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Teatro

Muchas horas con Mario

15 octubre, 2010 02:00

Corría el año 2005 cuando una voz al otro lado del teléfono me propuso una cita para hablar de teatro. Ya instalados en una cafetería, Jordi González me pidió si quería dirigir a Mario Vargas Llosa. Le respondí que sí, que encantado, pero ¿qué pieza de Vargas Llosa? "Ninguna pieza suya", me respondió, "sino a él, como actor, en el Teatro Romea de Barcelona, junto a Aitana Sánchez-Gijón". En aquel momento sólo me asaltó un pensamiento: que tantos años de teatro habían servido para algo, para llegar a conocer personalmente a aquel señor que durante tantas páginas y horas me había acompañado en mis primeras lecturas y luego, a lo largo de la vida.

El encuentro tuvo lugar en su apartamento de Madrid. Resulta que Mario había asistido, en Milán, a un recital de Alessandro Baricco en el que el autor de Seda, acompañado de una arpista, leía fragmentos de sus autores favoritos. Y si lo había hecho Baricco, ¿por qué no podía hacerlo él, autor de varias piezas de teatro, que desde sus años más jóvenes, en su Arequipa natal, siempre había perseguido el sueño del escenario? Ahora, con su vida literaria ya cumplida y aún con maneras de galán, ¿por qué no concederse el regalo de retomar su primera ilusión? El hecho de hablar en público no le era extraño: lo había hecho mil veces como profesor, como conferenciante, como candidato a la presidencia de su país. La diferencia sólo consistía en que ahora no diría sus propias palabras, sino las de otros.

La intención de Mario era leer, junto a Aitana, cuentos de Faulkner, Onetti, Borges... que él mismo había adaptado para ser recitados a dos voces. Ante un público casi familiar presidido por Patricia, su esposa, Mario y yo (a Aitana le fue imposible acudir a esta primera cita), nos pusimos a leer uno de los cuentos. Al finalizar la lectura, que a mí se me antojó obtusa e inacabable, se escucharon aplausos y bravos. Pregunté a los presentes qué habían entendido de El infierno tan temido, de Onetti, que acabábamos de leer, y se produjo un gran silencio: les había gustado cada una de las palabras, pero no les había “llegado” la historia contada.

Entonces Mario, casi enfadado por la respuesta unánime, indignado porque no hubiésemos sabido disfrutar de la maravillosa escritura de Onetti, a petición mía, se dispuso a explicarnos lo leído. Fueron veinte minutos mágicos: todos y cada uno estábamos hechizados por las palabras que iban saliendo de sus labios; conocía tan profundamente el relato que parecía que lo vivía desde dentro, como si aquello que no explicaba no fuese leído, sino vivido por él en otra vida, la de la ficción. Ahora sí: lo complejo se había tornado fácil y ya todo era de una diáfana inteligibilidad. Y en aquel momento tomamos la decisión: Mario no leería: nos contaría, como a niños mayores, con toda la pasión que por ellos sentía, sus cuentos favoritos. El espectáculo se llamó La verdad de las mentiras. En todas las representaciones en Barcelona, Madrid y Guadalajara (México) se colgó el cartelito de “Agotadas las localidades”; no es frecuente ver a un mito vivo de la literatura subirse a un escenario a ejercer de cuentacuentos.

El milagro escénico consistía en asistir en directo a la búsqueda de la palabra justa, del adjetivo incontestable: Mario era feliz, Aitana también por estar a su lado como espectadora privilegiada, y un servidor encantado de ser el otro vértice de aquella compañía de teatro que bautizamos "Ménage à Trois".

Esto fue sólo el principio: al cabo de pocos meses, Mario nos anunció que estaba trabajando arduamente en nuestra próxima aventura: una adaptación de la Odisea, de Homero, que llevaría por título Odiseo y Penélope y que estrenaríamos en el Anfiteatro de Mérida. Y así fue. Y como no hay dos sin tres, luego vendría una recreación de Las mil noches y una noche, que se pudo ver en Sevilla, Madrid y Tenerife. Y pocas semanas antes de que le cayera el Nobel, aún nos hablaba con pasión de que, al acabar su novela sobre el Congo, se aplicaría a escribir la adaptación de un clásico universal cuyo nombre aún no puedo revelar. La Academia sueca llega tarde: Aitana y yo ya dimos desde el primer ensayo nuestro particular Nobel a nuestro amigo y maestro Mario por su desbordante humanidad, la generosidad con la que recogía nuestras observaciones (!hicimos tachar o reescribir escenas a un Nobel!), por su férrea disciplina de joven actor, su inteligencia, su gracia, su cariño, por las muchas cenas y carcajadas compartidas. Un lujo, créanme.