Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez en La isla mínima, de Alberto Rodríguez

Son muchos los filmes que han tratado de contarnos la historia de España de las más diversas maneras. Muchos han fracasado por contarnos precisamente lo que sale en los libros de historia y no algo mucho más interesante, cómo la vivieron realmente sus protagonistas, qué clima existía y no qué hechos sucedieron. La isla mínima nos proporciona todo aquello para lo que sirve el cine, mostrarnos el camino al corazón de los personajes, explicarnos esas historias pequeñas que nos cuentan mucho mejor que cien tratados sociológicos cómo se respiraba y se sentía en un tiempo lejano. La isla mínima, de Alberto Rodríguez, es una de esas grandes películas capaces de contarnos una época y al mismo tiempo una gran historia humana, es un filme que no da lecciones de nada pero nos abre una ventana a esa España postfranquista marcada por el desconcierto y la tensión, en el que una parte del país atisbaba su decadencia y otra alcanzaba el poder de forma titubeante.



Todo esto lo cuenta bellamente Alberto Rodríguez -cuyo talento es de sobra conocido gracias a películas como 7 vírgenes o Grupo 7- con elegancia y profundidad a partir de una pareja de policías que viajan a un recóndito pueblo del sur para investigar la desaparición de dos adolescentes en una comunidad sometida a la tiranía de un cacique. Raúl Arévalo es el poli "bueno", un chaval recién ingresado en el cuerpo que sueña con instalarse en Madrid con su familia y detesta el uso de la violencia. Su compañero, Javier Gutiérrez, es un madero curtido, con un pasado turbio relacionado con la represión franquista y métodos mucho más expeditivos. Ambos irán descubriendo un mundo de secretos en una sociedad cerrada donde el poder del más fuerte se impone a todos los otros.



La isla mínima es una de esas raras películas modélicas. Rodríguez filma el paisaje del sur como una inmensidad que todo lo devora, en el que sus criaturas luchan fútilmente contra poderes y fuerzas que los superan. Es un filme sobre los lastres de la pobreza y la miseria en el que vemos cómo todo un país trata de salir del oscurantismo sin poderse liberar del todo de las cadenas que lo atan a un pasado sangrante. Todos los actores brillan, ahí está también ese Jesús Castro, "el niño", con su mirada magnética o la joven y expresiva Cecilia Villanueva, avanzando como animales a oscuras en una habitación vacía. Bravo por La isla mínima, muy posiblemente la mejor película española del año a falta de ver qué nos proponen Vermut o Isaki Lacuesta.



Romain Duris en Una nueva amiga, de François Ozon

François Ozon es un clásico de San Sebastián y hace un par de años ganó la Concha de Oro por la espléndida En la casa. Con su nuevo filme presentado hoy a concurso, Una nueva amiga, regresa en parte a ese universo suburbial de la burguesía de provincias francesa para descubrir detrás de sus coquetos chalets los más terribles y sórdidos secretos. En este caso, vemos la historia de un desconsolado viudo, Romain Duris, que comienza una extraña relación la mejor amiga de su difunta esposa. El quid de la cuestión estriba en que Duris se viste de mujer y no tiene muy claro si se siente más cómodo con faldas o pantalones aunque sí que le gustan las mujeres.



Una nueva amiga trata sobre la ambigüedad de nuestras relaciones, sobre el deseo latente en toda relación y los distintos roles que tenemos que interpretar en nuestra vida y cómo las líneas que separan un sexo de otro son más finas de lo que se supone. De vez en cuando asoma el talento perverso de Ozon y toca alguna membrana profunda de nuestro ser interior con su extravagante retrato de Duris travestido, y entendemos que los personajes se presten a tan extraño y poco frecuente juego. Pero Una nueva amiga tiene un problema de verosimilitud y no pequeño, la mayor parte de la película te entretienes pero casi nunca te lo acabas de creer en parte quizá porque da la impresión de que Ozon no se toma del todo en serio una historia bastante seria y mucho más dramática que la simple astracanada.