Image: Ocho apellidos catalanes: Simulacros independentistas

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Cine

Ocho apellidos catalanes: Simulacros independentistas

17 noviembre, 2015 01:00

Carmen Machi y Karra Elejalde en Ocho apellidos catalanes

La continuación de Ocho apellidos vascos es un mero simulacro realizado con prisas, sin sentido crítico, sin ambición, bajo la consigna del todo vale siempre que aprovechemos el tirón.

No debe ser muy agradable hacer una película por las razones erróneas, es decir, por el compromiso con el éxito. Tampoco es agradable escribir sobre esa película que, a todas luces, no debería haberse hecho, al menos de la manera en que se ha hecho. Con prisas, sin sentido crítico, sin ambición, bajo la consigna del todo vale siempre que aprovechemos el tirón. Con un precedente como el de Ocho apellidos vascos, por más que en ella, en términos cinematográficos, no había realmente nada que recordar, es imposible de todo término superar expectativas. Y eso que para quien esto escribe las expectativas estaban por los suelos. Demos por descontado que no veremos una buena película, pero al menos confiemos en que sepa golpear donde importa, como toda comedia que se precie.

Los guionistas que fueron ignorados en los Goya cuando quizá son los únicos a los que no habría que haber ignorado -dado su talento para entregar al público masivo aquello que buscaban sin saberlo-, Borja Cobeaga y Diego San José, se las apañan para trasladar a Cataluña a los mismos personajes de la primera entrega, aunque como en el caso de Koldo (Karra Elejalde), el padre de la novia, sea sin pisar Madrid en el transbordo de aves procedente de Sevilla. La novia Amaia (Clara Lago) no se casó con Rafa (Dani Rovira), que sigue ligándose a turistas en las calles sevillanas, pero sí va a hacerlo con Pau (Berto Romero), quien para no decepcionar a su abuela Roser (Rosa María Sardá), supuestamente perjudicada por la edad, organiza la boda en la masia familiar de una Cataluña falsamente independiente. Hay inteligencia y cierto sentido político en que la independencia catalana sea, también en el filme, un mero simulacro de cara a la galería.

En todo caso, los tópicos regionalistas respecto a la cultura catalana no están ni mucho menos tan aprovechados como los que giran alrededor del vasco o del andaluz -como queda claro en el arranque de la película situado en Sevilla, que agota todas las posibles carcajadas-, y los previsibles chistes alrededor de la tacañería, la modernez y el postureo catalán no son más que eso, previsibles. Si se trataba de rescatar algo del espíritu caústico, mordaz y hasta políticamente incorrecto que sobrevivió de la idea original de Ocho apellidos vascos -cuando surgió como proyecto de largometraje a partir del encomiable programa de humor de la ETB Vaya semanita-, lo único medianamente subversivo son los chistes (sin gracia) alrededor de la violencia policial de los "mozos de la esquadra". Ríanse de la pesadilla independentista: la Caballé cantando desafinada Paquito Chocolatero.

En verdad, en esta película no hay nada que no sea todo lo que circula alrededor del hecho cinematográfico, es decir, que su guion es insufrible, su dirección inexistente, sus interpretaciones lastran la insuficiencia de unos protagonistas que no son actores (Dani Rovira y Berto Romero) y no saben improvisar aunque les dejen hacerlo, de una protagonista sin bis cómica alguna y de una dejadez y apatía general de las que ningún espectador medianamente sensible podrá abstraerse. Al final lo que se salva es cierta pureza, las de Karra Elejalde y Carmen Machi, que no solo defienden los fragmentos más cómicos (a pesar de) del desastre, sino que lo hacen con una clase de dignidad y categoría profesional capaz de independizarnos del resto de la película. Un mero simulacro.