Letras

Urge vender firma, razón aquí

23 mayo, 1999 02:00

Todos los años, por estas fechas, de las tierras del madrileño parque del Retiro brotan como hortalizas unas casetas colmadas de libros y de escritores. Entre el 28 de mayo y el 13 de junio, la Feria del Libro será un colosal escaparate literario con más de 350.000 títulos y millón y medio de visitantes acostumbrados a dar rienda suelta a un fetichismo literario que convierte el autógrafo del autor en obsesión. Este año, como otros, firmarán cientos de ejemplares autores como Alfonso Ussía, Antonio Gala, Lucía Etxebarría o Manuel Vicent (premio Alfaguara), más otros menos habituales como Antonio Soler (premio Primavera). Estamos ante la gran cita industrial de la literatura, un zoco que aviva en las editoriales un ánimo competitivo simbolizado por las listas de ventas. Precisamente por eso, y por todo lo que la Feria tiene de circense, abundan los escritores de calidad que se niegan a ser expuestos como mercancía y que insisten en que un vendedor de la Feria no es forzosamente un creador de altura. Para ayudar al lector a alcanzar su propia conclusión, hemos escuchado a los que van y a los que jamás irían, mezclando sus opiniones hasta encontrar quince razones por las cuales conviene pasarse por la Feria del Libro. O no.

Según cómo se entienda, la literatura puede ser un desgarro interior a la luz de un flexo o la feria de ganado de Torrelavega. Es decir, emoción o industria. O ambas cosas. La literatura alcanza su paroxismo industrial en la Feria del Libro de Madrid, que este año, entre el 28 de mayo y el 13 de junio, venderá volúmenes por un valor aproximado de 1.200 millones de pesetas.
La Feria está subrayada en rojo en todas las agendas de las editoriales, de eso no cabe duda. Pero la aceptación unánime de los editores, que no en vano son quienes convierten en producto una obra, no se traslada forzosamente a los creadores, algunos de entre los cuales abominan de la Feria. Según cómo la entiendan, los escritores pueden considerarla un gozo o una sombra, un escaparate que entibia la vanidad y donde «hasta se liga mucho» (Francisco Umbral), o una barraca circense donde se les exhibe como a la mujer barbuda o al oso panda y donde «hay gente agresiva que te insulta, no sé cómo no nos ponen guardaespaldas mientras firmamos» (Lucía Etxebarría). En cualquier caso, foro o zoológico, literatura o circo, gozo o sombra, la Feria es un zoco con poder de convocatoria que convierte al creador en póster animado, que desata fetichismos y que atrae, cada año, a alrededor de un millón y medio de personas. Alguna razón habrá. En concreto, quince razones. Son éstas.

1.-El autógrafo
El lector mitómano persigue el autógrafo como si fuese el liguero de una cupletista. Hay un afán taxidermista por colgar en el salón la testuz disecada del autor admirado. Como el autor no suele dejarse, el lector se contenta con su firma, por la cual soporta colas propias de los tiempos del racionamiento.
En la pasada edición de la Feria, Alfonso Ussía llegó a firmar 1016 ejemplares de las Memorias del marqués de Sotoancho en su primera entrega: «Después de las quinientas primeras, al que me pedía algo original tenía ganas de matarlo. Fue una fantástica tortura, maravillosa y agotadora, que me hizo perder la grafía: de tanto emplear mi firma, olvidé cómo hacerla, y sólo la recuperé meses después».
Pere Gimferrer jamás ha firmado en la Feria -«No soy de ésos...»-, pero sí comprende la satisfacción fetichista que se obtiene junto a la dedicatoria de un autor: «Yo mismo conservo un libro dedicado por Bor- ges. Una dedicatoria crea una vinculación afectiva con el autor admirado, al que uno siempre tiende a idealizar antes de conocerle». Precisamente por eso, conocer a un escritor resulta peligroso, porque el encuentro invita con frecuencia a la desmitificación, «sobre todo -asegura An- drés Trapiello, que jamás acude a la Feria-, cuando uno, como en mi caso, padece agorafobia y se pone nervioso. A mí el visitante de la caseta podría olerme el miedo que le tengo. Quiero que me lean, pero no que me toquen».

