Cine

100 años de John Wayne. La metafísica del héroe

24 mayo, 2007 02:00

John Wayne, Ringo, en La diligencia, de John Ford. de ¡Este rodaje es la guerra! (t&b)

Misterioso, compasivo, paternal y sofisticado son sólo algunos de los calificativos que pueden decirse de John Wayne, el mítico icono de La Diligencia, el hermético aventurero de Río Rojo, el generoso héroe de Centauros del desierto o el homérico boxeador de El hombre tranquilo. El próximo sábado habría cumplido cien años uno de los rostros más emblemáticos de Hollywood. El crítico Eduardo Torres-Dulce analiza para El Cultural el perfil y la filmografía de quien dejó en el cine una huella imborrable.

Cuando uno se llama Marion Michael Morrison (1907-1979) lo mejor es cambiarse el nombre si uno va a dedicarse al cine, y no digamos si el personaje que vas a vender es un tipo duro de los de verdad. Por eso Marion decidió que se llamaría en los títulos de crédito John Wayne y lo hizo tan bien que la gente de Hollywood acabó ennobleciéndolo con un apodo respetuoso y afectuoso, Duke, el Duque.

La verdad es que pocos daban un centavo por su carrera cuando tras trabajar en unas vacaciones de verano en los estudios de cine, acarreando muebles, recibiendo golpes como especialista o extra, decidió colgar sus estudios universitarios y apostar por convertirse en un actor. John Ford, su mentor, su Pygmalion, también su sádica némesis, tardó un mundo en darle una oportunidad de las buenas, tras emplearle en algunas películas menores en los postreros tiempos del cine mudo. Ford miró con escepticismo cómo su compinche Raoul Walsh le otorgaba a Wayne el liderazgo de un superwestern, The Big Trail, en 1930.

La película fue un fracaso y Wayne acabó sepultado en una década de westerns baratos y seriales sin gloria. Jack Ford no movió un dedo para ayudarle aunque el joven actor seguía frecuentando su compañía en el abigarrado, machista, peleón y alcohólico mundo privado del cineasta. ¿Lo dejaba madurar? Un misterio más en la muy misteriosa vida de Ford.

Tan incomprensible como que Jack, Pappy para los íntimos, impusiera a Wayne contra viento y marea como protagonista de La diligencia, una historia que sentía muy propia, un western oscuro y adulto, que al triunfar pondría fin a una década olvidable del género; justo como la vida y la carrera de John Wayne hasta ese momento. Ford utilizó a Wayne en La Diligencia como un icono, el heredero de una imagen mítica que entroncaba con Harry Carey, mentor nada secreto del aprendizaje de Ford en el terreno western, un icono en el que desde el vestuario, la manera de mirar o andar, en este caso típicamente fordiana, ofreciera leyenda y fragilidad, dureza y sentimentalidad.

La presencia de Wayne, un outlaw, un proscrito social, otro ítem fordiano, avanzada la película, presentados el resto de los personajes, la rodó Ford como un homenaje a un actor desconocido, Wayne, Ringo, detiene a una diligencia en pleno desierto, volteando un Winchester. Marion Morrison desaparecía en el olvido y John Wayne entraba en el imaginario colectivo y en el Monument Valley del sagrario fordiano.

Las malas lenguas comentaron que el triunfo del actor se debía a que Ford no le permitía hablar y el cineasta replicaba que lo poco que decía era siempre esencial quizás porque los héroes son escuetos en palabras que no en hechos. En ese año mágico en el que el cine sonoro doblaba el cabo de la madurez del clasicismo, La diligencia era un hito en ese camino y John Wayne capitaneaba sus hermosas imágenes.

Cualquiera pensaría que tras ese triunfo comenzaría a despegar una carrera rutilante para Wayne, pero lo cierto es que hasta finales de los cuarenta sus películas se mueven, con las excepciones debidas y por lo general fordianas, en un terreno de producciones muy discreta. Pero nueve años más tarde de La Diligencia, John Ford quedó por completo sorprendido tras una proyección de Río Rojo.

No sólo su amigo y colega Howard Hawks, el astuto zorro gris de Brentwood, había rodado un western maravilloso, oscuro, psicológicamente penetrante, aventurero y romántico, sino que ese pedazo de carne -como describía entre sardónico y afectuoso a Duke Wayne- lograba como Matt Dunson una actuación asombrosa componiendo un personaje otoñal, arisco, secreto, amargado pero lleno de fuerza y pathos.

De inmediato Ford le ofreció otro personaje al borde del otoño de la vida, el oficial de La Legión invencible, y eso sólo fue el comienzo de una comunión completa entre cineasta y actor, capaces de girar desde la elegía homérica y virgiliana de El hombre tranquilo al escalofriante descenso a los infiernos de Ethan Edwards en Centauros del desierto pasando por la emocionante melancolía de Spig Wead de Escrito bajo el Sol o la epicidad sobria del Coronel Marlowe de Misión de Audaces, uno de sus mejores y más subvalorados trabajos, hasta concluir con una obra maestra como El Hombre que mató a Liberty Valance, en la que la creación que hace Wayne como Tom Dunson, el último hombre libre de una frontera que desaparece, domina la película incluso cuando su recuerdo inunda las imágenes en blanco y negro.

Pero si es verdad ese asombro de Ford, ello no deja de ser nuevamente sorprendente, pues él mismo le había dirigido, Hombres intrépidos, en un complejo y oscuro personaje, un marino sueco en la expresionista adaptación de varias piezas de Eugene O'Neill, que el comediógrafo apreciaba en grado sumo, por no hablar del militar rebelde y desesperado que encarnaba Wayne en They Were Expendable, la nada complaciente versión fordiana de la retirada norteamericana de las Filipinas tras el ataque nipón.

Ninguna de esas actuaciones, ni sus elegantes composiciones de cámara, ligeras, distendidas, esenciales, como una pieza de Mozart, a las órdenes de Hawks, Río Bravo, Hatari, Eldorado, le sirvieron para ganar un Oscar; la Academia se lo acabó otorgando, sólo había sido nominado por Arenas sangrientas, de Allan Dwan, por su colorista recreación de Rooster Cogburn a las órdenes de Henry Hathaway.

El reconocimiento al talento interpretativo de John Wayne ha tardado y aún hoy en día se hace con reticencias, sin excluir los prejuicios paleopolíticos. Wayne no es sólo un actor físico sino simplemente un gran actor porque sólo los grandes son capaces de dominar el plano con su mera presencia o dotarle de la fuerza interior del personaje como en inolvidables planos, silencioso y mental, de Centauros del desierto o de El Hombre que mató a Liberty Valance , capaz de cambiar de registro sobre personajes similares como lo hace con sus militares de la trilogía fordiana de la Caballería, o en el interior de una película, Río Bravo, es descubrir a una actor lleno de registros y talento.

John Wayne cerró su carrera en 1976 con El Pistolero que dirigió Don Siegel. Interpretaba a un gunman que enfermó de cáncer y que debe enfrentarse a su última misión y a su muerte. Siegel lo presentaba con un emocionante montaje que resumía la carrera legendaria del actor y el personaje.