Image: Montxo Armendáriz, el hechicero de Obaba

Image: Montxo Armendáriz, el hechicero de Obaba

Cine

Montxo Armendáriz, el hechicero de Obaba

53 Festival de San Sebastián

15 septiembre, 2005 02:00

Montxo Armendáriz

Puede que, como escribió Fernando León respecto a Silencio roto, para Montxo Armendáriz la memoria no sea un paso para atrás, sino hacia adelante, como una antigua foto de grupo que debemos reconstruir para que sus ausencias nos sirvan de aprendizaje. No sólo su reivindicación histórica del maquis, también los secretos del corazón que arrancó a Carmelo Gómez y a Charo López, rescatan sin ira la dignidad del tiempo recobrado y su perentoria necesidad, "porque si no las sociedades, como los enfermos de Alzheimer, están condenados a un estado vegetativo", sostiene el cineasta. El paso del tiempo no aniquila, sino que reconstruye, parecen decirnos las historias y las imágenes que este director navarro con aspecto de druida viene capturando en sus obras desde hace veinticinco años, como si con ellas quisiera realmente atrapar el hechizo del tiempo, ese "bicho que anda y anda", escribió Cortázar.

A su guerra declarada contra la amnesia colectiva, suma ahora una trascendente batalla por lo que tiene de personal, y que inaugura hoy el 53 Festival de San Sebastián. Obaba es muchas cosas porque funciona en varias dimensiones, y lo menos que se puede decir de ella es que es una inteligente y ambiciosa adaptación del libro de relatos Obabakoak de Bernardo Atxaga (Premio Nacional de Literatura 1989), un crisol de personajes y sensaciones donde los mecanismos del tiempo y sus misterios siguen siendo las alquimias que el autor de 27 horas y Las cartas de Alou (premiadas ambas en pasadas ediciones del certamen) quiere congelar con su cámara. La magia y la fascinación del pueblo creado por Atxaga, y gran parte de su imaginario simbólico en forma de lagartos, curvas y pasos contados, han encontrado un cómplice fiel en las imágenes que hoy ponen en marcha el festival donostiarra.

¿Pero qué es Obaba, ese universo esencialmente literario, para Montxo Armendáriz? "Muchas cosas, pero sobre todo, como dice Bernardo Atxaga, es un mundo dentro del mundo. No es un lugar que se extinga ni que exista. No es algo tangible, desde luego, es un microcosmos en el que está en juego la condición humana y el misterio del tiempo. Obaba es una forma de entender la vida y de vivirla que conecta con la búsqueda de lo desconocido. Los lagartos de Obaba son una metáfora de ese misterio que se te mete en el cerebro, en determinado momento, y que cambia el rumbo de tu percepción de la vida. Lo puede cambiar para bien o para mal. Ese es el misterio. A un personaje lo deja atontado, a otro le aporta lucidez".

El hilo invisible
Acaso la mayor dificultad a la que se enfrentó el cineasta para adaptar Obabakoak fue la de otorgar unidad a tantos relatos (veintiocho) aparentemente independientes que conforman el libro. "De hecho, esa complejidad inicial fue lo que me hizo descartar la idea de llevarlo a la pantalla cuando lo leí por primera vez -explica el director-. En aquel momento, hace unos quince años, Barnardo [Atxaga] y yo llegamos a la conclusión de que era imposible. Tenía la certeza de que había un hilo invisible que los unía a todos, un espíritu metafórico que los invadía, pero no encontraba la manera de darles una coherencia, una estructura unitaria". Como ocurre con gran parte de los habitantes de Obaba, aquello que buscaba no estaba en realidad muy lejos, y más tarde o temprano tenía que hallarlo: "Como todas las cosas, surgió de una forma imprevista pero de lo más común. A veces tienes la solución delante y simplemente no la ves. Se me ocurrió que por qué no intentar que un personaje llegara a Obaba y grabara lo que ve y encuentra; esto me permitía además incluir sin que rechinara la reflexión sobre el acto creativo que también está en el libro".

Ese personaje es Lourdes (Bárbara Lennie), una estudiante de cine permeable a los misterios de Obaba, que por arte y magia de Armendáriz se convierte en su alter-ego, en la plausible vía que encuentra para trasladar a imágenes la reflexión del libro sobre las dificultades de ficcionar en torno a la vida. "Lo que yo hago es volcar esa reflexión directamente a la creación cinematográfica -argumenta Armendáriz-. Siempre he pensado en lo difícil que resulta darle verdad y unidad a lo que se crea, de cómo manipular la realidad para darle una forma concreta. Creo que esta reflexión está también en otras películas mías, pero en Obaba es una lectura obligada, porque es el mismo problema al que se enfrenta la protagonista, Lourdes, quien a raíz de un trabajo documental que prepara para la escuela, viaja a Obaba para intentar capturar la verdad del pueblo, de sus personajes, su pasado y los misterios que allí acontecen. En cierto modo, Obaba habla de la búsqueda de lo desconocido".