2.-Pasear a la perra de Lucía
Lucía Etxebarría vive con una perra a la que no quiere dejar sola. Ha prometido regalar un libro, este año, a cualquier lector que la pasee por el Retiro -a la perra, no a Lucía-. «Además -añade-, invito a mis lectores a que sigan regalándome corazones, como en años anteriores. Pero que los psicópatas dejen de pasarme declaraciones de amor y números de teléfono. Yo prefiero Internet: no atiendo al agresivo. Debería haber un cuerpo de seguridad para librarnos de los plastas. Es lo único en lo que estoy de acuerdo con Gala, que viene con guardaespaldas».

3.-Robar carteras
O la Feria planteada como negocio alternativo, que no sólo con libros se comercia: también se roban carteras. Tal vez no sirva para mejorar la cultura general de nadie, pero sí el bolsillo, porque el caso es que tironeros y descuideros causaron, el año pasado, casi un centenar de denuncias por hurto. Al menos, algún carterista puede haberse iniciado en la lectura gracias a su razzia en la Feria. Hubo incluso quien robó libros, lo cual adorna con un halo romántico a una suerte de tironeros culturales, a los que uno imagina como esos poetas hambrientos que frecuentaban el café de «La colmena», los Martín Marco de la Feria.

4.-Librarse de un hijo
O de una suegra. Una marea humana alimentada por un millón y medio de visitantes parece lugar oportuno para que se extravíe el familiar adecuado.
En la edición anterior, la megafonía oficial sirvió, unas cinco veces diarias, para reclamar la presencia de padres a los que se les había descolgado un hijo. El pabellón de libros electrónicos y de realidad virtual, el taller de guiñoles y las partidas de ajedrez de la zona infantil son los flautistas de Hamelín que provocan la mayor parte de las desapariciones infantiles, de las que también son culpables las casetas de cómics y las churrerías.
«Ojalá hubiese más churrerías y cosas así -apunta álvaro Pombo-. Yo echo en falta un ambiente más de romería, de verbena de provincias, con chocolaterías y algodón de azúcar. En la Feria hay demasiadas pretensiones de star-system, y eso queda petulante. Estoy de acuerdo en que se monte una fiesta en torno al libro, pero que no sea a la americana, que sea como en provincias».

5.-Reírse de quien no firma
Al escritor, por definición, se le tiene por un ente superior que cuando baja a comprar el pan lo pide en alejandrinos para que se le noten las lecturas. En el fondo, es un cara dudoso que se aprovecha del ingenio para vivir del cuento en vez de trabajarse una buena silicosis en una cuenca minera. Por eso, pocas cosas compensan tanto como contemplarle cuando está envasado en una caseta de cartón, con un bolígrafo inútil colgado de la mano y expresión de perro abandonado. El placer roza la lujuria cuando, en la caseta vecina, otro escritor ha convocado un rebaño de cientos de cabezas.
Alfonso Ussía: «No firmar es lo más espantoso que te puede suceder en la Feria. Es como si te exponen en un escaparate y nadie te compra. A mí me ha ocurrido alguna vez, estando muy reclamado por los lectores, tener sentado al lado a un colega al que nadie pedía nada. En momentos así, me siento como si estuviésemos en el zoo, siendo yo el oso panda y él el camello que no interesa a nadie». álvaro Pombo: «Si firmase doscientos libros o más, en vez de los treinta o cuarenta que suelo dedicar, me divertiría mucho más. Paso demasiado tiempo ocioso, sin saber qué cara poner».
Antonio Soler, premio «Primavera» por El nombre que ahora digo, se estrena este año en la Feria y confiesa albergar cierto temor al ridículo: «Hombre, hasta cierto punto. Depende de las expectativas que uno tenga, y yo sé que no soy un escritor de los más industriales. Sí me dolería comprobar, por ejemplo, que el autor que tengo al lado firma dos mil ejemplares y yo ninguno. Sería un poco incómodo, lo reconozco».
Lucía Etxebarría, en cambio, añora los tiempos en los que apenas firmaba: «Me lo pasaba mejor, me ponía a hablar con las azafatas de la caseta y poníamos a parir a todo el que pasaba por delante. La primera vez que fui a la Feria a firmar, como temía que nadie me hiciese caso, llamá a todos mis amigos, que se pusieron a hacer cola. Aquello se convirtió en una fiesta. Ahora, firmo tanto que, si viene un amigo, no puedo ni hacerle caso». Ya lo saben: aun habiéndose suprimido este año el placer sádico de las listas de ventas diarias, la extensión de las colas señala los caballos ganadores y dicta el Who is who de la Feria, que no el de la literatura, como apunta Francisco Umbral: «Los óscar no premian forzosamente las películas de más calidad, y con la Feria ocurre lo mismo. Es un barómetro comercial, pero hay que saber valorar la buena literatura más allá de la Feria y de las listas de ventas».

