Vedran Smailović tocando en el edificio destruido de la Biblioteca Nacional de Sarajevo en 1992. Foto:  Mikhail Evstafiev

Vedran Smailović tocando en el edificio destruido de la Biblioteca Nacional de Sarajevo en 1992. Foto: Mikhail Evstafiev

Historia

Bosnia, hito más sangriento de las guerras de Yugoslavia, que azuzaron el rencor ruso

El balcanólogo Marc Casals, autor del libro de relatos La piedra permanece, centrado en el explosivo mosaico bosnio, explica cómo condicionaron estos conflictos de los 90 la visión geoestratégica de Putin

5 abril, 2022 03:35

“Desazona que las imágenes de Ucrania recuerden tanto a las grabadas en Sarajevo en la primera mitad de los 90”, apunta a El Cultural Marc Casals (Girona, 1980), autor La piedra permanece (Libros del KO), volumen en el que ha compilado dieciséis relatos que reflejan con trazo impresionista los complejos equilibrios étnicos y religiosos conformadores de la realidad sociológica de Bosnia-Herzegovina. “La semejanza se acentúa porque los bloques socialistas que están siendo arrasados son parecidos a los de Bosnia”, añade el periodista y traductor catalán, que lleva quince años viviendo en los Balcanes. Diez de ellos los pasó en la capital bosnia, ciudad víctima de un terrible asedio que se prolongó durante casi cuatro años tras el estallido de una guerra que arrancó el 6 de abril de 1992, hace ahora por tanto 30 años.

Que las escenas que vemos estos días de Kiev, Jersón o Mariupol remitan a aquel conflicto no ha sido, sin embargo, identificado por buena parte de opinadores y políticos actuales. Se insistió mucho en los primeros compases de la invasión de Ucrania que era el peor conflicto que vivía Europa desde el final de la II Guerra Mundial. O desde la caída de la URSS. Pocos reparaban en el sangriento desmontaje de Yugoslavia, que empezó con una guerra de tan solo 10 días en Eslovenia, cuando esta república declaró su independencia. Luego vendría un enfrentamiento mucho más duro entre croatas y serbios. Y, en el tercer capítulo, le tocó a Bosnia sufrir en su suelo los estragos del ultranacionalismo, donde se dieron hostias -perdón- todos contra todos.

Fue entonces despedazada una convivencia de etnias y -más bien- religiones particularmente entreverada en Bosnia. Buen ejemplo es el concepto conocido como komsiluk o vecindario. No era extraño que en un mismo bloque vivieran en distintas plantas serbios (ortodoxos), croatas (católicos), bosniacos (bosnio musulmanes) y judíos. En buena armonía, como recoge Casals en el primer relato (o reportaje literario) de su libro, Nuestro pan de cada día. La costumbre era que, en las fiestas más señaladas de cada credo (Ramadán, Semana Santa y Purim), los feligreses repartieran las viandas específicas de su tradición al resto de miembros del condominio.

Ese mosaico es el que fascinó a Casals, que iba para funcionario de la Unión Europea (estudiaba búlgaro para granjearse una plaza como traductor) hasta que, después de unos días en Dubrovnik (epicentro turístico de la costa dálmata), se adentro en los valles del interior de la península balcánica y se quedó prendado ipso facto de aquel paisaje. “Apenas llevaba una hora y media en Bosnia-Herzegovina cuando me paré en la ciudad de Mostar y, contemplando el puente otomano sobre el rio Neretva, me dije a mí mismo: “Un día vivirás en este país”.

Marc Casals en Sarajevo. Foto: Aida Redžepagić.

Marc Casals en Sarajevo. Foto: Aida Redžepagić.

Aquel presentimiento se cumplió. Y la vida en él, en contacto con sus gentes diversas, abiertas, bienhumoradas y propensas a la conversación, le dieron un material muy rico con el que amalgamar sus narraciones, en las que consigue imbricar con equilibrada habilidad la peripecia individual de los protagonistas con el decurso colectivo de un país aún bajo el trauma de la guerra. En sus páginas levanta acta de la lucha por salir a flote y mantener la dignidad del poeta y cineasta Ratko, del violinista sefardí David Kamhi, de la cantante en clubs nocturnos Alma, de la vendedora de flores en el cementerio de Potocari (al lado de la tristemente célebre Srebrenica, donde Ratko Mladic masacró a ocho mil musulmanes), del monje franciscano fray Mirko…

La cercanía a este caleidoscopio humano le suscitó el deseo dejar constancia de cómo encararon los años aciagos del plomo y el fuego y las penalidades a las que se habían tenido que sobreponer. “Parece un tópico, pero sentía que debía contar esas historias sí o sí y eso me dio la determinación para superar no pocas dificultades”, señala Casals. “Tenía claro que los capítulos del libro debían conformar un mosaico, aunque las piezas no siempre armonicen entre sí, porque esa es la naturaleza de Bosnia”. El caso es que durante la Yugoslavia de Tito sí que encajaron de una manera más o menos pacífica. El mariscal comunista, capaz de llevarle la contra al mismísimo Stalin (Yugoslavia nunca estuvo en el Pacto de Varsovia y practicó un comunismo más flexible que el soviético), consiguió meter en cintura las pulsiones nacionalistas y los efluvios religiosos.

