
Busto ficticio de Trump en el futuro parque escultórico de héroes estadounidenses
Donald Trump, retratos para el gran narcisista
Las preferencias artísticas de un presidente dicen mucho de su personalidad. Y el actual mandatario de Estados Unidos muestra una total falta de criterio en materia artística así como una acusada falta de respeto al decoro patrimonial.
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Hace unos días les ponía al tanto de las acciones que está tomando el gobierno de Donald Trump para descapitalizar las agencias federales que subvencionan proyectos creativos y patrimoniales, museos y bibliotecas en todo el país… o para controlar ideológicamente las instituciones culturales. Mientras me informaba sobre ello, fui vislumbrando aquí y allá qué tipo de arte le agrada y le importa al presidente y ahora doy forma para ustedes a esas impresiones que quizá les ayuden a entender por qué hace lo que hace en materia cultural.
Trump debe de ser uno de los pocos millonarios neoyorquinos al que no se le conoce colección de arte. Tampoco, como particular, ha apoyado a los museos de la ciudad con donaciones sustanciales, como hacen otros magnates. Nunca ha asomado por las galerías o por las casas de subastas. En sus muchos inmuebles, hoteles y clubs, la ostentosa decoración tiende al rococó, sin presencia de obras artísticas notables. Aparte de sus retratos, que luego revisaremos, solo ha trascendido que posee algunas obras de un pintor skater ya talludito, Mark Gonzales.
También se habló de unos cuadros de Renoir, uno de los cuales adornaba su jet privado… pero resultaron ser copias. Es notorio el desprecio que le hizo a Andy Warhol. En 1981 le había encargado una serie de cuadros para la Torre Trump en Nueva York y, cuando vio el resultado, rechazó las obras porque le pareció que los colores desentonaban. Desde ese momento Warhol, que por lo demás siempre estuvo dispuesto a hacer la pelota a los ricos, lo tacharía de tacaño (cheap).
Se suele recordar igualmente —lo hizo recientemente Javier González de Durana en ArquiLecturA—, como ejemplo de su indiferencia hacia el patrimonio artístico, que cuando iba a construir ese rascacielos en la Quinta Avenida, previa demolición del edificio de los grandes almacenes Bonwit Teller, prometió donar los importantes relieves art déco y la celosía de bronce de su fachada al Metropolitan Museum. Pero los destruyó.
Más tarde, Trump hizo gala de esa misma actitud despectiva hacia los artistas cuando se alineó con Rudy Giuliani, entonces alcalde de Nueva York, para censurar la obra La Santísima Virgen María de Chris Ofili —aquella con caca de elefante— que se exponía junto a otras de la colección Saatchi en el Brooklyn Museum, calificándola de “absolutamente repugnante y degenerada”. Paradójicamente, la obra de Ofili pertenece hoy al MoMA gracias a la donación de uno de los más generosos contribuyentes a las campañas de Trump, Steven A. Cohen. No está expuesta.
El Despacho Oval, declaración artística
La primera “declaración artística” de un presidente estadounidense es su elección de pinturas para el Despacho Oval, que traslada ante todo un mensaje político pero también, en cierta medida, unas preferencias estéticas. No es infrecuente que algunas sean prestadas por museos estadounidenses y, así, en 2018 —durante su primer mandato—, Trump solicitó al Guggenheim Museum el préstamo de un cuadro de Van Gogh, Paisaje nevado. Con muy mala leche, la conservadora jefe de la colección, Nancy Spector, le ofreció a cambio América, el inodoro de oro de Maurizio Cattelan.
Hoy, el presidente tiene su “trono” de monarca absoluto en un despacho brillibrilli: todo es dorado, a juego con su intención de inaugurar una golden age of America en la que él sería un Rey Sol. Efectivamente, la edad de oro que evoca la decoración de su oficina es le grand siècle francés, el de Luis XIV. Es un estilo que ha importado desde su apartamento en la Trump Tower y desde Mar-a-Lago, su club privado en Florida, en el que la membresía se paga a precio verdaderamente de oro: más de un millón de dólares en la actualidad.
La consonancia es tan evidente que Steve Witkoff, del que luego volveré a hablar, hizo el mes pasado, en una trascendental reunión sobre Ucrania con representantes europeos en el Elíseo, un bochornoso comentario sobre la ornamentación dieciochesca del palacio, comparándola con la chabacana imitación que hizo Trump en Palm Beach.