6.-Hacerse con un ajuar
O amueblarse un piso. O hasta encontrar ligue. Aunque son éstas ventajas de la Feria que están únicamente al alcance de los escritores, que a cambio de su firma reciben de los visitantes los regalos más dispares.
En algunas ocasiones, el regalo consiste en el visitante propiamente dicho: «Obviamente, no voy para eso, pero me ocurre ligar en la Feria -advierte Umbral-. Los lectores que me reclaman la firma son encantadores. Tanto, que a veces uno no puede conformarse con el minuto y medio que se tarda en echar una firma, y apetece prolongar el encuentro». Para el premio Nadal Gustavo Martín Garzo, el mejor regalo es conocer al lector: «Cuando suelto el libro, nunca sé muy bien adónde va o, mejor dicho, a quién va. Gracias a la Feria, de repente ese lector anónimo tiene un rostro, a veces uno que yo no imaginaba. Por eso, cuando descubro que mis lectores no son como yo los imaginaba, descubro también que a lo mejor yo no soy el escritor que imaginaba, sino otro».
Del año pasado, Alfonso Ussía recuerda un regalo hecho por una desconocida que le emocionó: «Estaba yo ahí sentado, en la caseta, cuando una chica guapísima que no compró un libro ni me pidió un autógrafo me puso un paquete entre las manos. Me dijo: ‘Gracias por haber hecho feliz a mi padre en los últimos días de su vida’, y desapareció. Cuando abrí el paquete, encontré una pitillera de plata marcada por unas iniciales, supongo que del padre de la chica. Imagino que el hombre debió de leerme mientras sufría una enfermedad, o algo así».

7.-El Retiro
El parque del Retiro, con sus mañanas de horchata y titiriteros, es una razón ajena a la Feria para visitar la Feria. «En realidad -según Umbral-, es la mejor razón para pasarse por ahí. A lo que yo voy es a pasear el parque, porque hace bueno, y eso. Ya que estoy ahí, pues aprovecho y firmo, pero lo importante es el paseo». «Estoy de acuerdo -tercia álvaro Pombo-. Es un lugar muy bello. Diría incluso que la favela de casetas que es la Feria constituye el único paisaje feo del Retiro».
Quien no parece armonizar tanto con la naturaleza es Lucía Etxebarría: «En esa época, hace un calor horrible, y encima está lleno de polen, por lo que me paso todo el tiempo con el inhalador en la boca, como Dennis Hopper en ‘Terciopelo azul’. No sé a quién se le ha ocurrido montar la Feria en junio. Yo me aso, encajonada en esa caseta que se convierte en horno».

8.-Gala como aparición
Los idólatras suelen convertir en santuario de su religión aquellos lugares en los que se aparece, por ejemplo, una Virgen. Antonio Gala es, en sí mismo, una religión de guatiné, y su caseta, un santuario asaltado por idólatras uterinos que nutren las colas más extensas y folclóricas de toda la Feria, ansiosos por llevarse a casa una bendición o un jirón de la toga Armani de Nuestro Señor. «Yo escribo para el pueblo, y disfruto del encuentro con mis lectores», dice el poeta. O sea, dejad que los míos se acerquen a mí, pero con guardaespaldas de por medio. Unos cinco mil ejemplares dedicó el año pasado. A Gala sólo le falta que sus firmas curen enfermedades.

9.-«Gilipollas», por Arturo Pérez-Reverte
Forges creó en sus chistes unas máquinas en las que cualquiera, previa introducción de moneda, podía escoger el tema o la persona a la que desease insultar. Desde su caseta, Pérez-Reverte recuerda una juke-box en la que, en vez de canción, se escoge exabrupto o fanfarronada bélica, siempre previa introducción de moneda. Lo dicho: un chiste de Forges.

