Balsa-Medusa

Balsa-Medusa

Clásica

Beethoven, sinfonías como principio de esperanza

El pensador disecciona los nueve hitos de su ciclo sinfónico y concluye que su máxima aspiración, plasmada nota tras nota, es salvar a la condición humana e indicarle el camino definitivo hacia la libertad

16 noviembre, 2020 09:18

El ilustre pianista amigo de Beethoven, Johann Baptist Cramer, señaló que sólo la música del maestro alemán podría consolarnos de la pérdida de Mozart. Sin entrar en una valoración de esta naturaleza, lo que sí puede suscribirse es que la obra de Beethoven fue un modo de restañar su memoria, aunque pronto tomó una dirección muy distinta a la del autor de Don Giovanni, y no tanto por cuestiones musicales, que también, sino por el diferente espíritu que alientan las composiciones de ambos. Que algunos estudiosos identifiquen, por ejemplo, la obra de Mozart con la filosofía de Kant, y otros asocien a Beethoven con el pensamiento de Hegel, explica, aunque de manera imprecisa, la diferente percepción que se tiene de su música. Sin embargo, ya lo sabemos, las cosas no son tan sencillas, tan llanas.

En el paso de los siglos XVIII al XIX se produjo una ruptura ideológica y estética tan inapelable, que difícilmente podríamos encontrar un vínculo entre los dos genios. Es cierto que los cielos encapotados del Sturm und Drang ya habían dejado una luz tenebrosa en algunas de las partituras de Haydn, pero este embate pasional y ‘tormentoso’ carecía de la radicalidad que años más tarde, no muchos, condicionó el sentir romántico. El nuevo siglo, más que un tiempo, fue una actitud, una promesa, de modo que no debe sorprender que el encuentro entre Goethe y Beethoven en el balneario de Teplitz, que tuvo lugar en el mes de julio de 1812, fuera, por así decir, poco amigable. Dos mundos equidistantes, dos miradas, dos horizontes.

Lo que diferenciaba a Beethoven de sus inmediatos antecesores era capital: en su música subyacía una voluntad, un auténtico proyecto, del que Haydn y Mozart carecían. De hecho, el siglo XIX nació —no sólo en lo musical— como una gran propuesta que, lo mismo que Hegel en sus páginas filosóficas, tenía como intención culminar la Historia, y, en el caso que nos ocupa, la historia de la música. Se trataba de crear una totalidad, un ideario definitivo e incontestable. No es casual que en la misma época en que Beethoven compuso la primera de sus sinfonías, finalizada en 1800, tuviera en mente la creación de una partitura como Las criaturas de Prometeo, el titán que pugna por retornar el fuego a la Humanidad.

El temperamento de Beethoven encontró en la sinfonía un instrumento privilegiado con el que construir un lenguaje nuevo, subjetivo, una forma vehemente y descriptiva capaz de expresar las pasiones de manera desnuda, sin necesidad de veladuras. Sólo en algunas de las sonatas pianísticas y en los últimos cuartetos de cuerda alcanzó la continuidad y la altura del repertorio sinfónico, tan influido ya por los ecos literarios, como correspondía al pleno Romanticismo. Es ahí, en la complejidad de una gran orquesta, donde pudo trabajar más resueltamente, y hacerlo con una inquietante materia prima: el destino. Quien escuche las nueve sinfonías advertirá la epopeya que se encierra en ellas, el encarnizado combate que implica la búsqueda del absoluto. Y si es verdad que sus dos primeras sinfonías están todavía alentadas por la maestría de Haydn, la Tercera, conocida como Heroica (opus 55), irrumpe con la decisión de un nuevo y arrebatado sinfonismo, muy plástico y de gesto impositivo.

Fue en la complejidad de una gran orquesta donde Beethoven pudo trabajar con una inquietante materia prima: el destino

Es en esta composición, escrita en los años 1803 y 1804, donde se vislumbran los fundamentos de la que será su propuesta, una música capacitada para expresar, como nunca antes, el conflicto interior humano, una metafísica de complejos acordes que pregunta con obsesión por la melodía del devenir. Y aquí, en este punto, es donde, en lo sinfónico, podemos hablar del que hemos llamado su proyecto: pensar el destino de los pueblos, afianzar el sentimiento de esperanza y hacer de ella una patria, una espera que no está en el futuro, sino en el ahora y, por eso mismo, permite vivir la salvación en el propio presente.