Esto es muy divertido. En el Despacho Oval, junto a la chimenea, han aparecido unas horribles molduras doradas de cuya procedencia nadie en la residencia presidencial ha sabido dar cuenta. Pero un periodista ha localizado el mismo modelo de este “barroco de saldo” en unos “apliques de poliuretano de alta densidad para decoración del hogar" que se venden en Alibaba al precio de entre 1 y 5 dólares por pieza.
Las paredes de la estancia están plagadas de retratos de anteriores presidentes, en general de calidad mediocre (vean aquí cómo muestra los detalles en una visita guiada a la FOX). Esta elección es significativa, pues Trump afirma su ego y su categoría política al hacer ver a todo el que entra en ese espacio que está a la altura de presidentes para él míticos. Pero además revela cuál es su género pictórico favorito, quizá el único que entiende: el retrato.
Como buen narcisista, lo que más estima Trump en materia artística es un retrato propio, siempre que le muestre como él se percibe y quiere que le veamos: atractivo, imponente, con una personalidad arrolladora. En realidad, su piel anaranjada, su peregrino estilismo capilar y sus gestos histriónicos se prestan más a la caricatura que al retrato complaciente pero siempre hay artistas dispuestos a halagar a un cliente poderoso.
Fue así desde mucho antes de entrar en política. Es muy conocido el retrato que le hizo en 1989 Ralph Wolfe Cowan, “pintor de la realeza”, en papel de El visionario y con aires al Gatsby de la película, que cuelga en el bar de Mar-a-Lago. Es una interpretación lisonjera al máximo con la que el modelo se sintió muy satisfecho.
Creo que debe de ser uno de los pocos retratos que él mismo ha encargado y para los que ha posado. Lo habitual es que se los regalen o que los compre ya hechos, y que estén basados en fotografías reproducidas en los medios de comunicación, online, algo que casa bien con sus formas de hacer política.
Sus adquisiciones conocidas se han producido en subastas benéficas y se trata de obras de artistas de poca monta que fueron pagadas por la Trump Foundation, la fundación personal extinguida en 2018 cuando empezó a acumular acusaciones de financiación irregular y evasión fiscal. El primer ensayo de este sistema se produjo en una gala benéfica organizada en 2008, cuando pagó 20.000 dólares por un retrato ejecutado por Michael Israel —desternillante su web—, especializado en “pintura rápida”.
Más sonado fue este caso. Se sabe que en 2013, en una subasta en los Hamptons de retratos de celebrities pintados por William Quigley, Trump compró el suyo. Vean hasta qué punto llegan la vanidad y las ansias de notoriedad pública de este personaje: Michael Cohen —el exabogado del presidente que cantó la Traviatta sobre el soborno a Stormey Daniels y más cositas— reveló que Trump pidió a un amigo millonario, Stewart Rahr, que pujara en su nombre (encubiertamente) en la subasta para hacer subir el precio de su retrato de manera que fuese la adjudicación más elevada. Así, alcanzó los 60.000 dólares, una barbaridad para un cuadro con mucha cocinilla y poca valía artística. Y luego la fundación de Trump le reembolsaría el importe (algo ilegal) al postor.
Y al año siguiente repitió la jugada: se sintió impelido a comprar en una subasta organizada en Mar-a-Lago un retrato que le había hecho el pintor argentino Havi Schanz. ¿Con su dinero? No, con el de los donantes a su fundación personal, que debería haberse destinado a causas benéficas.
El retrato como panfleto
Los artistas que mencionaré a continuación, autores de los retratos de Trump con mayor circulación, están en perfecta consonancia con la nueva política que se desarrolla en las redes sociales. Sus obras no están destinadas a las galerías o a los museos sino al consumo digital y a la venta online de reproducciones entre los correligionarios. Aunque parecen memes, ilustraciones ridículas, son creadas completamente en serio, transmitiendo la idolatría, las emociones irreflexivas y la polarización extrema que caracterizan a nuestro tiempo.
Las más delirantes efigies de Donald Trump son las pintadas por Jon McNaughton, que se dio a conocer como propagandista del Tea Party y que se ha consagrado a la deificación del actual presidente, si bien guardando, como mormón que es, energías para sus obras religiosas. Les recomiendo mucho que echen un ojo a su web porque se van a divertir a lo grande.
