Teresa Berganza en la gala de los International Opera Awards 2018, en Londres, donde fue premiada toda su trayectoria

"He tenido una vida plena. He hecho lo que me he propuesto. Sé que la muerte anda cerca, y lo tengo completamente asumido. No quiero ningún tipo de parafernalia, ni salir en ningún lado. Quiero dejar de ser Teresa Berganza con el mismo comedimiento con que empecé". Es lo que nos decía la mezzosoprano madrileña poco después de retirarse de los escenarios. No quiso bajar el listón, que siempre se lo puso muy alto, y, coherente con esa autoexigencia, cuando notó que algunas notas se le resistían, dejó de lucir en público sus dotes canoras, que le acompañaron en plenitud durante más de 50 años. Se replegó con discreción, a la manera de Victoria de los Ángeles, uno de sus modelos.



Decía que quería dejar de ser Teresa Berganza. La artista-diva, se entiende, que campeó por los más postineros auditorios y teatros de ópera del mundo. Pero su leyenda le persigue. Y a veces le alcanza. Son muchos los melómanos que la echan de menos. Uno de ellos es Juan Ángel Vela del Campo, impulsor de su candidatura a la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes. Una iniciativa que finalmente cuajó. La institución madrileña se la entregará este jueves por la tarde en su sede, en un acto donde la mezzosoprano charlará con el crítico musical. Berganza se incorpora así a una insigne nómina de figurones que también han recibido este reconocimiento: Salman Rushdie, Michael Haneke, Nuria Espert, Umberto Eco, Theo Angelopoulos... También han sido ungidos con él referencias señeras de la música: Alberto Zedda, Pierre Boulez, Luis de Pablo, Jordi Savall, Claudio Abbado...



Con este último como aliado, protagonizó en la Scala uno de los hitos más elevados de su carrera, metida en la piel de Isabella, de La italiana en Argel de Rossini, uno de sus compositores predilectos (también brilló particularmente encarnando a Angelina de La Cenerentola y a Rosina de El Barbero de Sevilla). Aquello fue en 1973. Pero ya antes llevaba más de una década de carrera triunfando en el templo scaligero, en el Covent Garden, en el Metropolitan, en Glyndebourne, en la Ópera de Viena... Su debut, con 17 años, tuvo lugar en Aix en Provence en 1957, como Dorabella en Cosí fan tutte, de Mozart, su otro compositor de cabecera. Hizo de Cherubino en Las bodas de Fígaro, de Zerlina en Don Giovanni y de Sesto en La clemenza di Tito. Otros autores que completaron su repertorio fueron Bizet y Massenet. Y, por supuesto, el patrimonio español, desde Falla a la zarzuela, de la que fue una infatigable embajadora.



Teresa Berganza en La italiana en Argel, de Rossini, en el Teatro de La Scala de Milán en 1973

Abbado fue uno de sus aliados más estrechos. Pero Berganza, claro, fue también dirigida por otras batutas estelares: Giulini, Rescigno, Solti, Mehta, Argenta, Muti, Barenboim... Y Karajan, con el que tuvo un serio encontronazo. A pesar de ser un tótem imponente, al que no le tosía ni Dios, la cantante española no se achantó. "Fui una insensata. Iba a debutar en la Ópera de Viena con Schwarzkopf y Dieskau. Me dijo que mi voz no funcionaba. Le contesté, educadamente, que el que no funcionaba era él", recuerda. Fue una fricción puntual porque luego se hicieron amigos y Berganza siempre reivindicó su rigor artístico y su capacidad de trabajo, que echó en falta en la dirección del Festival de Salzburgo tras su renuncia en 1988, debilitado ya por sus problemas de salud.



A Berganza le dio mucha rabia que le reprochara que carecía de musicalidad en los ensayos de Las bodas de Fígaro. Precisamente a ella, que en sus comienzos iba para pianista u organista. Estudió bajo el magisterio de Jesús Guridi cuatro años en el Conservatorio de Madrid. Pero el canto la acabó absorbiendo. Fue una pasión desde el principio. Empezó a ganarse la vida haciendo de segunda voz de Juanito Valderrama. Frecuentó el universo bohemio de los flamencos. "Podría haber sido una cantaora, ¿por qué no? Es una cultura que adoro", dice. También se sacaba un dinerillo haciendo películas con Carmen Sevilla. Pero lo suyo era el género lírico. Y ahí se volcó, tanto en recitales como en producciones operísticas, con una fidelidad extrema a las partituras. Siempre ha sido una artista de raíz, recelosa de la transgresión por la transgresión. Lo suscribe una deserción del Teatro Real: "Recuerdo un Così fan tutte en el que se cambiaba la marcha militar por la internacional. Me levanté y me fui. Sin más".



Berganza es heredera de un ilustre linaje de cantantes españoles. Su antepasada inmediata sería Conchita Supervía, como ella una mezzo muy lírica y de una sobresaliente frescura tímbrica. Pero el origen de esta escuela nacional estaría en Manuel García y sus célebres hijas: María Malibrán y Pauline Viardot. En aquellos cimientos se asentaron posteriormente otras lumbreras líricas coetáneas de Berganza: Alfredo Kraus, Montserrat Caballé, Plácido Domingo, José Carreras, Pilar Lorengar. Casi nada. Todos ellos fueron galardonados, al alimón, con el Príncipe de Asturias en 1991. Generación gloriosa con sólo el incombustible decatleta Domingo en activo. Berganza, en cualquier caso, no echa en falta los focos. Ni la presión de los estrenos. Ni las barrabasadas estéticas de los registas ególatras. En su retiro escurialense, celebra lo mismo que Kapuscinski durante sus andanzas africanas: seguir un día más con vida.



@albertoojeda77