Música

El gran alquimista de su tiempo

Mozart a los 250

26 enero, 2006 01:00

Gerhard Balluch como Salieri en el montaje de Amadeus visto este año en el Schauspielhaus de Graz. Foto: Peter Manninger

La universalidad de Mozart no viene dada por una dimensión humanista, ya tan decididamente romántica y accesible a una sensibilidad como la de Beethoven, sino por la amplitud y variedad, la multitud de rostros, la pluralidad de estilos que podían existir, y aun coexistir, en su música. "Como usted sabe, puedo adoptar o imitar más o menos cualquier clase y estilo de composición", había dicho el joven genio a su padre en carta de 1778. Alfred Einstein se inventó un término para definir este fenómeno: la supranacionalidad. No se está ante un compositor de tipo italiano o germano, y menos de tipo francés. Estos son únicamente rasgos externos. Sucedió más bien al contrario: lo italiano, lo alemán, lo francés, fueron determinados, cualificados justamente por su música. Era ésta la que dotaba de carácter a aquellos rasgos. De ahí que nuestro compositor acabara siendo tan influyente en los estilos que terminarían por adoptar, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, las músicas oriundas de Italia, Alemania o Francia; o las músicas acogidas a los estilos propios de tales zonas sociales o geográficas.

Consejos directos de Bach
Probablemente, no ha habido en la historia de la música ningún creador de tan amplio espectro, que haya cultivado con tanta fortuna todos los géneros. Quizá Haendel, aunque, por su ubicación cronológica, no llegara a desarrollarse por completo en el terreno del concierto (pese a su excelente colección para órgano) y no se adentrara en formas camerísticas que no se habían inventado todavía (cuarteto, quinteto). Puede que Schubert estuviera más cerca, pero no llegó a cuajar como operista y, además, vivió aún menos. Estudiosos como Wyzewa y Saint-Foix se preguntaban cómo el salzburgués había podido sortear el peligro de una educación paterna fundamentalmente instrumental. Incluso puede decirse que la escritura mozartiana es especialmente vocal; aunque, como Beethoven, empleara el teclado para expresarse.

Resulta milagroso que Mozart, viajero desde los seis años, sometido a tantas y tan variadas influencias, no acabara sucumbiendo a ellas y perdiendo una personalidad que, sorprendentemente, se fue forjando entre idas y venidas, a lo largo de extensos y fatigosos desplazamientos, a través del contacto con gentes de la más diversa laya, de estirpe noble en gran parte de los casos. Tenía sin duda un singular poder de resistencia -aunque el ajetreo acabaría pasando factura al final de su corta vida- y una extraordinaria capacidad de síntesis para asimilar justamente aquello que interesaba a su arte. Caso muy distinto al de Haydn, innegablemente cercano a las influencias que llegaban a sus sedentarios retiros de Weinzierl, Lukavec y, particularmente, Esterházy; en cierto modo aislado del mundanal ruido. La existencia de Wolfgang, mucho más breve, desde luego, fue, sin embargo, bastante más rica, cambiante, variada, caleidoscópica y cuajada de importantes vivencias que fueron sin duda alimentando su mente, su espíritu y su inspiración.

Tantos viajes, tanta personas en ellos, tantas influencias. Ahora nos resulta asombrosa la mentada capacidad de síntesis de un hombre que recibió consejos directos de Johann Christian Bach, al que conoció en Londres en 1764, que cultivó los contactos en París con músicos como Schobert, Philidor o Gossec y que estaría tan ligado a Mannheim a través de Cannabich y otros músicos de la famosa escuela como Wagenseil o Stamitz. De una manera paulatina y natural asumiría procedimientos, heredaría y transformaría técnicas con un criterio muy personal. Esas influencias correrían por sus venas como la sangre renovadora y renovada y le darían alas. Entre ellas, por supuesto, no deben olvidarse las que recibiría en Italia de Sammartini o del famoso tratadista Padre Martini, quien le encauzó en el camino del más severo contrapunto y quien le descubriría los misterios del stile antico, que el músico trabajaría afanosamente en el futuro. Sus estudios de partituras de Haendel o Johann Sebastian Bach serían también fundamentales a este respecto. Y en Italia conocería Wolfgang, de primera mano, los secretos del estilo napolitano, del más elocuente género bufo y serio o semiserio. Jommelli, Scarlatti o Boccherini serían compositores que le revelarían nuevos caminos por los que, a su modo, circulaba también Salieri, hombre influyente e importante en Viena, directo rival de nuestro músico.

Simplicidad y pureza
He ahí la gran habilidad del músico salzburgués: saber mezclar, combinar, alternar estos rasgos, ahormarlos, como se ha dicho, a su manera; en la que también, cómo no, latía toda una tradición, la suya, la germana, en la que se había bañado no hacía mucho Gluck, el progresista y de quien emplearía determinadas soluciones vocales e instrumentales, aunque en general Mozart fuera algo más conservador. Dos rasgos que convienen siempre a la obra de Mozart son los de simplicidad y pureza. Aparece ordenada desde dentro con un poder de fluencia muy especial; como la de Bach en este sentido. La escritura es muy transparente y su lenguaje no incorpora elementos realmente nuevos respecto al de otros compositores, ni en lo rítmico, ni en lo armónico, ni en lo instrumental.

Siendo esto así, es indiscutible que tales factores son llevados por el salzburgués hasta el límite, con una increíble capacidad de proponer nuevas soluciones a problemas viejos, lo que proporciona una luz distinta sin que se transgreda una gramática establecida, anclada en autores del pasado y en una tradición a la que el compositor austriaco rejuvenece. Lejos quedan los tiempos en los que no se acertaba a ver en Mozart no ya al inventor de un nuevo lenguaje -que no lo es, en efecto-, sino, ni siquiera, al autor estilizado, progresista y profundo, a despecho de ese sólo aparente conservadurismo -más marcado en la ópera-. Tiempos en los que su música era considerada únicamente como amable, serena, apolínea y se reclamaba por ello, a la hora de interpretarla, una permanente contención y un exquisito cuidado para nos traspasar ciertas fronteras estimadas de buen gusto.


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