Apuesto a que les hará especial gracia una de sus obras: La resistencia. Su modelo, muy literal, es El 3 de mayo en Madrid o "Los fusilamientos" de Francisco de Goya. No es infrecuente que estos pintores políticos se “inspiren” en obras históricas bien conocidas: de esa manera absorben algo del prestigio cultural de los originales y superponen a su trabajo un halo de trascendencia. Aquí, los fusilados son los partidarios de Trump que, según el artista, fueron constantemente acosados en restaurantes, tiendas y lugares públicos, y en el lugar de los soldados franceses vemos a los “activistas progresistas que han derramado sangre al atacar físicamente a personas inocentes”.
McNaughton, definido como “pintor de corte de Trump” en un incisivo artículo de Jennifer A. Greenhill publicado en The Atlantic, se ha hecho de oro con la citada estrategia comercial. En 2022 reveló que vendía entre 10.000 y 20.000 copias impresas al año —las ediciones premium, sobre lienzo y con tirada de cien ejemplares, firmados, cuestan 399 dólares— y que el precio de sus cuadros podía alcanzar los 300.000 dólares.
No consta que Trump posea alguno de los cuadros en los que McNaughton le retrata. Pero sí sabemos que le gusta mucho Ray Simon, cuyo retrato titulado El despertar tiene un lugar preferente en Mar-a-Lago, el club que funciona como Casa Blanca en verano. Como pueden ver en su web, también él hace un jugoso negocio vendiendo reproducciones y merchandising de esos cuadros, que identifica como “Art for the American Patriot”. Las copias en edición limitada de El despertar, por ejemplo, cuestan nada menos que 4.547 dólares —con posibilidad de fraccionamiento del pago— y aún le quedan 47 por vender. Es caro, sí, pero se harían ustedes con un objeto que “exuda sofisticación”.
Cuando cree el retrato no refleja su personalidad, Trump vilipendia al artista con crueldad. Es lo que le pasó a Sarah Boardman, autora del encargado en 2019 por los republicanos de Colorado para la galería del capitolio estatal. Trump lo vio recientemente y se mostró tan disgustado y desdeñoso en su red social que los comitentes lo retiraron. La pintora es mediocre pero no es la falta de calidad artística lo que enfadó a Trump —de hecho, el retrato de Obama que ella había también hecho le pareció estupendo— sino, creo yo, su cara gorda de niño bobo.
El director Michael Moore se ha mofado de la rabieta del presidente y ha hecho un llamamiento público para sustituir el retrato retirado. Y ha obtenido una gran respuesta por parte de retratistas aficionados para inmortalizarle, con ánimo satírico.
No es la primera vez que un retrato de Trump causa problemas a una artista. En 2016, cuando era candidato a la presidencia, Illma Gore —siempre dispuesta a generar polémica y a aprovechar el eco— le mostró desnudo, con micropene, en una acuarela. Publicó la imagen en redes sociales y los seguidores de Trump se lanzaron a por ella; sus cuentas fueron bloqueadas por las denuncias y llegó a ser agredida en la calle. Ante la imposibilidad de exponer la obra en Estados Unidos, la llevó a la Maddox Gallery en Londres, que la puso a la venta con precio de un millón de libras aprovechando la repercusión mediática del asunto. Alguien, supuestamente en el equipo jurídico de Trump, amenazó a la artista con demandarla si la vendía. La acuarela terminó —no sé por qué vías ni a qué coste— en el Museu de l’Art Prohibit de Barcelona.
Efigies oficiosas en la Casa Blanca
Desde 1965, la White House Historical Association supervisa la realización de los retratos de los presidentes y las primeras damas que pasarán a las galerías oficiales. A partir de los años noventa se han encargado dos sets: uno con destino a la colección America’s Presidents en la National Portrait Gallery y otro que se queda en la Casa Blanca, donde se cuelga una vez concluido el mandato.
Cuando Trump perdió la presidencia en 2021 la National Portrait Gallery empezó a tramitar el encargo de sus retratos pero como a finales de 2022 anunció que sería candidato a las siguientes presidenciales, la posibilidad de que regresara a la Casa Blanca puso el proceso en suspenso. Su victoria significa que no veremos los retratos hasta 2029 pero sabemos ya algunas cosas: que serán dos artistas diferentes los encargados de los retratos de Donald y de Melania, que uno de ellos ya está terminado —el otro en proceso— y que los ha pagado el “comité de acción política” Save America, creado por Trump para financiar sus campañas e iniciativas mediante contribuciones de sus simpatizantes, con una donación al museo de 650.000 dólares, con ayuda de un patrocinador particular, anónimo, que ha aportado otros 100.000.
Es lo mismo que costaron los retratos de Barack y Michelle Obama, por Kehinde Wiley y Amy Sherald. Solo que entonces fueron más de doscientos los donantes que cubrieron la suma.
