Image: El lado bueno de las estafas, según Russell

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Cine

El lado bueno de las estafas, según Russell

31 enero, 2014 01:00

El agente del FBI Richie Dimaso (Bradley Cooper) y el estafador Irving Rosenfeld (Christian Bale) en La gran estafa americana.

Ha sido la gran triunfadora de los Globos de Oro, donde se alzó con el galardón a la Mejor Película Dramática, y acumula nada menos que diez nominaciones a los Oscar. La gran estafa americana, de David O. Russell, se ha convertido en uno de los filmes más esperados de la temporada. El autor de El lado bueno de las cosas, con un reparto de lujo, pone en escena con su acostumbrado talento el caso real de un timo legendario.

Decenas de películas nos han tratado de explicar en los últimos años que pasó para llegar hasta aquí. En qué momento y de qué manera se torcieron las cosas. Quiénes fueron los responsables y quiénes los damnificados. Lo ha intentado sobre todo el cine norteamericano, que a pesar de sus sarpullidos de imperialismo cultural y romanticismo patriótico, siempre ha sabido examinar sus llagas y exponerlas al sol hasta que cicatricen. Y el oro (o la falta de él) es ahora mismo la llaga que más escuece.

¿Que cómo hemos llegado hasta aquí? Una vez superadas las formas de incomprensión, es decir, los sucesivos fracasos o la inutilidad de trasladar al lenguaje cinematográfico mecanismos bursátiles que ni siquiera los especialistas entienden (Enron: los tipos que estafaron América, Inside Job, La doctrina del shock, Margin Call, Capitalismo: una historia de amor, Cleveland versus Wall Steet, etc.), queda la fórmula más tradicional, también la más eficaz: una buena historia. Tomemos dos ejemplos recientes: El lobo de Wall Street y La gran estafa americana. De formas muy distintas (o quizá no tanto), ambas convienen en desovillar el ovillo del engaño y mostrarnos, entre la verdad y la fabulación, cómo se fraguó la estafa, el fraude, el timo... como quieran llamarlo.

De Martin Scorsese a David O. Russell podemos trazar una línea recta. Puede que La gran estafa americana contenga en su interior el tributo más explícito al autor neoyorquino desde que Paul Thomas Anderson filmara Boogie Nights (1997). En un momento de la película, quizá el más memorable, el Robert de Niro de Uno de los nuestros (1990) se cuela en la película de Russell acaso bajo otra identidad. Ya no es James Conway sino Victor Tellegio, un mafioso políglota. El director refuerza la mística de la escena con las mismas dosis de eficacia narrativa que de juego metacinematográfico.

Russell es un cineasta inteligente y ademas derrocha talento y buen gusto: Tres reyes (1999), The Fighter (2010) y hasta El lado bueno de las cosas (2012) son películas que podemos revisar y disfrutar al mismo tiempo. Con La gran estafa americana ha seducido ahora a la prensa (tres Globos de Oro) y a los académicos (diez candidaturas al Oscar), seguramente con justicia, aunque no por ello debemos celebrar la película como lo mejor de su filmografía. Digamos que La gran estafa americana funciona a las mil maravillas en la construcción y descripción de personajes, en la recreación setentera y en el espíritu del género, pero no tanto así en una trama que, como toda "gran estafa", también debería pillar al espectador desprevenido.

El maquillaje y la mentira


Jennifer Lawrence y Amy Adams en una escena de la película.

Volvamos al corazón del asunto: la historia. Podemos escribirla también en mayúsculas, pues a nadie escapa el sentido metafórico de un relato que encierra en el círculo vicioso del engaño y la traición, en el envés de la mentira y el maquillaje, un disparate tan real -"Parte de esto realmente ocurrió", reza un rótulo de arranque- como el que nos cuenta Scorsese. "La economía estaba en muy mal lugar entonces -explica Russell-. Eran otras circunstancias. Las tasas de interés eran tan altas que no podías obtener un préstamo a menos del 15 ó 20%. Eso creó un ambiente en el que era relativamente sencillo engatusar a la gente, ofreciéndoles dinero de un inversor ficticio de un país extranjero". Así se gana la vida Irving Rosenfeld (Christian Bale) junto a su seductora amante, Sidney Prosser (Amy Adams), hasta que se ven forzados a emplear sus artimañas al servicio de Richie DiMaso (Bradley Cooper), un ambicioso, salvaje agente del FBI dispuesto a llegar hasta donde haga falta para barrer la corrupción de la clase política. Y ese donde haga falta, lo habrán supuesto, puede significar también su perdición.

Nada avanza en línea recta en los mecanismos de una estafa. Toda apariencia es falsa, congruente pero falsa. El prólogo se dedica con minuciosa precisión a mostrarnos cómo Rosenfeld se coloca con pegamento el peluquín, en lo que podemos interpretar como una perfecta descripción psicológica tanto del personaje como de las formas de la película. Es la puesta en escena del engaño. Los actores llevan sus pelucas y visten sus vestuarios setenteros bajo la conciencia del disfraz, como si fueran una versión estilizada, años treinta, de los pícaros y ladrones que cosecharon tanto éxito en el cine de los setenta: El golpe, Luna de papel, Bonnie and Clyde, etc. De nuevo, el metacine. Russell hace de la impostura el concepto general que se apropia del filme. Cuando Richie y Sydney bailan la fiebre del sábado noche comprendemos que el director de la charada está jugando a adoptar identidades (fílmicas) del mismo modo que lo hacen sus criaturas. ¿Habíamos visto antes a un agente del FBI poniéndose rulos por las noches?

El glamour de saldo, encantador y nostálgico en su modo de evocar la evanescente, todavía cándida América de Jimmy Carter, se diluye pronto en un estado cómico que saca excelente partido del histrionismo de Rosalyn (Jennifer Lawrence), la mujer de Rosenfeld, uno de los personajes (secundarios) más inolvidables del último cine de género. "A mí me interesan las buenas intenciones de la gente, no solo su ambición y su oscuridad. Quiero conocer el lado bueno de sus corazones", añade Russell. Más allá de la excelencia con la que haya manejado los géneros que visita -bélico, pugilístico, melodramático, criminal-, el valor añadido de su cine descansa siempre en alumbrar el lado bueno de las personas, esa derivada tan infrecuente. Rescatemos en este punto a otro secundario, el jefe de operaciones del FBI al que da vida Louis C. K. con su rostro común y bonachón, acaso la única presencia humanamente cuerda en toda la función.

Russell es un maquiavélico alquimista de los happy endings. Si es que eso tiene algún sentido. Ha desarrollado todo un arte al respecto. El despliegue narrativo del drama no le hace ascos a la comedia, y avanza hacia atrás y hacia adelante no tanto para despistar al espectador, sino para engatusarle en el juego de maquinaciones que todos se traen entre manos, si bien lo que finalmente quería contarnos era probablemente otra cosa. Y aquí, sobrevolando el lugar común, lo que perdura es una fantástica historia de amor. Después de todo, puede que Russell sí nos haya dado gato por liebre.