Música

“Los amos”

28 septiembre, 2006 02:00

Pues así están las cosas: con apenas unos pocos cantantes de la categoría de los de décadas pasadas, con directores de orquesta divididos entre los de escasa personalidad y aquellos para quienes lo más importante es adorar al becerro de oro y sin gente de talento en la cúpula de los teatros, los que mandan en el panorama lírico son los directores de escena.

Sólo así se entienden producciones como el último Rapto en el serrallo salzburgués, con su contenido oriental cambiado al cuento de unas parejas casándose, abriendo sus regalos de boda y descubriendo rápidamente las bondades del intercambio de parejas sin importar sexos. La historia hasta llegar a este vandalismo es clara: se empezó por trasladar los libretos a otras épocas y situaciones, se alteraron luego los números musicales, más tarde se cambiaron los diálogos y recitativos, se continuó variando a conveniencia los textos de las arias y, finalmente, se ha llegado a reescribir totalmente el libreto, eliminando personajes para introducir otros nuevos más acordes con la historia que el director escénico de turno quiere contar.
Todo ello es posible porque no hay cantantes ni directores musicales de talla que se opongan a tales barbaridades. El público se divide en sus reacciones. ¿Quiénes de ustedes seguirían colocando en una pared de su casa un cuadro por el que hubiesen pagado una fortuna tras descubrir su falsedad? Algunos lo harían, confiando en la ignorancia ajena, mientras que otros lo destrozarían para no tener que recordar permanentemente su estupidez. Algo así sucede entre los espectadores, sólo que hay, al menos, tres diferencias fundamentales: el cuadro permanece mientras que la música dura tres horas. En el caso de la ópera se paga el entorno y sus circunstancias sociales y el desconocimiento es mucho mayor. Unos aplauden la brillantez de un espectáculo teatral brillante y otros protestan la burda falsificación.

Y son cada vez menos los genios capaces de llevar a buen puerto una idea inicialmente descabellada. De ahí que la mayoría de las falsificaciones sean, además, rematadamente malas.