Aún no ha llegado el turno de recibir la efigie oficial de Trump en la Casa Blanca pero, para sorpresa de todos, han aparecido ya unos cuantos retratos suyos en diversos espacios. Todos responden a la modalidad de regalos interesados por parte de agentes políticos de mayor o menor calado que pretenden explotar la vanidad del presidente.
El primero llegó en su primer mandato, ya en 2017. El artista Barry Wingard había pintado, motu propio y por admiración —o con idea de hacer negocio—, unos retratos basados en fotografías de prensa de Donald, Melania y su retoño Barron, abrazado tiernamente por su papá. Eran obras insignificantes, bastante malas, pero hicieron entrada, insólitamente, en la residencia presidencial. El intermediario, que se encargó de que Trump los recibiera, fue el congresista republicano Mike Kelly, vendedor de coches, representante del distrito de Pennsylvania en el que vota el pintor, y fiel al presidente: se cree que estuvo implicado en aquello del asalto al Capitolio y encabezó el comité para investigar el atentado que sufrió Trump cuando hacía campaña en julio de 2024. Se desconoce qué ha sido de esos retratos. Pero Wingard ha hecho otro, que se puede descargar en su web por 2,99 dólares.
El siguiente retrato de Trump que entró en la Casa Blanca fue uno grupal, El club republicano de Andy Thomas, en el que aparece tomándose una copa con anteriores presidentes de su partido —Lincoln, Eisenhower, Nixon, Reagan o los Bush—, todos riéndose de algo graciosísimo que él acaba de soltar. Colgado en una sala de reuniones, es en realidad una reproducción: una de esas impresiones que estos pintores venden a mansalva, y que a Trump le regaló un congresista por California, el millonario Darrell Issa, que hoy le sirve con iniciativas como la aprobada hace dos semanas en la Cámara de Representantes para limitar la capacidad de los jueces que pretendan frenar las medidas ilegales del presidente. Issa debe de conocer bien al homenajeado y acertó con la imagen: como demuestra su actual decoración del Despacho Oval, le chifla verse rodeado de anteriores presidentes.

'El club republicano', de Andy Thomas
Y existe al menos un tercer retrato enviado a la Casa Blanca en el primer mandato: fue encargado por Nayib Bukele, el presidente de El Salvador que ha facilitado las deportaciones masivas de inmigrantes en Estados Unidos, a un tal Francisco Antonio López Benavides, pintor y amigo. Cuando Trump salió de la Casa Blanca, se llevó no solo aquellos documentos clasificados que aparecieron después en Mar-a-Lago sino también una gran cantidad de regalos oficiales entre los que figuraba este retrato. Dos años después, The New York Times lo encontró, mal almacenado en uno de los hoteles del presidente.
Explosión de vanidad
En este segundo mandato ya le ha dado tiempo a Trump de satisfacer su egolatría colocando nuevos retratos en varias estancias. Hace unos días, en un vídeo difundido por la Casa Blanca en X, se ve uno que ha aparecido por sorpresa en el Grand Foyer. Se inspira en las fotografías del entonces candidato, con el puño levantado, cuando recibió un disparo en la oreja durante un mitin, el verano pasado. El autor es Marc Lipp, un desconocido pintor pop y, según se ha publicado, el cuadro habría sido un regalo de un tal Andrew Pollack, activista contra la limitación de las armas de fuego y defensor de que los profesores vayan a clase armados.
Trump ha roto así con el protocolo que manda que los retratos de los presidentes solo sean instalados allí cuando termina su mandato. Y, además, ha dejado atrás la tipología clásica: la pose individual, con el modelo sentado o de pie. Aquí aparece como protagonista, heroico, de una escena de acción cinematográfica. Él es así.
Hasta Vladimir Putin ha entendido que la mejor manera de agasajar a Trump es regalarle un retrato. En una de las visitas a Moscú del enviado para negociar la paz en Ucrania, el empresario inmobiliario Steve Witkoff, Putin le hizo entrega del que había encargado a uno de sus pintores favoritos, Nikas Safronov, nombrado por él Artista del Pueblo de la Federación Rusa. El cuadro celebra, como el anteriormente referido, uno de los momentos fundacionales de este segundo mandato trumpista: la reacción al atentado a la oreja, con el puño el alto. Pero le quita veinte kilos al “héroe”. Safronov, un personaje disparatado, es un entregado fan de su líder y le ha retratado en varias ocasiones, encarnando a figuras históricas como Napoléon —según el modelo de David, que muestra al emperador a caballo, cruzando los Alpes— o el rey Francisco I de Francia —según Jean Clouet—.
