Gata Cattana en una imagen de archivo. Foto: Europa Press

Gata Cattana en una imagen de archivo. Foto: Europa Press

Música

Gata Cattana: lo que pudo ser y no fue

Se cumple el sexto aniversario de la muerte, a los 25 años, de la rapera, poeta y activista que luchaba con talento y rabia por la justicia social

2 marzo, 2023 02:28

Para los que somos de la generación de Ana Isabel García Llorente, muchos la vimos como una rara avis dentro de la cultura actual. Ana se hacía llamar Ana Sforza en honor a Catalina de Sforza, la amazona que se enfrentó al papa Alejandro VI y la única mujer que plantó cara a César Borgia. Gata Cattana es el alias que se puso cuando empezó a rapear en 2010 y que la acompañó hasta su muerte un 2 de marzo de 2017 de un shock anafiláctico a los 25 años.

Gata no hacía declaraciones grandilocuentes, ni tampoco buscaba titulares. Seguramente, nunca pensó en que se convertiría en una de las artistas más respetadas de nuestra época. Mi generación había visto varios horrores antes de conocer a Gata Cattana: el rap de Antonio Resines con el Langui en la gala de los Goya de 2008, los grupos indie de comercial de Herbalife como Love of Lesbian, Sidonie o Lori Meyers o a John Cobra sabotear una gala de Eurovisión.

Gata Cattana tenía el compromiso de la canción protesta y la rabia del rap y el flamenco. Frente al artista bohemio, genial, maldito y narcisista, la andaluza reivindicaba el papel del creador comprometido con su comunidad. La escritura era para ella el pegamento que la unía al mundo. Tenía un don innato para la poesía. Consideraba que era la herramienta perfecta para hacer pedagogía con su público. Le gustaban los escritores de pensamiento irónico, porque revelaban mejor las contradicciones del mundo que los que no lo eran. Le gustaban los escritores comprometidos con su pueblo, porque para ella lo personal y lo colectivo también eran cuestiones políticas. Gata Cattana venía del feminismo andaluz, de las abuelas que se sacaban la silla a la puerta de casa; de una tradición literaria que rechazaba el clasismo. De un materialismo histórico que ella convirtió en poesía.

La joven Ana Isabel García Llorente pasaba días en su habitación leyendo a Sófocles, Bertolt Brecht, García Lorca, Donna Haraway, Silvia Federici y a José Luis Sampedro. Disfrutó de una niñez y adolescencia plácidas en su Adamuz natal, un pequeño pueblo de apenas 4.000 personas de Córdoba. Con dieciocho años se trasladó a Granada para estudiar ciencias políticas, participando en las protestas estudiantiles contra el Plan Bolonia. En 2011 hizo lo mismo con el 15-M.

Sus amigos decían de ella que sería la presidenta de la tercera república. Veía el futuro como algo brillante y un territorio que se extendía ante ella a la espera de ser explorado. Gata se encargaba de adornarlo con libros, discos y películas. Consideraba su casa como una gran biblioteca a la que se le podía añadir nuevas fuentes de conocimiento.

A menudo, se perdía en sí misma y entraba en el mundo que le fascinaba: el de Lisístrata y la huelga sexual de las mujeres en la Atenas clásica; el de Teodora de Bizancio mandando ejecutar a los amantes que la habían traicionado; el de Sócrates luchando contra la manipulación de quienes lo acusaron de corromper a la juventud ateniense. Leía y releía a los poetas latinos, fascinada por la manera sencilla en que aceptaban la muerte, como si la desaparición del cuerpo solo fuera el precio a pagar por los días felices.

Nos habló sobre el amor de los pobres, de sus vidas rutinarias y de gastos imprevistos; de facturas y angustias; de vidas anónimas que habían aprendido a amarse a oscuras y a valorar la ternura y el afecto como su único patrimonio. De ella aprendimos que la poesía es un arma cargada de miseria, que aniquila al enemigo y al que pulsa el percutor, que erosiona despacito. A buscar la verdad en la suma de las perspectivas y la totalidad de sus negaciones.

