Image: Ang Lee, Pi y el rayo cósmico

Image: Ang Lee, Pi y el rayo cósmico

Cine

Ang Lee, Pi y el rayo cósmico

30 noviembre, 2012 01:00

Fotograma de La vida de Pi

Bella, conmovedora, desesperada, perfecta. Llega a nuestra cartelera una de las películas más fascinantes e inteligentes de la temporada. Ang Lee vuelve a sorprender con la adaptación de la novela de Yann Martel 'La vida de Pi', la historia de un joven indio que comparte protagonismo con un tigre en medio de un peculiar naufragio...

¿Cuántas lecturas caben en un solo relato? Alguien escribe las aventuras de un loco y, de repente, es la historia entera de la humanidad la que se condensa en el perfil triste de un caballero andante. Y triste. O, ya puestos, es el universo al completo el que se precipita en el monólogo fúnebre de un príncipe de Dinamarca. Y también demente.

Stanislav Lem imaginó la improbable historia de un mensaje que llega de otro mundo. Lo hizo en La voz de su amo. El hipotético e hiperbólico matemático Peter Hogarth, protagonista del cuento, relata en primera persona la amplitud cósmica de un fracaso: la imposibilidad física y química de dar sentido a una señal extraña que puede ser a la vez la fórmula matemática de un código genético (¿el del ser humano?), el secreto de nuestra existencia, la clave de la inminente destrucción del hombre o una simple interferencia ("ruido cósmico", escribe). ¿Quién manda el mensaje? ¿Desde dónde? ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene? ¿Es acaso posible responder a una sola de estas preguntas? Todas las interpretaciones son posibles porque ninguna de ellas puede siquiera dar con el significado más básico de una lengua extraña.

Y, de esta manera, la vibración de un simple átomo es ya un lenguaje y resume en su arbitrariedad, quién sabe, si la biblioteca de Babel con todos y cada uno de los volúmenes que imaginara Borges o el resultado necesariamente absurdo de un mono con suerte ante una máquina de escribir. Es más, quizá no haya tanta diferencia entre una y otra posibilidad.

Ang Lee relata en La vida de Pi la historia de un naufragio. En sentido literal y figurado. Se trata de la célebre novela de Yann Martel que desde su publicación en 2001 ha vivido un permanente acoso cinematográfico. El libro cuenta los infortunios de un chaval solo (o casi) en una barca en medio del océano. A su lado (por eso lo de casi), un tigre de bengala. Parece absurdo, se antoja quizá el planteamiento bobo y orientalizante de una parábola propia de un discípulo torpe de Paolo Coelho... y no. Si acaso, más cerca de Kipling. En realidad, estamos delante de una de las más cuidadas, envolventes, serias y emotivas reflexiones que ha dado el cine contemporáneo sobre, precisamente, la propia posibilidad de la narración. Al fin y al cabo, y sin necesidad de ponerse más grave de lo necesario, somos lo que somos por culpa precisamente del relato que acertamos a elaborar de esa extraña señal cósmica que es la propia existencia. Viene desde dentro, no desde el espacio, pero no hay forma de darle sentido. Tan ‘lemiano'.

Fotograma de La vida de Pi

La historia comienza en un lugar preciso de la India. Allí, un chaval abre los ojos a un mundo poblado por tantos dioses como formas de fe, por tantas creencias como posibilidades tiene una mentira. Infinitas. El joven, en su perplejidad, irá cambiando de credo convencido en su agnosticismo racional de que ante dos montones de promesas divinas exactamente iguales y equidistantes no queda otra que confesarse ‘panreligioso'. Eso o morir de hambre ascética. Es decir, que, ante los riesgos de la inanición catecumenal, decide mojar (de ahí el pan) en todas las salsas deístas. "Si crees en todo, acabarás por no creer en nada", le advierte cauteloso su padre. En efecto, las señales cósmicas cuentan las interpretaciones por fracasos. Todos ellos rigurosamente necesarios.

El progenitor, el de la advertencia, es gerente y dueño de un zoo; por definición, un conjunto extraño de animales encarcelados. Las criaturas, no necesariamente hijas de dios alguno, viven en reclusión y, por ello, condenadas tal vez a ser algo (atracción para turistas) ajeno a su propia naturaleza. La precisión importa, por religiosamente pertinente. Un buen día la familia, el zoo y las dudas existenciales de todos ellos zarparán rumbo a otro lugar. Más lejano y, por ello, incierto. Y en medio del océano, como siempre, acaecerá el naufragio.

En realidad, todo lo contado en los dos últimos párrafos no es más que un cuento. En su completa literalidad. Se trata simplemente de la narración que aquel chaval ya convertido en un hombre adulto, hace a otro, narrador él también, para que escriba su historia. El artificio es conocido. Si se quiere, un cuento dentro de otro cuento; un juego de espejos donde los límites de lo verosímil chocan con el perímetro de lo real hasta confeccionar, hemos llegado, un relato plausible que dé sentido (otra vez) a esa emisión extraña que es la vida. Si sienten mareo, es el mundo que da vueltas.

La estrategia de Ang Lee no puede ser más precisa. La película se ofrece siempre al espectador perfectamente consciente del relato del relato (dos veces relato) que la anima, del bucle hermenéutico en el que chapotea, hasta confeccionar un retrato perfecto del naufragio, cualquiera de ellos. La desolación de Pi es la impotencia del profesor de matemáticas Peter Hogarth de Lem.

De alguna manera, Lee regresa como uno de los directores más hábiles para moverse entre registros y géneros; siempre entregado a la tarea de hacer de la narración un personaje más de la historia. Donde imaginábamos un western aparece una historia imposible de amor (Brokeback mountain); donde un retrato generacional, una radiografía del desaliento (The ice storm) y donde una de superhéroes, un drama solipsista de la vigorexia (Hulk). Perfectamente moderno.

Por primera vez en lo que llevamos de invento, además, el 3D es algo más que una simple herramienta para añadir espectacularidad a la imagen. Las tres dimensiones se convierten en parte fundamental de la narración. Cuando el cuento que cuenta el protagonista se desliza por ese terreno familiar y doloroso en el que artefactos como el sueño, la fantasía, el delirio y el miedo terminan por ser aún más reales que la propia realidad, entonces el artificio de las tres dimensiones modulan la pantalla hasta transformarla en la cartografía emocional del deseo. El único espacio posible, el único terreno con vida. Si el Cinemascope, que nació para hacer más grandes los paisajes, sólo adquirió dimensión dramática cuando se encerró en el primer plano, el 3D sólo tiene verdadero sentido al dar relieve a algo tan básico (y cursi) como la emoción.

Cuando el espectador se enfrente al final de la película, a la conclusión del relato que se cuenta a sí mismo, por delante de sus retinas habrán pasado tigres rugientes, hienas inmisericordes, ballenas encendidas, peces encrespados, una isla carnívora y mil otros cuentos milagrosos, exuberantes y heridos. Heridos de luz. Pero sólo importa la dolorosa sensación de que no hay un solo relato que abarque esa otra herida, o señal cósmica en la terminología del maestro Lem, que es la vida.

Para los que han leído el libro, que son muchos, la quiebra o giro del final se mantiene sin duda como el recuerdo vivo y doliente de un texto que vuelve a empezar. Todo vuelve a tener otro sentido porque todo recomienza. Cada página es ahora distinta y se impone volver a leer da capo. Pues lo mismo ocurre en la película. Contemplado el último fotograma, La vida de Pi vuelve a contarse. Bella, conmovedora, desesperada, perfecta. Y así, una y otra vez, consciente del necesario fracaso de todo esto.