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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

La nave espacial Tierra

Sánchez Ron analiza los desafíos que pueden hacer avanzar (o retroceder) a nuestro planeta.

24 mayo, 2019 17:27

Una característica notable del Homo sapiens, nuestra especie, es la de preocuparse por lo que sucederá en el futuro, a él y a su descendencia. Semejante preocupación afecta a nuestro comportamiento, a lo que podríamos denominar “proyecto de vida”, puesto que deseamos tratar de controlar lo que ocurrirá; esto es, no encontrarnos indefensos ante los cambios que puedan acontecer, o mejorar nuestra situación y, para muchos, especialmente la de sus hijos, por los que estamos dispuestos a hacer todo tipo de sacrificios. Pero no somos la única especie cuyo comportamiento se ve influido por lo que sucederá en el futuro; ardillas, ratones, castores nos proporcionan ejemplos particularmente claros: durante una época del año se afanan almacenando los alimentos que necesitarán después. La imperiosa necesidad para la supervivencia de alimentarse, al igual que la de evitar depredadores, se ha enquistado en los genes de todas las especies con sistemas perceptivos desarrollados, orientando “instintivamente” sus comportamientos. Ahora bien, existe una gran diferencia entre nuestra especie y las demás: producimos conscientemente cambios en nuestro entorno que afectan a nuestro modo de vida. La palabra clave es “cambios”, pues si nada cambiase, nuestra manera de afrontar el futuro sería muy parecida a la de otras especies: no tendríamos que pensar qué hacer, puesto que nuestro comportamiento estaría inscrito en nuestros genes. Seríamos, en ese sentido, como ardillas o castores. Pero, por supuesto, somos muy diferentes: nuestra singularidad reside precisamente en la capacidad de producir cambios.

"Sería vergonzoso que legáramos a las generaciones futuras un mundo peligroso. Necesitamos pensar a largo plazo"Martin Rees

Un somero repaso a la historia de la humanidad muestra que los ritmos de los cambios generados por nuestra especie han variado mucho. Durante la mayor parte de la historia los humanos nacían y morían sin que sus vidas y sociedades apenas hubiesen cambiado. Pero a partir de finales del siglo XVIII, cuando comenzó a esbozarse la Revolución Industrial con las primeras máquinas de vapor (o “de fuego”, como muchos las denominaron inicialmente), las posibilidades y vidas de los humanos fueron experimentando modificaciones significativas en plazos más breves, aunque bien es cierto que no iguales para todos. El motor de esos cambios fue, continúa siéndolo en el presente y seguirá siéndolo en el futuro, la técnica y la ciencia, con ésta última tomando cada vez más protagonismo. El siglo XIX, con sus impresionantes logros en medicina (fisiología, teoría microbiana de la enfermedad, vacunación, técnicas de anestesia y de asepsia), química orgánica y física del electromagnetismo, hizo que los modos de vida, de producción de bienes y de comerciar se pareciesen muy poco a los de la centuria precedente. ¡Y qué decir del siglo XX del que, aunque ya nos separen casi dos décadas, somos devotos deudores! Vivimos actualmente inmersos en una época en la que casi todo cambia con rapidez, y en la que ya no vale la famosa receta que Lampedusa incluyó en El gatopardo: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Ahora los cambios no sólo asoman en el horizonte, sino que han traspasado el umbral que hace que no podamos escondernos de ellos. En ninguna época de la historia de la humanidad, la movilidad fue comparable.

No es sorprendente, por tanto, que el futuro se haya convertido en uno de los temas de nuestro tiempo. A él está dedicado un libro que el muy distinguido astrofísico inglés Martin Rees acaba de publicar: En el futuro (Crítica), significativamente subtitulado ‘Perspectivas para la humanidad’. Al contrario que otras obras en las que sus autores dan rienda suelta a su imaginación, configurando escenarios que si llegan a realizarse lo harán en un futuro muy lejano –los casos, por ejemplo, de Michio Kaku en El futuro de la humanidad (Debate) o Vida 3.0 (Taurus) de Max Tegmark–, las cuestiones de las que trata Rees nos acechan ya: la Inteligencia Artificial y la Robótica, y cómo ambas afectarán al empleo (“¿Qué hay de nuestros puestos de trabajo?” es el título de una de sus secciones); las posibilidades y efectos de la biotecnología; los viajes espaciales, tripulados o no; el impacto que tendrá el internet de banda ancha, que pronto conseguirá un alcance mundial mediante satélites en órbitas bajas, globos estratosféricos o drones alimentados por energía solar. Es fascinante pensar en lo que el futuro nos puede deparar. Me atrae especialmente una posibilidad sobre la que he meditado con frecuencia y en la que Martin Rees también se detiene: la de que las computadoras puedan hacer descubrimientos científicos que han eludido hasta ahora al cerebro humano. Nuestras mentes están apegadas a lo que nuestros limitados sentidos pueden percibir, y habitualmente siguen pautas de comprensión forjadas en la experiencia de la historia evolutiva de los homínidos. Si pensamos en términos de la física, habría que decir que nuestra mente es “clásica”: nos resulta familiar la física de Newton, pero no tanto la física cuántica, aunque hayamos sido capaces de inventarla. Pero la “mente” de las computadoras no parece estar sujeta a tal limitación y acaso puedan penetrar en dominios que están fuera de nuestras capacidades cognitivas: ¿entender, por ejemplo, qué sentido posee el Big Bang? En otras palabras, generar nueva ciencia fundamental.

Pero, como en la espada de Damocles, es más que probable que esas maravillosas realidades futuras convivan con otras menos atractivas. Amenazas como el abuso de las posibilidades que pronto ofrecerá la biotecnología –entre ellas la formación de castas biológicas– o el bioterrorismo, que se agravará cuando sea posible diseñar y sintetizar virus (“el arma definitiva”, señala Rees, “será combinar una elevada letalidad con la transmisibilidad del resfriado común”), las carencias energéticas de un planeta cuya población humana aumenta constantemente, o el cambio climático. Rees, que no solo es un destacado científico sino también una persona con sensibilidad ética, dedica no pocas de las páginas de su libro a comentarios relativos a las implicaciones éticas de la ciencia del futuro cercano. “La ‘Nave Espacial Tierra’ –escribe– se desplaza por el vacío a toda velocidad. Sus pasajeros están inquietos e irritables. Su sistema de soporte vital es vulnerable frente a las perturbaciones y las averías. Pero hay demasiada poca planificación, demasiado poco examen del horizonte, demasiada poca consciencia de los riesgos a largo plazo. Sería vergonzoso que legáramos a las generaciones futuras un mundo exhausto y peligroso […] Necesitamos pensar globalmente, necesitamos pensar racionalmente, necesitamos pensar a largo plazo”.