El artista, que se ha especializado en efigies de celebrities con disfraces de época, lo mismo políticos que actores y cantantes o el papa, pretende como el citado Jon McNaughton —que representó a Trump como Washington cruzando el Delaware, emulando el célebre cuadro de Emanuel Leutze— revestir sus bodrios de legitimidad histórica al copiar obras del pasado. Lo ha analizado muy bien Patrycja Cembrzyńska en su artículo “Vladimir Putin. Estudio sobre la iconografía del poder”. Si el narcisismo delirante de Trump nos parece cómico, la presunción sin límites de Putin en su imagen pública es aún peor, grotesca. Y artistas dementes —o quizá listísimos— como Safronov, que afirma que Putin le visitó en un sueño aún antes de emerger como figura política, les hacen el juego.
No se sabe todavía qué ha hecho Trump con ese regalo de Putin. Pero, dada su falta de inhibición en el autobombo, no me extrañaría que lo coloque pronto en la Casa Blanca. El que sí sabemos que está ya allí es un retrato realizado por Maga Langelo —absolutamente desconocida artista, culturista, con web inenarrable y perfil en Instagram de no creer— que el presidente ha colgado, a pesar de que, estilísticamente, se da de tortas con ellas, entre las efigies oficiales de Laura Bush y de Hillary Clinton… con intenciones indescifrables. Se ve en él la cara de Trump muy en primer plano, atravesada por la bandera estadounidense.
Con semejantes incorporaciones a un espacio institucional tan destacado como la Casa Blanca, Trump muestra no solo una total falta de criterio en materia artística sino también una acusada falta de respeto al decoro patrimonial de la presidencia de los Estados Unidos.
Es de destacar asimismo que el presidente no parezca discriminar entre originales y reproducciones —lo vimos cuando colgó allí el poster del club republicano— o entre documentos y fakes. Justo a la entrada del Despacho Oval, Trump ha colocado la portada, enmarcada, del New York Post con la fotografía policial realizada cuando ingresó en la cárcel del condado de Fulton. Las portadas le apasionan: durante un tiempo le dio por llenar las paredes de sus clubs con las que él habría protagonizado en la revista Time… solo que la mayoría eran falsas.
Al igual que las imágenes del atentado, esta fotografía policial parece tener una relevancia programática en su comunicación política. Trump se muestra como víctima de acciones judiciales interesadas pero a la vez desafiante, amenazando con su venganza. Es muy revelador que la foto oficial del presidente en este mandato, que es la que vemos por ejemplo en la web oficial de la embajada de Estados Unidos en España, esté claramente basada en esa de la ficha policial.
Peloteo de los correligionarios
La afición al retrato como formato comunicativo político está calando también entre los correligionarios de Trump. El congresista republicano por Carolina del Sur, Joe Wilson, con autoridad en el partido, ha presentado un proyecto de ley para que se impriman billetes de 250 dólares con la cara del actual presidente. Esto significaría modificar la legislación que prohíbe que se reproduzca la fisionomía de cualquier persona viva en el papel moneda del país.
Más chocante, e irreversible, sería ver realizado el sueño de Anna Paulina Luna, congresista por Florida, quien, en consonancia con la cadena Fox y con los deseos que el propio Trump ha expresado, ha propuesto formalmente que se añada a los rostros tallados en la roca en el Mount Rushmore —los presidentes Washington, Jefferson, Lincoln y Roosevelt— el de Donald Trump. El responsable de ejecutar este despropósito sería el Secretario de Interior, Doug Burgum, al que Trump ha encargado, como mencioné en mi anterior artículo, que reconsidere la protección de los parques nacionales para facilitar el extractivismo energético. Como quizá sepan, el Monte Rushmore se levanta en un territorio que fue arrebatado ilegalmente en 1870 a la nación sioux, que lo sigue reclamando. A Trump, claro, los nativos le importan menos que nada.
