El Cultural

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Cine

Persiguiendo a Nolan: el caos y el ilusionismo

El director independiente que conquistó Hollywood cierra su trilogía sobre Batman

20 julio, 2012 02:00

Algunas coincidencias las teje el destino. En el primer y admirable largometraje de Christopher Nolan (Londres, 1970), Following (1997) -que se edita ahora en el mercado de DVD español-, el espectador atento identificará en la puerta de entrada al apartamento del protagonista una placa con el emblema de Batman. El filme es un artefacto de deconstrucción noir que no tiene absolutamente nada que ver con el vigilante nocturno de Gotham; pero la señal está ahí, visible para quien quiera verla, ocho años antes de que Warner Bros. le encargara ponerse al frente de Batman Begins (2005). Con su primera entrega del oscuro superhéroe, el cineasta británico no solo introdujo el factor de siniestra solemnidad en la lúdica industria de sagas de cómics, sino que selló uno de los ascensos más meteóricos de un autor independiente en el enjambre de Hollywood. Después de Origen (2010), parece dispuesto a destronar a Spielberg de su trono como el Rey Midas de la industria.

Mediante una sucesión de siete largometrajes, Nolan se ha anticipado a los gustos de un público que no hace más que ampliar su espectro de película en película -el estreno, hoy, de El caballo oscuro: la leyenda renace está llamado a batir registros de taquilla-, al tiempo que ha seguido profundizando en su universo temático, experimentando con formas estilísticas y rangos de sensibilidad cinematográfica que desafían, conmueven y entretienen al mismo tiempo, de un modo que ya se daba por muerto en el cine industrial. “Creo que he ido ganando libertad con cada película, y que la única libertad que he perdido ha sido autoimpuesta -le contaba Nolan a El Cultural a propósito del estreno de El truco final (2006)-. Cuando haces una película con el dinero de un gran estudio, te aseguras de que quieres hacer la misma que ellos quieren”.

Cuando terminó de ver El caballero oscuro (2008), el legendario crítico norteamericano Andrew Sarris escribió que a partir de entonces debía hacer tábula rasa con Christopher Nolan. La tardía bendición del mesías de la teoría de autor en Estados Unidos no es en modo alguno despreciable. Acaso sólo las particulares visiones del mundo de un puñado de cineastas que trabajan en el corazón de la industria sean comparables a las de Nolan en el cine contemporáneo que comparte generación, lo que nos fuerza a considerarle pleno heredero de un legado de indagación autoral en las tripas de Hollywood. Una tradición que se remonta a Fritz Lang, cuya tentación a ver casi sistemáticamente el mal en el hombre tanto le emparenta con Nolan.

Algunos lo considerarán virtud y otros herejía, pero si algo ha logrado la saga “Batman” de Christopher Nolan es anular de partida cualquier debate sobre sus relaciones infieles con el cómic original. Bajo la máscara de Christian Bale (que comparte con Nolan una suerte de rigor y de intensidad), el héroe de Gotham ha abandonado la amabilidad de las tiras cómicas que, no en vano, Tim Burton ya trasladó a la pantalla con resultados muy irregulares. El tono es otro, las ambiciones también. “Hay que ser un contrabandista cuando trabajas en el sistema de estudios”, dijo en cierta ocasión Martin Scorsese, y Nolan ha ejercido a la perfección su condición contrabandista, tomando la mitología del hombre-murciélago como pretexto para expandir su propio discurso -aquel que ya venía explorando en sus primeros largometrajes- y sus alambicadas deconstrucciones narrativas. Sin abandonar el aliento pulp y enfatizando la densidad noir, Nolan entregó con la extraordinaria El caballero oscuro un relato apocalíptico que encontraba en el poder de destrucción de su iconoclasta Joker (Heath Ledger) el modo de invocar los fantasmas del terrorismo y de la crisis económica. Ahora, en alianza con una renovada Catwoman (Anne Hathaway usurpando el papel a Michelle Pfeifer), y enfrentados a un nuevo villano, El caballero oscuro: la leyenda renace sella con “épica conclusiva” una trilogía que se ha empeñado en representar hasta el paroxismo los grandes terrores sociales de nuestra contemporaneidad.

La banalidad del mal

Tanto en Following como en Memento (2000) y después Insomnio (2002), Nolan ya había pulsado su fascinación hacia el caos, hasta que encontró en Joker la esencia de glamour que desprende la banalidad del mal. La combinación de producción independiente con estructura narrativa compleja, articulada en módulos, ha extenuado el relato cinematográfico de los últimos veinte años -desde Tarantino pasando por Kaufman hasta llegar a Nolan-, pero todas esas supuestas rupturas en verdad no han dejado de alimentarse de los mismos elementos de género de siempre. Memento tenía algo especial: empleaba el dispositivo fílmico como vehículo mental de la amnesia para solidarizar al público con un asesino en serie.

Hay quien ha querido ver en sus tres primeras películas una trilogía precedente a la que ahora concluye de Batman, un conjunto de piezas en torno a los mecanismos de distintas variantes fóbicas, pero también de las construcciones narrativas en forma de puzzle-noir. Los distintos sistemas de producción bajo los que ha trabajado -de la escena independiente británica al thriller mainstream con Al Pacino-, no han impedido que las obsesiones (no diremos estilo, ni voz, aunque los tenga) de Christopher Nolan emergieran sin dificultades a la superficie de la pantalla.

Todas las películas del británico echan sus raíces en una torturada mente masculina que colisiona con una identidad fracturada. El multimillonario Bruce Wayne con su máscara y su capa en el armario, que resurge ahora del exilio existencial al que le arrojó el dubitativo final de El caballero oscuro, condensa los traumas del prototípico héroe de Christopher Nolan, un corazón blanco en un traje negro. Lo que acaba emergiendo es el retrato de un hombre como Cobb, el Leonardo DiCaprio de Origen, que transita en un mundo donde nada es cierto y la realidad es informe y abstracta, un flujo de permanente virtualidad. Entran en juego por tanto los mecanismos de la ilusión, es decir, del propio cine y su caverna platónica, explorados a tumba abierta tanto en Origen como, anteriormente, en El truco final, dos filmes en busca de un tercero -¿el próximo?- que cerraría una “trilogía del ilusionismo”. La distancia que separa a Origen de esta entrega final de Batman es la de un cineasta que descubre y potencia las posibilidades de manipulación digital, de manera que el cuerpo de Fritz Lang también pueda vestirse con el traje de Meliès.