Image: Non si può vivere senza Bertolucci

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Cine

Non si può vivere senza Bertolucci

27 noviembre, 2018 01:00

Bernardo Bertolucci

Esteve Riambau, director de la Filmoteca de Cataluña y uno de los mayores expertos españoles en la obra de Bernardo Bertolucci, traza la evolución del ya añorado último maestro del cine italiano, a quien trató personalmente en varias ocasiones. Sobre el autor de Novecento escribió una monografía junto a José Enrique Monterde y un artículo en el libro colectivo Bernardo Bertolucci. El cine como razón de vivir.

El Bertolucci que yo conocí, a finales de los setenta, se situaba entre Marx y Freud. Tenía un padre biológico, Attilio Bertolucci, que le insufló una áurea poética y otro adoptivo, Pier Paolo Pasolini, que le ayudó a trasladarla al cine. Primero como ayudante de dirección de Accattone y poco después como director de La commare secca (La cosecha estéril), un eufemismo para referirse a la muerte y un homenaje indirecto al Rashomon de Akira Kurosawa.

Ya en primera persona, Bertolucci invade las pantallas europeas de arte y ensayo con un título premonitorio: Prima della rivoluzione (Antes de la revolución). Estamos en 1964, todavía faltan cuatro para el Mayo del 68, y el cineasta italiano habla del desencanto del burgués intelectual con el recurso de La cartuja de Parma. También es ahí donde exclama: "Non si può vivere senza Rossellini!", un manifiesto postneorrealista que tendrá su continuidad cuando mimetice a Godard en el episodio de Amore e rabbia (Amor y rabia) protagonizado por el Living Theater o en Partner, una exaltación de la esquizofrenia política con el icónico rostro de Pierre Clémenti.

El ídolo, Godard, se convertirá en el equivalente de la traición cuando, en El conformista, Bertolucci utiliza el teléfono del cineasta francés para delatar al intelectual marxista que morirá asesinado por su discípulo fascista. Matar al padre como un acto freudiano que se repite en La estrategia de la araña cuando, a partir de un relato de Borges, el protagonista descubre el pasado fascista de su padre, elogiado como héroe de la resistencia. Para quienes ya comulgábamos con el ideario bertolucciano, entre Marx y Freud, El último tango en París no fue el escándalo sociológico de las colas en Perpiñán para ver la escena de la mantequilla. Fue el acto edípico de la joven que, con una gorra militar, mata a la figura paterna encarnada por Marlon Brando. Bertolucci decía que, la primera vez que lo vio a través del visor de la cámara se olvidó de exclamar "acción!" porque creía que lo estaba viendo en una pantalla.

Descubrí Novecento en la sala de actos del Instituto Italiano di Cultura de Barcelona, en una copia en versión original, llegada en valija diplomática cuando aún no se había estrenado en España. Las sillas eran de madera y para ver la pantalla había que sortear diversas columnas. Nada impidió que saliéramos trastocados de aquella proyección que situaba la acción al grito de: "Verdi è morto!". La ópera en Bertolucci, herencia de Visconti, está también muy presente en La luna, otro ejercicio freudiano que vi en el festival de San Sebastián mientras cumplía el servicio militar en Zaragoza. Otra experiencia inolvidable que quedaría reflejada en el libro sobre el cineasta que en 1980 publicamos con José Enrique Monterde. Mi primera monografía sobre cine.

Posteriormente, Bertolucci emprendió rutas exóticas en oriente o en el norte de África. Me entusiasma la primera parte de El último emperador, la de la infancia, mucho menos la segunda. Me gusta, pero no me apasiona, El cielo protector y entiendo, pero no comparto, que con El pequeño Buda, el cineasta convierta el duelo entre Marx y Freud en un triángulo.

Desde la publicación del libro, vi a Bertolucci periódicamente. En el festival de Venecia de 1983, presidía un jurado integrado por la vieja guardia de los Nuevos Cines que no pudo resistirse a la tentación de premiar al Godard de Prénom: Carmen (Nombre: Carmen), la resolución del complejo de Edipo. Allí me habló del proyecto de adaptar Cosecha roja y siempre me han quedado las ganas de saber qué hubiese hecho con la novela de Dashiell Hammett. Después coincidimos varias veces en San Sebastián y también en Barcelona. Me reconfortó constatar que, con Belleza robada y Besieged (Pasión), regresaba a Europa con un renovado tono intimista y cierta nostalgia de la juventud. De ella también respira Los soñadores, un homenaje al Mayo del 68 desde la madurez y sin abandonar la claustrofobia. Sería de nuevo en Venecia donde lo vi apoyado en unas muletas y me contó sus problemas con una hernia discal que acabaría por sentarlo en una silla de ruedas. Aún y así, todavía pudo dirigir Io e te (Tú y yo), un regreso al Freud del incesto y de la droga pero, a pesar de todo, con una nota de optimismo. Esa que ahora se desvanece definitivamente con su muerte. La muerte de un icono del cine contemporáneo, de un faro generacional para los que hoy no podemos dejar de exclamar: "Non si può vivere senza Bertolucci!".