De izquierda a derecha, arriba, Dimitri Mendeléyev, León Tolstói, Iván Pávlov y  Fiódor Dostoyevski, Abajo, Piotr Ilich Chaikovski,  Sophia Kovalevskaya, Igor Stravinski y Gregori Perlmán

De izquierda a derecha, arriba, Dimitri Mendeléyev, León Tolstói, Iván Pávlov y Fiódor Dostoyevski, Abajo, Piotr Ilich Chaikovski, Sophia Kovalevskaya, Igor Stravinski y Gregori Perlmán

Entre dos aguas

Rusia y la ciencia: una historia extraordinaria

El país de Pávlov, Perelmán, Mendeléyev, Dostoyevski o Chaikovski está profundamente enraizado en nuestra tradición cultural y científica

8 septiembre, 2022 02:22

En su autobiografía, el físico alemán Max Born, Nobel de Física en 1954 y uno de los principales responsables de la interpretación probabilística de la mecánica cuántica, recordaba la reacción popular que se produjo en Gotinga, en cuya universidad era entonces profesor, cuando comenzó en 1914 la Primera Guerra Mundial: “Tuvo lugar un estallido patriótico de entusiasmo en todos los países. En Gotinga lo tuvimos en todo su apogeo: banderas, desfiles y canciones. Las tropas desfilaban por las calles entre las gentes que les lanzaban flores. El delirio patriótico se vio acompañado de rumores incontrolados y de una caza de espías: se decía que los pozos estaban envenenados, los caballos del regimiento paralizados, puentes dinamitados. Yo odiaba la guerra, pero no podía escapar a la influencia de la propaganda. Creía, como todos los demás, que Alemania había sido atacada, que estaba luchando por una causa noble y que su existencia estaba en juego”. Y añadía: “No puedo negar que durante aquel tiempo me sentí muy en contra de los ingleses, de los franceses y sobre todo de los rusos”.

Muestra de la consideración que se ha tenido en Rusia por la ciencia es la Academia Imperial de Ciencias de San Petersburgo, fundada en 1724

Born, una persona que, como él mismo decía, “odiaba la guerra”, y que años más tarde y ya reconocido como uno de los físicos teóricos más importantes de mundo, debido a sus orígenes judíos tuvo que abandonar su querida Alemania –la Alemania de Adolf Hitler–, refugiándose en Edimburgo, no pudo abstraerse del ambiente popular que reinaba entonces. Y lo mismo sucedía a muchas otras personas, independientemente de su nacionalidad o profesión.

En la actualidad, en un momento en que está más que justificada la indignación por el cínico y bárbaro comportamiento de Vladímir Putin, es fácil que surja un sentimiento de hostilidad hacia “lo ruso”. Por supuesto que la ciudadanía rusa no es ajena a lo que su país está haciendo en Ucrania, pero sabemos por desgracia el poder, los abusos y la desinformación que utilizan los –recurriendo a la terminología introducida por Gideon Rachman en su libro The Age of the Strongman (Bodley Head, 2022)– “hombres fuertes”; los Bolsonaro (Brasil), Orbán (Hungría), Trump (Estados Unidos), Modi (India), Xi Jinping (China), el propio Putin y Erdogan (Turquía), este último esgrimiendo su poder de veto –para impedir la entrada de Suecia y Finlandia– a fin de obtener beneficios políticos en la reciente cumbre de la OTAN en Madrid.

El zar Pedro I

Sin embargo, y aunque la presencia de Putin o el recuerdo del sanguinario Stalin lo dificulte, no debemos olvidar que es muy difícil, imposible realmente, entender Europa sin Rusia. La Rusia de escritores como Tolstói, Dostoyevski, Chéjov, Pasternak o Soltzhenitsyn, de músicos como Chaikovski, Borodin, Rimski-Kórsakov o Stravinski, o de filósofos y activistas como Bakunin y Kropotkin. Y de muchos científicos.