10.-Gloria Fuertes
La Feria la homenajeará el próximo día 9. Toda una razón para ir.

11.-Razones para no ir
Ciertos escritores lo tienen muy claro: resulta fácil no acudir a la Feria, basta con renunciar a unos cuantos miles de ejemplares vendidos. Probablemente, el dilema es más profundo e impone una definición de la vocación propia, un dilema entre literatura de calidad y literatura comercial.
«En realidad -dice Gimferrer-, la literatura presente en la Feria no es solamente la comercial, pues ahí hay sitio para todo el mundo. Aunque, desde luego, yo no voy porque no creo que mi obra, que busca la altura, no la venta, pueda medirse por número de lectores». El ensayista José Antonio Marina es otro autor de los que nunca se dejan ver en la Feria: «Pero no estoy en contra de ella, porque creo que ayuda a que la gente le pierda miedo al libro. Pero a mí no me interesa, ni como lector, ni como autor. Como lector, ya me paso la vida en librerías, tengo incluso demasiados libros. Como escritor, me resulta violento estar en una caseta esperando a gente que igual luego no viene. Además, ya tengo contacto con mis lectores gracias a las conferencias y a las cartas que me envían, así que tampoco para eso necesito la Feria».
El conocimiento del lector es precisamente una supuesta ventaja de la Feria que también desmonta Andrés Trapiello: «Es falso, no puede llamarse contacto a medio minuto de charla. Comprendo que la Feria resulte interesante para los libreros por la necesidad de promocionar obras, pero yo llevo ocho años sin ir porque nunca estuve cómodo, todo me parecía un poco falso. Por otra parte, yo no aspiro a vender miles de obras, como otros escritores a los que por tanto les conviene ir a la Feria».

12.-Más razones para ir
Lo dijo Vargas Llosa: «La Feria de Madrid es la de más encanto de cuantas conozco». Y lo mismo opina Guillermo Cabrera Infante, otro iberoamericano que este año, por falta de salud, no acudirá a la Feria.
A diferencia de Frankfurt, y como solicitaba unas líneas antes álvaro Pombo, Madrid propone una Feria verbenera y festiva que parece concebida para que se diviertan incluso los iletrados. De hecho, los tragafuegos, guiñoles, caricaturistas y malabaristas del paseo del Lago semejan una prolongación de las casetas, aun no cabiéndoles en las gorras que pasan la recaudación de los feriantes literarios, que aspiran a las superventas con un escaparate que, en esta edición, exhibirá 350.000 títulos.

13..Un premio Nobel
Viene José Saramago. Una de las incógnitas de la Feria será comprobar cómo soporta las muchedumbres un hombre que por solitario se enclaustró en el retiro volcánico de Lanzarote.
Además, en un ambiente en que una cola más larga que otra puede provocar celos casi fálicos -«Por supuesto que los escritores se ponen celosos de los colegas que firman más. Somos como niños» (Gimferrer)-, habrá que ver cómo se cuida el portugués las espaldas. Ya saben que nunca falta quien, a la vista de un clásico, de alguien mejor, largue un buen «gilipollas».

14.-Arruinar a un librero
Parece ser que la Feria se basta para colmar el apetito de literatura de Madrid, que, por otra parte, y en cuestión de lecturas, es una ciudad más bien anoréxica. Por eso, los pequeños libreros, aquellos que no exponen en la Feria, sufren un déficit de ventas que amenaza su existencia, tal y como ha advertido José Antonio Marina: «La Feria es una amenaza para las librerías de fondo, que es donde en verdad hay que ir a comprar libros», y además durante todo el año, no sólo cuando lo ordene el calendario.
Otra visión del asunto tiene Jesús García Bayón, organizador de la Feria del Libro de Madrid: «La Feria concede a los autores una promoción de la que luego se benefician los libreros. Está comprobado que, al terminar la Feria, los libreros hacen pedidos mayores de los escritores que nosotros hemos promocionado. Por eso hay interés entre los autores por pasar por una caseta. No somos una amenaza».

15.-Comprar un libro
Lo olvidaba. En la Feria del Libro puede uno hasta comprar un libro. O dos.