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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

Publicidad en el espacio

23 febrero, 2018 01:00

El Tesla Roaster forma parte de la misión del Falcon Heavy

El lanzamiento del cohete Falcon Heavy con el coche Tesla en su interior por parte de Space X ha hecho reflexionar a Sánchez Ron sobre los aspectos positivos de seguir invadiendo el espacio. "Ya hemos contaminado ríos, mares y la atmósfera: parece que le llega el turno a nuestro entorno espacial".

Supongo que no soy el único que experimenta un sentimiento especial al contemplar algunas fotografías de la Tierra vista desde el espacio; por ejemplo, las que tomó en julio de 1969 la misión Apolo 11. En ellas se ve a nuestro querido hábitat, su geometría circular, que rodea un caleidoscopio de colores dominado por el azul (de los océanos) y el blanco (de las nubes), resaltando sobre un enigmático fondo oscuro, el de los confines del cosmos. Estremece esa belleza. Pero si, en su lugar, lo que observásemos fueran las órbitas de baja altitud de la Tierra, nos encontraríamos con un espectáculo mucho menos bello, uno en el que la pureza cósmica deja paso a una extensa área poblada por piezas de cohetes y satélites espaciales de muy diversos tipos, no pocos de ellos ya "difuntos", esto es, que han dejado de cumplir las funciones para las que fueron creados. En un documento del Mando Estratégico de Estados Unidos, fechado el 5 de julio de 2016, se señalaba que se habían localizado 17.852 objetos artificiales en órbita sobre la Tierra, de los cuales sólo 1.419 eran satélites en activo. Y se referían únicamente a objetos lo suficientemente grandes como para ser localizados visualmente; pocos años antes, en 2013, se estimaba que existían alrededor de 170 millones de desechos de tamaño inferior a un centímetro, unos 670.000 de entre 1 y 10 centímetros y 29.000 de mayores dimensiones.

La "invasión" del espacio cercano a la Tierra comenzó el 4 de octubre de 1957, cuando la ahora extinta Unión Soviética puso en órbita el Sputnik. Aquel lanzamiento formó parte de la denominada Guerra Fría, que enfrentaba y enfrentaría durante muchos años a soviéticos y estadounidenses, en un contencioso que alimentó poderosamente el desarrollo de la tecnología espacial. Herederos de esa política, que ahora incluye a otras naciones (con China a la cabeza), el entorno espacial terrestre está ahora dominado por un enjambre de satélites, desde los militares a los de comunicación (privados muchos de ellos), meteorológicos, científicos (como la Estación Espacial Internacional) o los que sostienen el sistema de posicionamiento global GPS. A esa invasión se acaba de sumar un nuevo habitante: el pasado 6 de febrero, la compañía privada Space X, fundada en 2002, por el magnate de Silicon Valley Elon Musk (se estima que su fortuna alcanza los 17.400 millones de dólares), lanzó al espacio, desde el Centro Espacial Kennedy de Cabo Cañaveral, un coche descapotable rojo-cereza -modelo Roadster- de la marca Tesla (fabricante de vehículos eléctricos), utilizando para ello un cohete Falcon Heavy, actualmente el más potente del mundo. Tiene una altura de 70 metros y puede transportar una carga de 63.000 kilogramos a una órbita cercana a la Tierra (solo ha sido superado, en potencia y capacidad de transporte, por el monumental cohete Saturno V, que se utilizó en las misiones Apolo en las décadas de 1960 y 1979). Sentado al volante, iba un maniquí vestido de astronauta. Se dirige hacia Marte.

Se trata, sin duda, de un gran logro, más aún si tenemos en cuenta que de los tres lanzadores del cohete, se recuperaron enseguida dos, que cayeron verticalmente en el mismo Centro Kennedy del que partieron, en una espectacular maniobra, un logro que ha abierto definitivamente la puerta espacial al mundo de las empresas privadas. Y como mucho de lo que sucede en este mundo, esto dará lugar a empresas beneficiosas para una gran parte de la humanidad y a otras que no lo serán tanto. Confieso que cuando vi las imágenes del lanzamiento del Falcon Heavy y luego el maniquí-astronauta al volante del Roadster, con el maravilloso fondo cósmico detrás, no compartí la admiración que pretendían transmitir los noticiarios de televisión, gracias a los cuales conocí inicialmente el acontecimiento. Pensé, por el contrario: "La publicidad va a penetrar también en el espacio", ese espacio que cada vez se está llenando de más basura. Evidentemente, no será sólo, ni probablemente sobre todo, publicidad, sino actuaciones de muy diverso tipo. Se me dirá que, en realidad, no hay nada nuevo en esto, que son legión los satélites de empresas los que orbitan la Tierra, pero hay una novedad muy importante con el Falcon Heavy, y es que al poder reutilizar sus motores (no se sabe el destino del tercero en esta experiencia, que estaba previsto recuperar en el mar, aunque se conseguirá resolver este problema, si es que no se ha resuelto ya) el coste de cada viaje, que se estima en algo menos de 100 millones de dólares, será asumible para numerosas compañías. Producto de esto serán beneficios económicos, mejoras en no pocos servicios, tal vez, como el propio Musk desea, llegar pronto a Marte (piensa que la salvación de la especie humana está fuera de la Tierra), pero ¿quién controlará semejante invasión espacial? La historia muestra que el apetito exploratorio (en sus dos acepciones: conocer otros lugares o cosas, y beneficiarse de sus recursos) de nuestra especie es descomunal. Ya hemos contaminado ríos, mares, superficies terrestres y nuestra atmósfera, aunque con actuaciones que también han aportado beneficios, individuales y colectivos. Ahora parece que le llega el turno a nuestro entorno espacial. ¿No deberían establecerse regulaciones internacionales al respecto, ya que el espacio es de todos, no sólo de unas cuantas naciones o empresas?

Da que pensar que haya sido Elon Musk quien esté propiciando este, en el fondo, ambivalente desarrollo. Recordemos que se ha manifestado a favor de frenar el calentamiento global (renunció a participar en uno de los consejos asesores del presidente Trump por la actuación de éste al respecto), al igual que apoya las energías renovables. Con frecuencia, parece que nos comportamos como en el viejo dicho: "Que tu mano izquierda no se entere de lo que hace la derecha".