
Thomas Mann y Marlene Dietrich fueron dos figuras de la cultura alemana con distintas posturas frente al régimen nazi
La cultura en el Tercer Reich: lo que queda después de que ardan los libros
El historiador canadiense Michael H. Kater explica en un libro cómo los nazis clausuraron la Bauhaus, demonizaron el jazz y demolieron la pluralidad sin pestañear.
Más información: "Peor lo pasamos en Teruel": la batalla de la Guerra Civil que se comparó con Stalingrado
La Cultura en la Alemania Nazi (Siglo XXI), del historiador canadiense Michael H. Kater es un ensayo que contiene la chispa o el embrión de muchos otros, pues el tema abordado suele solventarse desde cuatro tópicos básicos, mientras aquí se desgrana género a género, arte a arte, siempre desde la comprensión de que cada uno de ellos dependía de los designios de los jerarcas del Tercer Reich, sobre todo Adolf Hitler y Joseph Goebbels.
La Cultura, así en mayúsculas, suele dar algo de miedo. En Alemania, huelga decirlo, su importancia simboliza épocas. La precedente a la dictadura nacionalsocialista se impregnó de la esquizoide energía de la República de Weimar para ofrecer una modernidad internacional con esencia germánica. Fue el tiempo de la Bauhaus, la resaca del Expresionismo y el auge de la Nueva Objetividad, con Thomas Mann en la cumbre al ganar el Nobel de Literatura en 1929.
El autor de La muerte en Venecia fue uno de los mayores portavoces de los exiliados, si bien al inicio del régimen estuvo en los planes de Goebbels, estratega de todo este conglomerado y muy consciente de lo muy complicado que era implantar una Cultura Nazi al 100% que enterrara lo pasado, como si jamás hubiese existido.
La necesidad de mitos como Mann iba más allá de los libros, quemados en mayo de 1933 para corroborar desde lo escénico la persecución hacia las ideas y autores de esos volúmenes ardidos como cénit inaugural de una barbarie que consideraba Degeneradas, en mayúscula, determinadas expresiones artísticas del primer tercio del siglo XX.
La literatura y la pintura no fueron demonizadas, simplemente, que no es poco, debieron adaptarse a una serie de consignas y gustos afines a los del dictador, de un romanticismo trasnochado sin efecto práctico en la realidad, salvo por cómo su imposición conllevó prohibir o cerrar toda la herencia de Weimar. Los nazis clausuraron la Bauhaus, demonizaron el jazz y demolieron la pluralidad sin pestañear.
Kater es muy inteligente por cómo estructura la evolución del ensayo. Las artes más renombradas por tradición sólo podían ser útiles desde el logro supremo de una cultura por y para el estado. De ahí que tanto la escultura como lo arquitectónico gozaran de gran fortuna al ser configuradoras de la estética del Reich, una obsesión épico operística muy bien filmada por Leni Riefenstahl. No en vano, el ministro de propaganda juzgó que el cine era un formidable vehículo para las metas nazis al ser más directo y congregar a un mayor número de personas.
La concepción de lo cultural antes de la guerra también supuso la exclusión de los judíos, amparados hasta 1938 en la fachada de la asociación federal Judische Külturbund, repleta de músicos. Muchos de ellos con trabajo hasta la Noche de los cristales rotos del 9 de noviembre de ese mismo año.
La programación musical, sin autores extranjeros, mantuvo una oferta muy similar a la de la República de Weimar. Wagner y Beethoven eran maestros sin discusión, perfectos para pervertirlos desde lo político y una réplica para anular más si cabe a los renombrados compositores de la nueva generación y su amor por atonalidades y dodecafonías.
La guerra, el exilio y la hora cero.
En el ensayo es sorprendente encontrar pensamientos en apariencia aislados que enriquecen más el relato. Son perlas sutiles llenas de matices. Una de ellas delimita las fronteras a estudiar a través del expansionismo nazi previo a la II Guerra Mundial que integró a los Sudetes checos y Austria en el radio cultural del invasor. Esto tuvo consecuencias catastróficas en Viena entre fugas y el fin de una era pletórica, en declive desde la caída del Imperio austrohúngaro en noviembre de 1918.
Otro de estos destellos comenta la manera en que Adolf Hitler quería reforzar su poder como si fuera un emperador del Bajo Imperio romano. Se prodigaba poco en público para ser más omnipresente, lo que conseguía al haber comprendido cómo todos lo verían desde pantallas, lo escucharían en la radio y, puntualmente, podrían venerarlo cuando el mesías se personificara en sus localidades.
