Daniel Day-Lewis, el "hombre más exigente del mundo" en El hilo invisible

Un personaje que podría salir de un relato de Andersen encarnado por Daniel Day-Lewis protagoniza El hilo invisible, la nueva entrega de Paul Thomas Anderson. El director de Magnolia vuelve a indagar en la autodestrucción para armar una fábula romántica que termina convirtiéndose en una de las películas más feministas del cine americano reciente.

"¿Por qué no estás casado?, pregunta Alma. "Hago vestidos", contesta Reynolds Woodcock. "El matrimonio me haría decepcionante y yo no quiero eso", añade. Entre las diversas claves sumergidas en el escurridizo, implacable relato de El hilo invisible, algunos diálogos escritos por Paul Thomas Anderson aglutinan el misterio de los maestros. El hilo fantasma de este octavo largometraje del autor de Magnolia es el eco martilleante de esa escena en la que se produce el "rapto", en acepción de Roland Barthes, cuando el célebre modista (Daniel Day-Lewis) en el Londres de los años cincuenta y la camarera de provincias (Vicky Krieps) se descubren en un restaurante. Ella le deja una nota -"Para el chico hambriento"- cuyo contenido adquirirá un significado completo en la frase que despide, intrigante, el filme. El trayecto de un lugar a otro, del rapto a la posesión, conforma posiblemente lo mejor de lo que puede dar de sí el cine contemporáneo cuando sigue reformulándose desde el clasicismo.



En el prólogo hemos escuchado a Alma decir a alguien fuera de plano: "Es el hombre más exigente del mundo". Woodcock es un personaje genuinamente andersoniano, una criatura tan condenadamente suya (a mayor gloria de Daniel Day-Lewis) que no podemos sino dejar de ver al hombre detrás de la cámara. Como el John de Sydney, el Eddie de Boogie Nights, el Frank T. Mackey de Magnolia, el Barry de Punch Drunk Love, el Plainview de Pozos de ambición, el Freddie de The Master o el Larry de Puro vicio, existe bajo la perpetua patología autodestructiva. Su genio y dedicación al trabajo abre las puertas de los palacios, su nobleza se funda en la pasión y la disciplina, que su hermana Cyril lleva con mano de hierro y sibilinas artes. Su hogar es su taller. Su vida son los vestidos. Una primera escena de desayuno -la frugalidad gastronómica de esta pieza de cámara es otro hilo fantasma hacia la depravación, como lo era en Buñuel o Chabrol- hace evidente la dinámica rutina sentimental de Woodcock: mujeres de temporada, como una de las prendas que diseña. "Antes de irse, le daremos el vestido de octubre", dice su hermana.



Viciado, hermoso, demoledor

Alma, azarosamente, entra en su vida con la promesa de desestabilizarla. El viaje en coche a velocidad frenética, cruzando en la noche un túnel de árboles, ilustra como solo un soñador puede hacerlo el rito de pasaje a un amor desconocido, envenenado, hermoso, viciado y demoledor. Si queremos, la desquiciada obra maestra Punch Drunk Love vendría a ser el rostro luminoso, el primer umbral de colores a la musa, mientras El hilo invisible entreteje las sombras, tensiones y enfermedades del amor conyugal.







No podemos saber, ni nos importa, la filiación autobiográfica que esta fábula romántica (Las zapatillas rojas de Powell y Pressburger no anda lejos) pueda tener en el cineasta -pareja duradera de la cómica Maya Rudolph-, pero desde luego es difícil no imaginar la minuciosidad y organización laboral del taller con la de la actividad en un rodaje, diseñando y cosiendo piezas que hará suyas, exclusivas, con un equipo de costureras para quienes sus deseos son órdenes. El trabajo es tan fino y elegante como los encajes que teje Reynolds. PTA, nacido en Studio City, filma la rutina matinal del diseñador con exquisita placidez, con una felicidad melancólica, como un frío edén o una antesala al abismo. No hay puntada sin hilo, y el relato invisible revierte su punto de vista, casi imperceptiblemente, de Reynolds a Alma, o del señor a la señora Woodcock. El hilo invisible es la película poéticamente más feminista del último cine americano, cuyo motor secreto insiste en mostrarnos el valor de Alma en la ocupada, obsesiva y ególatra vida de Reynolds. "Yo vivo aquí", dice con amable desesperación. Su relato es el del empoderamiento salvaje de una mujer que hará lo necesario para demostrar que también existe, que nunca va a claudicar, que sin ella se abre el precipicio de la perdición. Que ella es el alma.



La secuencia de Fin de Año -esperen a verla, a experimentarla- contiene no solo el pálpito emocional de la película, sino acaso también su postura moral en la lucha de géneros, el triunfo de la emancipación. Para llegar hasta ahí, hasta los desequilibrios y turbaciones, la pieza de cámara se despliega de forma limpia, episódica, suave, en modo clásico, viscontiano. La música de Johnny Greenwood, incesante, envuelve las imágenes con cuerdas de piano y violín, gentiles y melodramáticas, sin la abstracción atonal de sus trabajos precedentes. Al menos al principio. La película no se preocupa de epatar con ninguna expectativa o deseo, solo por ser lo que quiere ser, ese artefacto bello y enfermizo, hasta la última de las (con)secuencias. Un romance perverso También podemos verlo del siguiente modo: El hilo invisible es la clase de romance perverso (o enfermo) que Henry James y Max Ophüls hubieran soñado una noche envenenada, es la película a la que Kubrick podría haber llegado después de Eyes Wide Shut y que Hitchcock definitivamente hubiera matado por hacer. Es una muesca más, por tanto, en el itinerario maestro del cineasta más apasionante de la contemporaneidad, aunque no sea el que más pasiones despierta. La figuración barroca, épica, de sus primeras obras corales se ha ido desintegrando en los senderos de la abstracción y el esencialismo, de relatos cuyas profundas cargas psicológicas han dejado de expandirse horizontalmente para hacerlo verticalmente.



El hilo invisible, si queremos, cose su filmografía para hacer convivir en ella la transgresión del relato (clásico) y la emoción sensorial, para que la apariencia de las convenciones y los mitos edípicos abran paso al submundo de las perturbaciones. Del contraste de las texturas y tramas con las que PTA entreteje esta fábula psicológica, de su inesperado diseño y su elegante tejido, nace la complejidad y la extrañeza de una película que parece habitar una zona fantasma en el cine contemporáneo. ¿No tendrá límites el genio de este cineasta?



@carlosreviriego