Imagen | El verano, ¿un tiempo para engordar?

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Ciencia

El verano, ¿un tiempo para engordar?

El psicobiólogo Ignacio Morgado escribe sobre las hormonas y mecanismos neuronales que controlan el hambre y la cantidad de comida que ingerimos

31 julio, 2019 08:59

El verano es una época de libertades donde con frecuencia se come fuera de casa y sin demasiadas restricciones. A la vuelta del mismo, todo son pesares cuando la balanza nos muestra el resultado de nuestro descontrol. "Cómo adelgazar sin dejar de comer" sería el libro ideal para determinadas personas. Ilusa pretensión, pues hoy por hoy el mejor modo de adelgazar, aunque no el único ni el definitivo, consiste en comer menos. La obesidad exagerada no nos gusta ni por razones estéticas ni por razones de salud, y es mucho lo que sufren las personas que la padecen al pasarse media vida luchando contra ella.

Comer poco y hacer mucho ejercicio suele ser un procedimiento duro y complicado, difícil de mantener en el tiempo con regularidad. El adelgazamiento se consigue muchas veces con motivación, voluntad y esfuerzo, pero el problema es casi siempre el mantenimiento de la reducción de peso una vez conseguida. La investigación científica, a pesar de sus muchos esfuerzos, no consigue encontrar el modo de que las personas obesas adelgacen sin que el procedimiento para ello sea fácil y asequible y sin que tenga efectos colaterales negativos. ¿Por qué es tan difícil conseguirlo?

Una metáfora puede aportar luz al problema. Supongamos que una persona en paro laboral se dispone a irse a dormir y tiene concertada una cita muy importante a las 8 de la mañana del día siguiente. En esa cita se juega mucho, pues de ella depende el conseguir o no un buen trabajo. Antes de meterse en la cama pone en hora su despertador de la mesita de noche para que suene a la mañana siguiente dos horas antes de su cita y disponga de suficiente tiempo para acudir a ella. Pero, para estar más seguro de que se despertará a esa hora, activa también el despertador de su teléfono móvil. Aun así, como tiene miedo de dormirse, decide llamar a un amigo y le pide que haga el favor de llamarle también por la mañana. Se asegura de ese modo de que si falla algún aviso otro funcionará y no perderá su importante cita.

Ahora cambiemos de escenario e imaginemos que esa cita es la hora de comer de esa persona y que su importancia radica en la absoluta necesidad que tienen las células y órganos de su cuerpo de conseguir los nutrientes que necesitan para funcionar. Si llegada esa hora no le funcionase la alarma del hambre y se olvidase de comer, los nutrientes no llegarían a tiempo, las células y los órganos de su cuerpo dejarían de funcionar con normalidad y la persona podría enfermar e incluso morir. ¿Cómo garantizar que eso no pase nunca?

La evolución de los seres vivos y la selección natural han tenido millones de años para desarrollar una solución que haga posible esa garantía. Solución que ha consistido en establecer, en lugar de una sola, muchas alarmas, diríamos volviendo al ejemplo anterior. Pero ahora esas alarmas consisten en mecanismos automáticos y alternativos de control y regulación de la energía que ingresamos y consumimos. Mecanismos que son los mismos que controlan el peso del cuerpo. Los hay que funcionan de manera rápida, a corto plazo, como la hormona grelina, que se fabrica en el estómago cuando llevamos tiempo sin comer y viaja por la sangre hasta el cerebro para activarlo y hacer que sintamos hambre. Otra hormona, la leptina, informa al cerebro permanentemente de la cantidad de grasas que acumula el organismo. La hormona insulina, fabricada en el páncreas, controla la disponibilidad de glucosa en sangre y su ingreso en las células de los diferentes tejidos, menos en las neuronas, que no la necesitan para captar la glucosa.

Estas y otras diferentes hormonas y mecanismos neuronales convergen e interactúan en el hipotálamo, una importante región de la base del cerebro, de no más volumen que un garbanzo, desde donde se controla el hambre y la cantidad de comida que ingerimos. A todo ello hay que añadir el poderoso control que el sentido del placer ejerce también sobre la ingesta, pues ocurre con frecuencia que, aunque ya estemos saciados y sin hambre, seguimos comiendo mientras el sabor de la comida siga resultando placentero.

Siendo múltiples y complicados los mecanismos de control del hambre y la ingesta de comida, no debe extrañarnos que los intentos científicos que se han producido para controlar el peso del cuerpo mediante tratamientos conductuales, hormonales o de otro tipo, no alcancen el resultado pretendido, pues, aunque a veces consigan que se adelgace, pronto se activan en el organismo mecanismos de compensación que tienden a restituir su estado natural. Algo equiparable a los despertadores mencionados, pues lo que está en juego es tan importante, que, si falla una alarma, es decir, un mecanismo de regulación y control del hambre, funciona otro alternativo para evitar el peligro de la desnutrición. Hasta que algún nuevo descubrimiento no ofrezca alternativa, el mejor modo que tenemos de controlar el peso es limitar regularmente el consumo de alimentos grasos y energéticos combinando esa restricción con la práctica también regular de ejercicio físico.

Ignacio Morgado es catedrático de Psicobiología de la Universidad Autónoma de Barcelona
y autor del libro
Deseo y placer, publicado por Ariel.