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Fellini, las máscaras de un visionario

El próximo 20 de enero Federico Fellini hubiese cumplido 100 años. Por este motivo nos preguntamos qué ha quedado de su genio. ¿Su aportación al neorrealismo, películas como 'Roma', 'La dolce vita', 'La strada' y 'Amarcord', su abrasivo lirismo, lo grotesco, lo voluptuoso, lo circense...?

17 enero, 2020 16:30

La anécdota la cuenta David Lynch. De cómo visitó a su amigo Federico Fellini (Rimini, 1920 – Roma, 1993) en el hospital, en octubre de 1993, y al día siguiente el autor italiano entró en coma. “Maestro, todo el mundo está esperando su siguiente película”, le dijo Lynch mientras Fellini le cogía de la mano. El hombre que enseñó al cine a soñar voluptuosamente murió días más tarde, con 73 años. Su mujer y musa Giuletta Massima lo haría cuatro meses después.

Hay algo mágico, casi cósmico, en que el último cineasta con el que el autor de La dolce vita (1960) intercambiara unas palabras fuera con el hombre que debutó con Cabeza borradora (1977) y que, en esos días, filmaba un anuncio de pastas Barilla con Gerard Depardieu. Ambos encarnan la noción del autor total. El italiano en la modernidad y el americano en la posmodernidad (y hasta en el post-cine). No en vano, Fellini 8 ½ (1963) vendría a ser como el aleph borgiano del cine de autor, su esencia depurada. Estetas y amantes de las formas oníricas, a ambos resulta imposible separar de los universos barrocos, agonizantes y alucinatorios que crearon para la gran pantalla, pero sobre todo no hay forma alguna de divorciar a la persona de su creación. Tanto lo “felliniano” como lo “lynchiano” han adquirido estatuto de adjetivos que designan aquello que no hay otro modo de definir pero que es perfectamente reconocible. Ahora que el genio de Rimini hubiera cumplido cien años, cabe preguntarse qué Fellini es el que queremos (o podemos) recordar. O, más bien, qué Fellini es el que ha sobrevivido en el paisaje creativo de un siglo XXI empeñado en convertir al individuo en espectáculo. Como todo creador realmente grande, su identidad se fractura en diversos rostros. Su arte creció al igual que lo hace un organismo vivo, mutó de formas y aspiraciones, se adaptó a sus tiempos precisamente para tomar la temperatura espiritual (y psicoanalítica) de un siglo en combustión.

¿Recordamos ahora al hombre que junto a Rossellini cimentó el neorrealismo en los años de posguerra?, ¿al director de los cuatro Óscar –La Strada (1954), Las noches de Cabiria (1957), Fellini 8 ½ y Amarcord (1973)?, ¿al que rodó en las calles y campos italianos o se encerró después en los estudios de Cinecittá? ¿O quizá debamos recordarle como al cineasta que está asociado al esplendor de la modernidad, del cine italiano e incluso del cine mismo?, ¿o al que en un gesto seminal mil veces imitado colocó al creador en el centro del discurso creativo? ¿Nos quedamos con el autor que se dio a la melancolía en sus últimos años o al que quijotescamente luchó contra el imperio berlusconiano de la televisión comercial?

Fue un absoluto buscador, un poeta independiente desterrado por la intelectualidad de la izquierda italiana

Evidentemente, hay que recordarlos a todos. Fellini es todas sus máscaras y todos sus sueños y todos sus recuerdos y todas sus mujeres y obsesiones. Fellini evocó las pesadillas de su tiempo para destilarlas en una suerte de belleza que pugna con lo grotesco y lo hiperbólico como quintaesencia del inconsciente cultural de la segunda mitad del siglo XX. Encarna al hombre fracturado y al deseo como magma desde el que construir la realidad subsidiaria de nuestra conciencia. Su sombra ya fue alargada en vida, cuando a su alrededor, en forma de colaboraciones o de contagios proscritos, se arremolinó el tornado creativo del cine italiano de la posguerra y más allá: Rossellini, De Sica, Pasolini, Olmi, Antonioni… No es que no se pueda entender el cine italiano sin él, es que prácticamente no se puede entender la identidad italiana sin las energías de La strada, de La dolce vita, de Roma, de Amarcord

Fellini sigue ocupando el epicentro de la idiosincrasia creativa de su país en este siglo XXI. Nadie está libre de su sombra. En las imágenes fabricadas de Sorrentino, de Guadagnino, de Garrone, de Moretti… escrutamos sin esfuerzo la abrasiva poética del autor de Giulietta de los espíritus (1965). Puede que Marco Bellocchio y los documentalistas (o naturalistas) Gianfranco Rossi, Franco Piavoli o Michelangelo Framantino sean de los pocos autores italianos que han eludido el magnetismo, el caos circense o la voluptuosidad felliniana.

Su peso no se ciñe al carácter estilístico, sino que amplía su espectro a la concepción del drama y a la dramaturgia cinematográficas. Tras su doble trilogía de la “reconstrucción” italiana que cierra con Las noches de Cabiria Fellini abandona las estructuras clásicas y circulares. Argumentos y tramas se vinculan a partir de entonces a las rupturas de la modernidad y modela la descomposición narrativa de sus filmes. El énfasis corresponde a partir de entonces al espectáculo estético y a un moroso ritmo narrativo para poner el foco en el boom económico italiano –toda la década de los 60– y el auge de la sociedad de consumo y la cultura de la celebridad.

Italo Calvino diagnosticó la influencia de la cultura de masas en el lenguaje cinematográfico de Fellini, cada vez más sofisticado, como un trayecto que “forzaba la imagen fotográfica en una dirección que va de la caricatura a la imagen del visionario”. El artista que dio sus primeros pasos como caricaturista, dibujante y periodista desarrolló el molde intelectual de un filósofo para quien todo el cosmos está en el hombre. Ya a partir de su colaboración con Rossellini en Paisà (1946), Fellini redefinió su credo artístico de tal modo que se propuso acercarse a la realidad “con una mirada honesta, pero no solo la realidad social, también la realidad espiritual, la realidad metafísica y cualquier realidad que el hombre lleva dentro”. El neorrealismo se le quedó pequeño muy pronto.

Ya en La strada podemos encontrar el catálogo completo de la mitología de su universo. Con todos sus excesos y tiranías, con todo su abrasivo lirismo, fue un absoluto buscador, un poeta independiente desterrado por la intelectualidad de la izquierda italiana debido a las corrientes religiosas o moralistas que introdujo en su obra en los cincuenta –sobre todo en La strada y Almas sin conciencia (1955)–, que abandonó el retrato del mundo exterior para ahondar en los mecanismos psicológicos del hombre extraviado en el mundo moderno. Un visionario, sí, de los que se cuentan con los dedos de una mano.

@carlosreviriego