Y con esta majadería pasamos, para concluir, a los retratos escultóricos de Donald John Trump. Que son, aún más que los pictóricos, risibles. De hecho, han servido esencialmente para hacer mofa del trumpismo. El director de cine Bryan Buckley notó que el presidente, en su primer mandato, se empeñó en la protección de estatuas relacionadas con el racismo que el movimiento Black Life Matters pretendía retirar y, con el apoyo financiero del inversor y asesor político Bradley Tusk, lanzó en 2020 un proyecto de escultura monumental efímera llamado Trump Statue Initiative. Eran “esculturas vivas”, interpretadas en tono caricaturesco por personas que se pintaron de dorado y se situaron sobre plintos para aludir a aspectos problemáticos de la acción gubernamental de Trump, relacionados con la COVID, la inmigración, el medioambiente, los derechos civiles…
Antes, en 2019, con motivo de una visita de estado de Trump al Reino Unido, apareció en Trafalgar Square un robot de Trump que tuiteaba mientras estaba sentado en un wáter dorado —aludiendo al de Cattelan—, se tiraba pedos y decía cosas como “you are fake news”. Este tono grotesco y escatológico se reproduce en otras acciones de protesta en el espacio público que les ahorro; les sugiero únicamente que echen un ojo a la cabeza cortada hiperrealista que el español Eugenio Merino metió, con ánimo irónico, en una caja de cartón.
El gobierno, a través del intervenido National Endowment for the Humanities, se ha apresurado a lanzar la convocatoria para ejecutar las 250 estatuas, a razón de 200.000 dólares por unidad, de héroes estadounidenses con destino al parque de esculturas ideado por Trump. Visto lo visto, apuesto fuerte a que Trump será uno de esos “héroes”. Pero mientras se oficializa, ya se le ha dedicado un monumento, que se ha instalado con el beneplácito del presidente en el campo de golf Trump International West Palm Beach. De nuevo, el “instante decisivo” con el que ingresa en la posteridad es el del atentado: el gesto de rabia, el puño levantado, el susto, la adrenalina y la inmediata comprensión de que “esto me lleva a la presidencia”. Fight, fight, fight.
La estatua de bronce dorado ha sido ejecutada por Lundeen Sculpture, pero el promotor es Steven Barber, cineasta especializado en temas militares, que se dice amigo de Trump y que es capaz de definir así su empeño “artístico”: “un camino increíblemente divino, como ningún otro en la Tierra, para arrojar luz sobre el excepcionalismo estadounidense al más alto nivel". Y el patrocinador es Anthony Constantino, empresario con aspiraciones políticas que ha aportado 275.000 dólares. Se trata de un ferviente trumpista, que está intentando, por otra parte, conseguir los permisos para construir un parque "America Loves Trump" en Ámsterdam (estado de Nueva York).
Hay otra estatua parecidísima a esta, pero todavía más grande (cuatro metros y medio de altura), que un grupo de inversores en criptomonedas encargó al escultor Alan Cottrill para demostrar su interesada adhesión al presidente. El “Don Colossus”, también en bronce dorado y con un coste de 400.000 dólares, se desveló en el Capital One Arena de Washington en vísperas de la investidura de Trump e irá de gira por diversos estados antes de ser instalada en la futura biblioteca presidencial de Trump. O ese era el plan: le he perdido la pista. Como ocurre en otros retratos adulatorios mencionados, el artista le quitó al presidente muchos kilos y arrugas.
Más esbelto todavía lucía en aquel vídeo creado con IA que ilustraba el plan infame de Donald Trump para convertir Gaza en un destino turístico, una vez arrasada por completo y “desocupada”. Hay un momento en que vemos una avenida con lujosos edificios y palmeras en cuyo eje se ha erigido una estatua enorme del presidente. Dorada, por supuesto. Con este tercer “diseño”, ya no queda duda de que, en los retratos escultóricos, el sobredimensionamiento y el revestimiento de oro habrán de ser mandatorios en las opciones formales de elección.
Naturalmente, el catálogo de horrores no se cierra aquí. Veremos más, muchos más retratos. Con más variantes: las caracterizaciones de Trump como papa y como musculoso guerrero Sith para celebrar el Día de La guerra de las galaxias (y de paso para insultar a sus oponentes), que él mismo y la Casa Blanca han difundido en redes sociales, dan fe de su afición al disfraz presuntuoso, ya revelada antes, en febrero, cuando hizo circular una falsa portada de Time con una corona sobre la cabeza. Su engreimiento no tiene límites. Está desatado.
Y esas imágenes dan fe de que Trump no necesita a los artistas. El alcance mediático y social de estas patochadas digitales es infinitamente mayor que el de los cuadros o las esculturas serios. La inteligencia artificial le ofrece inmediatez, visceralidad, infinita metamorfosis y la posibilidad de achacar a otros, anónimos, las ocurrencias. Que él hace suyas.