Los siete contra Tebas, Banzai o La escala de Mohs son el legado de una chica que incluso antes de sacar un disco ya era un ejemplo para muchos raperos y poetas. Nina Simone, Princess Nokia o la Mala Rodríguez, en compañía de Góngora y Quevedo, le permitieron fusionar el siglo XVII con el XXI: trascender el pastiche y hacer de su música un diálogo entre pasado, presente y futuro. Gata se dio cuenta de que la Academia de Platón y la tinaja de Diógenes se necesitaban. Pensaba que el arte moría si dejaba de exponer sus propios límites y los verdaderos problemas de su tiempo: el problema de la vida, de su razón de ser, y de los modos de habitarla.

Mientras escribo sobre la andaluza, pienso en lo mucho que ha cambiado la música en estos seis años que han pasado de su muerte. Los que adoran el trap y la música urbana están contentos de que las viejas jerarquías desaparezcan. Como si para entender a Bob Dylan tuviéramos que entender primero a Walt Whitman. Los detractores de la música urbana, por el contrario, todavía añoran la separación entre alta y baja cultura, como si para entender a Bizarrap uno tuviera que ver vídeos de Jaime Altozano o leer a Alex Ross.

Todo aquello que no se le pide al rock ahora se lo exigimos a unos chicos que tienen una relación distinta con la cultura y que viven en un estado de emergencia permanente. Basta con leer la mayoría de las secciones de cultura en los periódicos y los comentarios en redes sociales para comprobar que nos hemos convertido en John Cusack en Alta fidelidad: ¿escuchamos pop porque estamos tristes o estamos tristes porque escuchamos pop? Nuestra adicción a la retromanía no proviene de la escasa originalidad que se le achaca a la mayoría de artistas actuales, sino que es la esencia misma de la música.

La palabra futuro ha sido explotada hasta la saciedad en los últimos cincuenta años en la música. ¿Kraftwerk? El futuro. La robótica. Como en la primera mitad del siglo XX. ¿El punk? ¿Quién no veía en el punk la música de los hijos cuyos padres habían crecido con el Espíritu del 45? El no future del punk era, precisamente, un canto al futuro. Sid Vicious o Johnny Rotten oficiaron la misa fúnebre por el alma de la socialdemocracia europea. Ese lumpen reclamaba la actitud de Chuck Berry, Little Richard y Fats Domino. Esos chicos extraviados de los arrabales de Londres detestaban la pose de estrellitas de los Stones o Led Zeppelin. Mirar al futuro para los punks era volver al pasado. Los raperos se pertrechaban de clásicos del funk, del blues, del jazz y del soul para huir de una cultura blanca que los excluía. Incluso el mundo del heavy metal tiene que recurrir a músicos de los setenta y ochenta para alimentar a una parroquia que se quedó estancada en el Black Album de Metallica. 

La música actual —y de esto Gata Cattana era consciente— no busca emancipar a nadie de nada. Queremos que las canciones y los conciertos lo arreglen todo, que los cantantes eduquen y, al mismo tiempo, sean irreverentes. Al siglo XX se le pedía que la música acabase con el capitalismo; hoy, en cambio, muchos cruzamos los dedos para que no sea el capitalismo quien acabe con la música. Pienso que de tanto buscar nuevas vanguardias y experiencias novedosas, la vanguardia se ha convertido en algo obsoleto.

Tal vez haya llegado el momento de plantearse si todos esos cantos al pasado, más que una nostalgia dulce, son el discurso dominante de una generación que vivió los grandes relatos de la modernidad. Se habla mucho de la nostalgia desde la necesidad de acumular recuerdos conforme nos hacemos mayores, y poco de la melancolía como síntoma del estado de la música en una época en la que no hay alternativa posible a las implacables fuerzas del mercado.

Gata Cattana era humilde en cuanto a su misión en el mundo: "Cuando me canse del rap, haré discos de blues. Y, cuando me canse del blues, escribiré un libro. Y, cuando lo acabe, daré clases a los chavales". Vivió con sed y con la urgencia de calmarla. Luchó contra el cinismo del mundo desde que era adolescente, cuando muchos de nuestra generación habían sufrido tanta mentira, que había que pelear para que no se nos olvidara nuestra misión en el mundo.