitarra tal como Meir le había enseñado a él. Eso era lo que Eleazar quería hacer cuando Yonah lo encontró jugando a la guerra con piedras y ramitas de árbol a la sombra de la casa. Yonah sacudió la cabeza.

-¿Bajarás al río? -le preguntó Eleazar-. ¿Podré acompañarte?

-Hay trabajo que hacer -contestó Yonah, imitando sin darse cuenta el tono de voz de su padre mientras se llevaba al niño al taller. Ambos estaban sentados en un rincón bruñendo plata cuando David Mendoza y el rabino José Ortega entraron en el taller.

-¿Qué noticias hay? -preguntó Helkias.

Mendoza sacudió la cabeza. Era un fornido constructor de mediana edad y tez muy pálida al que le faltaban varios dientes.

-No son buenas, Helkias. Ya no es seguro recorrer a pie la ciudad.

Hacía tres meses que la Inquisición había ejecutado a cinco judíos y a seis conversos, acusados de haber hecho once años atrás un conjuro en el que, según se decía, habían utilizado una oblea consagrada y el corazón de un niño cristiano crucificado, con el propósito de provocar la locura en todos los buenos cristianos. Aunque el niño jamás se había identificado -¡no se había echado en falta ningún niño cristiano!-, varios acusados sometidos a dolorosas torturas habían revelado detalles de la presunta acusación. Todos habían sido quemados en la hoguera, incluidas las efigies de tres de los condenados que habían muerto antes de la celebración del auto de fe.

-Algunos ya están rezando al niño "mártir". Su odio envenena el aire -dijo Mendoza en tono abatido.

-Tenemos que acudir a nuestros reyes en demanda de protección -señaló el rabino Ortega.

El rabino era un hombre bajito y huesudo con una mata de cabello blanco. La gente sonreía cuando lo veía avanzar tambaleándose en la sinagoga con el pesado rollo de la Torá para que los fieles lo tocaran o lo besaran. Todo el mundo lo respetaba, pero en este caso Mendoza discrepaba de él.

-El rey es también un hombre capaz de profesar amistad y mostrar simpatía, pero últimamente la reina Isabel se ha vuelto contra nosotros. Fue educada en el aislamiento por unos clérigos que moldearon que moldearon su mente.

El inquisidor general Tomás de Torquemada, mal rayo lo parta, fue confesor de Isabel durante su infancia y ejerce gran influencia sobre ella. -Mendoza sacudió la cabeza-. Temo los días que se avecinan.

-Hay que tener fe, David, amigo mío -dijo el rabí Ortega-. Tenemos que ir a rezar juntos a la sinagoga. El señor oirá nuestras súplicas.

Los dos muchachos habían interrumpido su tarea de bruñir unas tazas de plata. Eleazar estaba preocupado por la tensión de los rostros de los adultos y el visible temor que reflejaban sus voces.

-¿Eso qué quiere decir? -le preguntó en un susurro a Yonah.

-Después te lo explicaré todo -le contestó Yonah en voz baja, a pesar de que no estaba muy seguro de haber comprendido lo que estaba ocurriendo.

A la mañana siguiente, un oficial armado se presentó en la plaza del concejo de Toledo. Lo acompañaban tres trompeteros, dos magistrados y dos hombres armados del alguacil. Leyó una proclama en la que se comunicaba a los judíos que, a pesar de su larga permanencia en España, deberían abandonar el país en un plazo de tres meses. La Reina ya había expulsado a los judíos de Andalucía en 1483. Ahora les pedían que abandonaran todas las comarcas del Reino de España: Castilla, León, Aragón, Galicia, Valencia, el principado de Cataluña, el estado feudal de Vizcaya y las islas de Cerdeña, Sicilia, Mallorca y Menorca.

La proclama se fijó con un clavo en la pared. El rabino Ortega lo copió con una mano tan temblorosa que tuvo dificultades para comprender algunas palabras cuando las leyó en una reunión urgente del Consejo de Treinta.

Todos los judíos y judías de cualquier edad que vivan, residan y moren en nuestros mencionados reinos y dominios... no deberán regresar jamás ni residir en ellos o en alguna parte de los mismos, ya como residentes, viajeros o en cualquier otra forma, bajo pena de muerte... Y ordenamos y prohibimos que cualquier persona o personas de nuestro mencionado Reino se atreva públicamente o en secreto a recibir, dar cobijo, proteger o defender a ningún judío o judía...so pena de perder sus propiedades, vasallos, castillos y otras posesiones.
A todos los cristianos se les prohibió severamente experimentar una falsa compasión. Entre otras cosas, se les prohibía "conversar y mantener tratos...con los judíos, recibirlos en vuestras casas, trabar amistad con ellos o darles cualquier alimento para su sustento".

La proclama se había hecho "por orden del Rey y la Reina, nuestros señores, y del reverendo prior de la Santa Cruz, inquisidor general en todos los reinos y dominios de Sus Majestades".

El Consejo de Treinta que gobernaba a los judíos de Toledo estaba integrado por diez representantes de cada uno de los tres estados: destacados prohombres de la ciudad, mercaderes y artesanos. Helkias formaba parte de él por ser un maestro platero, y en esta ocasión la reunión se celebraba en su casa.

Los consejeros estaban anonadados.

-¿Cómo se nos puede arrancar tan fríamente de una tierra que significa tanto para nosotros y de la que hasta tal punto formamos parte?-preguntó en tono vacilante el rabí Ortega

-El edicto es una más de las muchas estratagemas reales para sacarnos más dinero en impuestos y sobornos -dijo Juda ben Solomon Avista-. Los reyes españoles siempre han admitido que somos su vaca lechera más rentable.
Se oyó un murmullo de asentimiento.

-Entre los años 1482 y 1491 -intervino Joseph Lazara, un anciano mercader de harinas de Tembleque-, aportamos nada menos que cincuenta y ocho millones de maravedíes a los gastos de guerra y otros veinte millones en "préstamos obligatorios". Una y otra vez la comunidad judía se ha endeudado hasta las cejas para poder pagar los exorbitantes "impuestos" o para hacer una "donación" al trono a cambio de nuestra supervivencia. Seguro que esta vez ocurrirá lo mismo.

-Tenemos que recurrir al Rey y solicitar su intervención -observó Helkias.

Discutieron acerca de la persona que debería presentar la petición y acordaron que ésta fuera don Abraham Seneor.

-Es el cortesano judío al que más aprecia y admira Su Majestad -señaló el rabí Ortega. Muchas cabezas asintieron en señal de conformidad.

Noah GORDON