La historia de la ciencia rusa incluye una pléyade de nombres fundamentales. Muestra de la consideración que desde hace tiempo se ha tenido en Rusia por la ciencia es la Academia Imperial de Ciencias de San Petersburgo, fundada en enero de 1724 por Pedro I, apodado “Pedro el Grande”. Un verdadero ilustrado en el Siglo de la Ilustración, o de las Luces, el zar Pedro I tenía claro que la capital rusa que quería fuese San Petersburgo, no debía ser ajena a la ciencia. Entendía, asimismo, que una buena capacidad científica ayudaría a reforzar el comercio exterior ruso y a convertir a su país en una potencia europea.

Una vez creada la Academia, Pedro el Grande comenzó la difícil tarea de intentar reclutar, bajo magníficas condiciones económicas, eminencias científicas extranjeras que aceptasen instalarse en San Petersburgo, una labor que continuó pronto – Pedro falleció en febrero de 1725– su sucesora y viuda Catalina I. Entre los primeros miembros de esa Academia se encuentran luminarias como el físico suizo Daniel Bernoulli y su hermano Nicolás II Bernoulli, el astrónomo francés Joseph-Nicolas Delisle, el embriólogo alemán Caspar Friedrich Wolff, el matemático alemán Christian Goldbach (responsable de una famosa conjetura matemática), y desde 1727 nada más y nada menos que Leonhard Euler, el inmenso matemático y físico de Basilea.

Giro político

Si se considera únicamente científicos nacidos en Rusia, la nómina es extraordinaria. Mencionaré algunos ejemplos, comenzando por el matemático Nikolái Lobachevski (1792-1856), uno de los fundadores de las geometrías no euclidianas. La importancia del creador de la tabla periódica de los elementos, el químico Dmitri Mendeléyev (1834-1907), difícilmente puede ser ignorada, como tampoco lo puede ser la de Iván Pávlov (1849-1936), el gran fisiólogo de los “reflejos condicionados”, Premio Nobel de Medicina o Fisiología en 1904.

Da idea del prestigio que Pávlov tenía en su patria el que, cuando en 1917 los bolcheviques alcanzaron el poder y él reaccionó negativamente ante el giro político –le repugnaba en particular la idea comunista de que los laboratorios científicos debían estar dirigidos por un consejo de trabajadores–, el propio Lenin, convencido de que la ciencia era indispensable para la construcción del socialismo, le protegió, ayuda que continuó con Stalin.

Más aún, a finales de la década de 1920 se comenzó a construir una ciudad para la ciencia pavloviana en Koltushi, una pequeña población en las afueras de Leningrado (como se denominó a partir de 1924 a San Petersburgo). Allí, en el Instituto de Genética Experimental de la Actividad Nerviosa Superior, Pávlov y sus colaboradores estudiaron los reflejos condicionados en una amplia variedad de organismos.

Rusos fueron también físicos tan notables como Lev Landáu (1908-1968), Premio Nobel de Física en 1962 por sus trabajos teóricos sobre el helio líquido, galardón que también recibieron en 1964 Nikolái Básov (1922-2001) y Aleksandr Prójorov (1916-2002) por sus aportaciones a la idea del máser y al láser, y Piotr Kapitsa (1894-1984) en 1978 por sus investigaciones en bajas temperaturas. Y no olvidemos a los matemáticos Andréi Márkov (1856-1922) y Grigori Perelmán (n. 1966), que resolvió la conjetura de Poincaré. Asimismo, y aunque su obra no llegase a los niveles de excelencia de los anteriores, es obligado recordar también a la matemática Sophia Kovalevskaya.

Son estos unos pocos ejemplos que deben ayudar a recordar lo mucho que Europa debe a Rusia y Rusia al resto de Europa. Algún día, esperemos, los Putin de turno desaparecerán y se recuperará la vieja y noble idea de Europa. En la era de la globalización, el mundo es, o debería ser, uno, pero no olvidemos la dimensión rusa de la cultura europea

Vicente López Portaña: 'La señora de Delicado de Imaz', h. 1836. © Museo Nacional del Prado. A la derecha, Sulley, de 'Monstruos S. A.' © Disney / Pixar

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