Cine

"Trabajos de amor perdidos", de Kenneth Branagh

Buenos tiempos para la lírica

5 abril, 2000 02:00

Shakespeare lo resiste todo. Es el mejor guionista de la historia del cine y los ecos de su obra resuenan en miles de filmes que han negado su remota autoría. Kenneth Branagh sabe que la mejor manera de serle fiel es reinventándolo, como en Trabajos de amor perdidos, una comedia musical que integra canciones de Gershwin y Porter en los pentámetros yámbicos shakesperianos.

Si es verdad que, como decía Paul Valéry, la poesía es "un cierto acuerdo del sonido y el sentido", la última película de Kenneth Branagh es un excelente ejemplo de cine poético. En Trabajos de amor perdidos, el hombre que puede adaptar a Shakespeare mientras hace un triple salto mortal ha descubierto la sinonimia que existe entre el verso del bardo de Stratford y las canciones de Cole Porter, Irving Berlin y George e Ira Gershwin. Verso y canciones responden a un mismo objetivo: comunicar toda la amplitud emocional de la música del amor. Aquellos puristas que se escandalicen ante el atrevimiento de Branagh al recortar la obra de Shakespeare en favor de la inclusión de canciones frívolas de la era dorada del musical americano demuestran no haber entendido el versátil espíritu -la universalidad- del ilustre escritor británico: después de que Baz Luhrmann reconvirtiera Romeo y Julieta en un hermoso sampleado de amor y muerte, la fuerza literaria de Shakespeare puede aguantar todo lo que le echen.

Desafortunadamente, se asocia el musical con las inmejorables condiciones de producción que la Metro Goldwyn Mayer ponía al servicio de Gene Kelly, Stanley Donen o Vincente Minnelli, con un aroma de cine añejo que peca de "camp" o "kistch". Se tiende a despreciar la influencia del musical en el cine convencional, cuando muchos directores, desde Jean-Luc Godard a Nicholas Ray, absorbieron como esponjas muchos de los trucos de su puesta en escena. Es interesante hablar del "filme-danza", término acuñado por Gene Kelly al referirse a la perfecta integración de la coreografía y la música en las coordenadas argumentales de una película. Así las cosas, es tan musical la Magnolia de Paul Thomas Anderson como Un día en Nueva York. Branagh también ha realizado más de un filme musical: la ferocidad expresiva de Enrique V, las dinámicas Morir todavía, Frankenstein y Hamlet, y, sobre todo, la felicidad soleada de Mucho ruido y pocas nueces, con marcado acento toscano, prefiguraban el destino del cineasta británico. Su siguiente película después de Hamlet no podía ser otra que un musical de pura cepa.

Shakespeare, que ahora es sinónimo de alta cultura, escribía sus obras para uso y disfrute del pueblo llano. Esto no quiere decir que la intención de Branagh haya sido banalizar la obra shakesperiana -no hay nada más lejos de la banalidad que su Enrique V o su Hamlet-, sino desmitificarla y quitarle ese aura teatral que Laurence Olivier imprimió en sus adaptaciones. La puesta en escena se contagia del movimiento, la gracia y el gesto de la palabra de Shakespeare, y entonces se convierte en puro divertimento. En Trabajos de amor perdidos, Branagh encontró la manera más apropiada de transmitir ese sentimiento de etérea felicidad gracias al musical: "Me pareció que la elegancia, estilo e ingenio de la obra encajaba bien en un contexto no muy diferente del mundo ficticio de los musicales del Hollywood de los años 30 y 40", dice. Así las cosas, Branagh se atreve a sustituir el texto de las cartas de amor que están escribiendo los cuatro hombres voluntariamente célibes (interpretados por el propio Branagh, Adrian Lester, Matthew Lillard y Alessandro Nivola) por I’ve got a crush on you, de George e Ira Gershwin. "Se puede corroborar que sus letras son tan ingeniosas en su ámbito como lo son los textos de Shakespeare en el suyo, y también que están llenas de vanidades y juegos verbales, como las obras del escritor", afirma con razón Branagh. Es entonces cuando la canción ligera del musical americano se transforma en una coherente prolongación de la energía del verso shakesperiano, que tiene un valor orgánico, que dice algo sobre "cómo se sienten los personajes en cada momento o sobre lo que va a ocurrir en la trama". En la bellísima escena-homenaje a Sombrero de copa, Berowne (Branagh) afirma: "Y cuando el amor habla, la voz de todos los dioses/hace que el cielo sea soporífero con tanta armonía", y acto seguido se pone a cantar Cheek to cheek, de Irving Berlin, que reza "Cielos, estoy en los cielos y mi corazón late/tan deprisa que apenas puedo hablar". El momento es tan mágico como el mejor de los musicales clásicos: los personajes vuelan (literalmente) en una hermosa sublimación del sentimiento romántico.

La decisión de trasladar la acción a 1939 tampoco es arbitraria. Estamos al final del interludio entre las dos grandes guerras, cuando el mundo está a punto de entrar en un caos donde el amor y la felicidad serán sustituidos por el horror y la muerte. Es en ese pasillo intercelular, en esa fantasía idílica, en ese universo paralelo de alegría y frivolidad llamado reino de Navarra, donde todo -lo musical, lo fantástico- puede ocurrir. El Rey de Navarra y sus tres amigos han decidido enclaustrarse durante tres años para dedicarse al estudio y olvidarse de las veleidades del amor, decisión cuya inutilidad quedará manifestada al llegar la princesa de Francia (Alicia Silverstone) y sus tres damas de compañía. La torpeza de las relaciones sentimentales entre hombres y mujeres se corresponde con el amauterismo coreográfico de los intérpretes que ha escogido Branagh: como hizo Woody Allen en Todos dicen I love you, el director de Los amigos de Peter ha preferido contar con actores sin experiencia en el campo musical -exceptuando a Adrian Lester y al espléndido Nathan Lane- para "naturalizar" y aproximar los bailes y las canciones a la experiencia emocional del público. Si Branagh osó utilizar, a priori, a actores tan poco shakesperianos como Michael Keaton o Keaneu Reeves en Mucho ruido y pocas nueces o Robin Williams y Billy Cristal en Hamlet (siempre con excelentes resultados artísticos), ahora, en Trabajos de amor perdidos, no ha dudado en contratar a Alicia Silverstone (más conocida como la Batgirl de Batman y Robin) o a Matthew Lillard (uno de los asesinos "teenager" de Scream) para vulnerar, otra vez, los tópicos interpretativos que caen sobre las espaldas de la obra de Shakespeare.

La felicidad del reino de Navarra se ve truncada por la muerte del Rey de Francia y la explosión bélica. Branagh utiliza con inteligencia la figura retórica del noticiario de guerra para el epílogo del filme, que nos informa de la fugacidad del amor, de su naturaleza efímera y amarga, dominada por los caprichos del destino. El epílogo es el contrapunto agridulce a esta fiesta de pentámetro yámbico reconvertido en música para el corazón, que cuenta con homenajes a Esther Williams, a Busby Berkeley, a Bob Fosse, al humor de los hermanos Marx y los cómicos del cine mudo, y al color y movimiento de las películas de Kelly y Donen. Antes de que la amargura aparezca entre las grietas de la alegría, Nathan Lane canta la inmortal There’s no business like showbusiness, de Irving Berlin. Branagh sabe, en efecto, que la vida no es más que un espectáculo, un hermoso musical cuya letra nos sabemos de memoria y nos gusta tararear en nuestros peores momentos.