El uso intensivo de los medios de comunicación de masas disponibles por aquel entonces no implicaba dominarlos a la perfección. La leyenda sobre la eficacia de la radio en el Tercer Reich se pone en duda porque no bastaba con tener quince millones de aparatos entregados a la causa.
El mérito involuntario de las ondas fue anticipar formatos aún vigentes, como el talk show, con Concierto a pedido, programa musical con mucha audiencia gracias a las cartas de los oyentes, sección emotiva hasta los topes por la comunicación de los civiles con los soldados en el frente.
A partir de 1941 toda la maquinaria cultural se pone al servicio de la guerra y los noticieros son cuestionados por la población, sabia al leer desde lo negativo las proclamas no tan triunfales de las emisiones. El único consuelo que permaneció en pie hasta la rendición fue el cine, al menos en las salas amnistiadas por los bombarderos anglosajones.
Las películas que vieron los alemanes durante la guerra no han pasado a la historia del séptimo arte. Son paradigmas de lo propagandístico y su olvido refleja un error de planificación del Tercer Reich, incapaz o sin interés alguno en enhebrar un auténtico star system que pudiera reemplazar al dream team de los exiliados.
Muchos de los que hicieron las maletas toparon con un bache añadido. Los escritores en alemán no podían exprimirse en su lengua fuera del marco europeo, por lo que muchos tuvieron verdaderas complicaciones para sobrevivir. El mismo Thomas Mann no se alejó al 100% de Alemania hasta asegurar su economía en Suiza, para a continuación trasladarse a los Estados Unidos, autoproclamarse estandarte de toda una nación e hilar bastante fino en sus pronósticos durante la guerra.
Los que se marcharon
El nobel de 1929 no padeció como el resto de miembros del sector cultural, a los que trataba con desprecio, concediéndoles audiencia y creyéndose el único con carta blanca para opinar. Estuvo bien resguardado por mecenas, tours de conferencias y victorias en todas sus batallas, del triunfo de José y sus hermanos al agridulce placer de estar siempre en los titulares de los periódicos.
Marlene Dietrich estaba acostumbrada a salir en primera página, aprovechándolo durante la guerra para posicionarse en favor de los Aliados, a los que ayudó con giras para los militares. Había emigrado a Estados Unidos en 1930 y su antifascismo se forjó a finales de ese decenio, tras mantener una relación de tres años con Erich Maria Remarque, niño bonito de la agonía de Weimar por Sin novedad en el frente, al que conoció en la Mostra de Venecia de 1937.
En la sección centrada en los que se fueron, estas dos biografías son cumbres. Cada una muestra una senda. Mann, al transmitirnos su vida, tiene pequeñas grietas de su verdad política, mientras el mito de Dietrich alterna la sinceridad de su personaje con sombras anteriores que sus detractores aún emplean para cuestionar su compromiso contra el nazismo.
Muchos de los exiliados reinventaron su experiencia del destierro, exagerándola para posicionarse mejor tras el retorno. Mientras, un buen número de los que se quedaron devinieron reyes del disimulo y la espera tras la vorágine de juicios inmediatamente posterior a la caída de los responsables de tantos millones de muertes.
Mann pudo ser un peldaño de la reconstrucción en la posguerra. Declinó la invitación desde su altivez y el no verse rodeado de iguales para esa titánica tarea. Su fama y modus vivendi no requerían cargos institucionales. Es bien posible que su clarividencia le aconsejara no adentrarse en una selva ignota que podía salpicar su reputación, garantizada por su obra y celebridad en los cinco continentes.
La marea nazi dejó una ruina profunda, un hiato bestial de doce años sin una cultura imborrable, aunque aquí suele omitirse cómo sí dejó una estela entre la ciudadanía. A mediados de los cincuenta una encuesta informaba que el 30% de la población sentía nostalgia por el Tercer Reich.
La cultura para glorificar al estado fue el hito anhelado fruto de una ambición demasiado desmedida. La proyección del régimen sí rentabilizó lo documental del cine para crear una imagen, que en otros campos sólo se concretó a cuentagotas. Lo monumental del complejo de Albert Speer en Nüremberg quedó a medias y el Berlín capital del planeta sólo se diseñó en la megalomanía del Führer, de acuerdo con Joseph Goebbels en potenciar artes más populares, pues las élites podían navegar en otra dimensión y eran prioritarias desde otras perspectivas.
La Cultura en la Alemania Nazi solo tiene el defecto de los ensayos que abren horizontes poco abarcados hasta la fecha. A veces agradeceríamos más desarrollo de su infinitud de pequeñas tramas que buscan agotar el abanico, aún a sabiendas de la imposibilidad del envite. Por eso mismo el libro tiene muchos más en su interior, que abre muchas puertas y es, ante todo, una historia alternativa del Tercer Reich.