Cabe preguntarse si las cuestiones que plantea el documental, género que ha visitado en más de una ocasión Armendáriz, y sobre el que volvió con resultado reconfortante en su anterior película, Escenario móvil (en torno a Luis Pastor y la profunda Extremadura), le haya conducido a este tipo de reflexiones. "En realidad, el guión de Obaba ya estaba hecho antes de que hiciera el documental, pero sí es cierto que el proceso de realizar una película como Escenario móvil inevitablemente te hace reflexionar mucho sobre ello. Es una película que se hizo a tumba abierta, en búsqueda de algo que no sabes qué es hasta que lo encuentras. Yo siempre he pensado que no hay distinción entre el documental y la ficción, al menos no más diferencia que la del material con el que se trabaja. En esencia, se trata de lo mismo".

El acto creativo
De este modo, la última propuesta de Armendáriz, ambiciosa y compleja, se suma a la exploración de formas narrativas y ensayos metacinematográficos que la pujante tecnología digital ha suscitado en el cine, ahora más democratizado desde que el soporte fotoquímico perdió su hegemonía. "Es posible que el hecho de que cualquiera pueda ahora coger una cámara y hacer una película, como de hecho hace Lourdes en la película, haya propiciado mayores reflexiones sobre los procesos del acto creativo. El cine está condicionado a una permanente adaptación a los medios, y los que hacemos cine sabemos que todo se queda obsoleto y muy poco permanece". La película bascula, por tanto, entre la emoción y la reflexión, tratando de encontrar el frágil equilibrio entra ambas intenciones. La prioridad para Armendáriz, "siempre, es que los personajes y la historia sean verosímiles y desprendan emoción, que lleguen al fondo de la gente. Conseguir eso es lo más importante, porque sin ello, cualquier otro contenido adicional, cualquier otra lectura se queda hueca".

Más allá de las pretensiones formales, en su búsqueda de la emoción intervienen con mayor relieve las ambiciones temáticas de la película que, como también ocurría en la obra literaria, conectan directamente con la geografía rural y la cultura vasca. "La película está situada en unos espacios muy concretos y no voy a negar su relación con el País Vasco, pero yo quise huir de todo lo que fuera más reconocible culturalmente para que lo narrado adquiriera una dimensión universal. Por eso he extraído de los personajes los aspectos que me parecen fundamentales de la condición humana, como el amor, la soledad, la identidad, la violencia... Cada uno de estos temas tiene su reflejo en una o más historias de la película".

El amor inesperado y la soledad infinita las vivimos a través de la maestra (Pilar López de Ayala) enamorada de su alumno; la locura y su violencia pertenecen a Lucas (Eduard Fernández), quien perturbado por una muerte que pudo ser fraticidio sigue escuchando las voces de su hermana en su cabeza, mientras que el desarraigo y la identidad se abren camino a través de un ingeniero alemán (Peter Lohmeyer) que se resiste a integrarse en una cultura muy distinta a la suya. "Lo curioso es que este personaje, que es ateo y judío, encuentra la manera de transmitir su cultura a su hijo a través de algo que ocurre en una iglesia", explica Armendáriz, quien para mostrar el otro lado de la moneda, ha inventado al lugareño Miguel (Juan Diego Botto), alguien para quien cualquier sitio es bueno para vivir siempre que esté a gusto consigo mismo. "Creo que la locura y la violencia, el hecho de no querer aceptar al otro, y cómo todo eso conduce a la destrucción, son manifestaciones muy claras del mundo actual".

Regreso a la infancia
Vuelve también Armendáriz a la infancia, un lugar común ya en su filmografía, pues al Obaba del pasado, a sus rostros y sus historias, accede Lourdes (y el espectador) a través de una vieja foto de escuela, que la estudiante tratará de reconstruir con los huecos de los que ya no están. "Creo que los niños son fundamentales para hablar de la importancia de tener el pasado siempre presente. Al adaptar el libro, en ningún momento me interesó fechar los hechos, sino evocar el paso del tiempo. La foto de la escuela daba mucho juego en este sentido, porque algunos de los niños luego son de adultos la antítesis de lo que fueron, y otros, sin embargo, han desaparecido del pueblo".

Acaso este Obaba que presenta el cineasta navarro en San Sebastián reúna las claves de su filmografía y opere como síntesis de una singular forma de entender el cine y la vida: "Cuando haces una película, siempre intentas volcar todo aquello que has aprendido de tus anteriores trabajos, y aunque Obaba no sea una síntesis consciente de lo que me interesa en el cine, sin duda tiene mucho de ello". Dice Lourdes en un momento del film que lo peor es no saber si las imágenes que ha grabado servirán para algo. "Ella concluye que no hay que darle importancia, porque el sentido de las imágenes se dará por sí mismo. Lo mismo pienso yo de las imágenes de Obaba", concluye Armendáriz.