“La pacificación étnica era una de las grandes obsesiones de Tito, porque había comprobado bien de cerca la destructividad de los nacionalismos yugoslavos en la Segunda Guerra Mundial. Aprovechando la ocupación por las Potencias del Eje, diversas guerrillas nacionales diezmaron a la población de otras etnias, con campos de concentración, en el caso de Croacia, y masacres atroces. Tanto la estructura federal de la Yugoslavia socialista, decidida ya durante la guerra, como la Constitución de 1974, a partir de la cual Bosnia ganó peso como república, buscaban apuntalar un sistema de contrapesos para evitar nuevos conflictos. Por desgracia no fue suficiente, con los resultados que conocemos”.

Pluralidad étnica estrechada

En efecto, el saldo trágico ascendió a 130 mil muertos (alguna institución lo eleva a 200 mil), que se dice pronto. Al final la ponzoña nacionalista acabó emergiendo cuando faltó la autoridad de Tito y la economía empezó a recrujir. Los instintos bajos se apoderaron de la escena pública y fueron agitados por líderes como Milosevic, Tudjman e Itzevegovic, duchos canalizadores del malestar social. Bosnia se llevó la peor la parte de aquel desmembramiento: sigue estancada económicamente, con la industria que poseía en Yugoslavia desbravada, con la pluralidad étnica estrechada tras los éxodos continuados de su población, y fuera de instancias supranacionales como la UE (en la que sí están Croacia y Eslovenia).

De todas las guerras de Yugoslavia -aclara Casals-, la de Bosnia fue la que causó más muertos, heridos y desplazados y, entre los Estados sucesores del país, es, tras Kosovo, el que tiene un estatus más discutido. La diversidad de Bosnia a veces puede convertirse en su maldición, porque en contextos de polarización nacional hace de ella un lugar propicio para el conflicto. Viajando por la antigua Yugoslavia uno se da cuenta de que, en una medida mayor o menor, con más o menos nivel de vida, la realidad en Eslovenia, Croacia, Serbia y Macedonia no está tan ligada a los 90. En cambio, Bosnia parece atrapada, siempre con la espada de Damocles de una partición” [partición de las dos entidades que la componen, la República Sprska, de hegemonía serbia, y la Federación de Bosnia y Herzegovina, la casa de los bosniacos y los croatas]. No es extraño pues que la yugonostalgia sea más elevada en Bosnia que en el resto de las repúblicas que integraron aquel Estado doblegado por el campanilismo fanatizado, de chetniks, ustachas y otras indeseables huestes.

En aquella sucesión de choques en la región balcánica se pudo comprobar que la lógica de dos bloque antagónicos de la Guerra Fría no se había superado y que todavía subyacía en la geoestrategia internacional. La OTAN llegó a bombardear Serbia, algo que todavía escuece en muchos de sus habitantes (miren en la hemeroteca las recientes declaraciones del laureado entrenador Obradovic cuando le preguntaron por Ucrania en la rueda de prensa tras un partido de la Euroliga).

Rusia, por el contrario, siempre respaldó a Serbia en las instituciones internacionales. “Para los nacionalistas rusos, la impotencia de Boris Yeltsin para detener esa campaña de bombardeos contra Serbia supuso una humillación histórica y ha marcado buena parte de la política exterior de Putin”, explica Casals, ahora afincado en Zadar (Croacia). Por otro lado, apunta que el reconocimiento de la independencia de Kosovo ha sido otra afrenta para el máximo mandatario ruso. Así que, concluye este balcanólogo impenitente, “las guerras de los Balcanes tuvieron cierto papel a la hora de conformar la visión geopolítica rusa que ha llevado a la invasión de Ucrania”. Ojalá que el boomerang no vuelva: que la barbarie putiniana no agite de nuevo el avispero balcánico.

De la fortaleza de Milosevic a la orilla del Drina: series y lecturas para entender una guerra compleja

La lectura de La piedra permanece se puede conjugar estos días con el visionado de la miniserie Los últimos tres días, que Filmin ha incluido recientemente en su catálogo. Con ella, Bojan Vuletic, abordó una cuestión espinosa entre sus compatriotas: la posición de Milosevic en 2001, encastillado en su casa y con sus seguidores rodeándola para que no fuera detenido y puesto a disposición de el Tribunal Penal Internacional, como se consiguió finalmente. Ariel, por otra parte, acaba de publicar La guerra en casa, del periodista Luca Rastello, que, como Casals, pone el foco en personas anónimas para dar una visión general del desastre.

Una perspectiva muy reveladora de cómo germinó el conflicto la ofrece Dios, patria y muerte: el fútbol en la guerra de los Balcanes (Altamarea), reconstrucción de Diego Mariottini del ascenso y caída del temible paramilitar serbio apodado Arkan, cuyo liderazgo se gestó en el seno de los Delije, grupo ultra del Estrella Roja de Belgrado. Títulos de gran interés también son Sarajevo (Malpaso), de Alfonso Armada; La hija del este (Seix Barral), de Clara Usón; Postales desde la tumba (Galaxia Gutenberg), de Emir Sulgacic; La desintegración de Yugoslavia, de Carlos Taibo, Casi masticarás piedras, de W. L. Tochman… Y no hay que olvidar la novela Plegaria en el asedio (Automática Editorial), del autor bosnio Damir Ovcina, inscrito en la línea de Levi, Grossman y Kertész. Ni a un clásico impepinable cuando de los Balcanes se trata: Un puente sobre el Drina (RBA) del Nobel Ivo Andric…