Si, a efectos políticos, pero también morales e intelectuales, la Revolución francesa había quedado en entredicho, las generaciones posteriores se vieron impelidas a la apuesta por una fraternal comunidad, cuya encarnación podría llevar muy bien el nombre de Europa. No es tanto una sustitución como el empeño de humanización de un nuevo reino. Es innegable que su primer e impetuoso —y no menos ingenuo— apoyo a Napoleón habría que entenderlo en este sentido: el futuro emperador se presentaba como la única posibilidad de una concordia entre los hombres, lo que auguraba, de conseguirlo, una feliz y definitiva victoria sobre toda forma de opresión.

No encontramos una sinfonía de Beethoven en la que no haya un pulso por revelar y conquistar la trascendencia, por ofrecer un lenguaje a momentos arriesgado con el que paliar, si se quiere decir así, la fatalidad de la muerte. Qué es, si no, la Quinta de su serie sinfónica —madurada entre los años de 1805 y 1808—, la cual puede entenderse como un conjuro ante la finitud, como un alegato en favor de la armonía entre los hombres, fáciles presas de la discordia. La vocación de su música es utópica, profética, se siente incómoda con el nihilismo; no trata tanto de afirmar como de elevar los espíritus a una región luminosa, esa misma a la que había aspirado su coetáneo Hölderlin.

Pero Beethoven no permite, como hiciera este poeta, la melancólica lejanía, porque busca el cuerpo a cuerpo con quien escucha su música: lo interpela e insta a tomar partido, lo sujeta por la solapa como hace aquel decidido ángel de Rilke en las Elegías de Duino. Y este mismo ímpetu es el que se manifiesta, aunque en otra dimensión, en su Sexta sinfonía, la célebre Pastoral, que, por más que describa un paisaje y el violento desatarse de una tormenta, para luego llegar a la serena quietud, lo que persigue es convocar a todos aquellos que están implicados en el deseo de conquista de un mundo superior. Todo en Beethoven es un compromiso de acercamiento, un anhelo de anticipación de la utopía.

El sinfonismo del siglo XIX está profundamente determinado por la épica beethoveniana, cuya intención, heroica y obstinada, lo sitúa en la posición de un superviviente enfrentado por designio a la adversidad, como si fuera una de aquellas desgarradas y últimas figuras que luchan con denuedo en La balsa de la Medusa, de Géricault. Pura dificultad, pura desventura, pero desafío al fin, que es de lo que trata el alma romántica. Conflicto y firmeza. Aunque sólo sea una coincidencia, no está de más decir que los primeros borradores de la universal Novena sinfonía coinciden en el tiempo con la finalización de la turbadora obra del pintor francés, ahora mencionado. Porque también en la que fuera la última de sus páginas sinfónicas se aspira, por dramática que sea, a la salvación, a la empecinada afirmación de la vida y al pronunciamiento de un definitivo camino de libertad.

La 'Quinta Sinfonía' de Beethoven es un conjuro ante la finitud, un alegato en favor de la armonía de los hombres

El coro que eleva los versos de la oda de Schiller es una declaración moral, no sólo un acto de fe, sino una restitución, una especie de definitiva donación de la tierra a sus moradores. Los hace propietarios de pleno derecho. Ahora, cada uno de los seres humanos tiene bajo los pies el edén de su dignidad. Este es el significado de una composición de aires titánicos, estrenada en mayo de 1824 —es decir, tres años antes del fallecimiento del compositor—, que nunca dejó de obsesionar a músicos como Mahler.

Y, sin embargo, en el fuero interno de Beethoven, y eso es llamativo después de lo que acabamos de decir, se libraba una batalla sin cuartel entre la exaltación y la misantropía. Quienes le conocieron hablan de un ser huraño e impulsivo, colérico a veces, desmañado y muy desconfiado, de alegría pasajera. Su alumno y amigo, el cercano Ferdinand Ries, lo recuerda con un gran desaliño, la barba a medio afeitar, despeinado, el piano lleno de manchas de tinta porque, con sus distracciones y gestos bruscos, casi siempre torpes, derramaba el tintero una y otra vez. El caos de su estudio no debía envidiar en nada al que Diderot había tenido en París. Es cierto que su carácter estaba condicionado por el continuo fracaso amoroso en el que vivió, y también, no es difícil adivinarlo, por la sordera que le torturó en lo más hondo y durante décadas. No deja de ser llamativo que esta falta auditiva coincida con el inicio de su ambiciosa escritura sinfónica.

Si Beethoven representa la instauración de una esperanza laica —queremos decir de una esperanza universal—, hoy viviría nuestro mundo como una dolorosa distopía. Ni en el peor de los casos hubiera podido imaginar las muchas derrotas y humillaciones que iban a padecer cuantos se esforzarían en nombre de la igualdad y la fraternidad. El coro unánime de su Novena sinfonía se oiría muy a lo lejos en un finale desolato.