Manel Estiarte. Ilustración de Sr. García

Manel Estiarte. Ilustración de Sr. García

Último pase por Alberto Ojeda

Juegos Olímpicos, el duro camino de la ética a la épica

La historia de esta competición, que es un guiño a la Grecia clásica, nos ha dejado gestas memorables como las que recoge Toni Padilla en 'Atlas de los sueños olímpicos'

23 julio, 2021 17:44

Leía el otro día un artículo que ponía en tela de juicio que Televisión Española pagara la elevada cantidad en concepto de derechos televisivos que se exige para retransmitir los Juegos Olímpicos de Tokio. Me dejó pensativo. Se argumentaba que era una inversión con un escaso retorno en términos de audiencia, sobre todo porque a los jóvenes de hoy el histórico acontecimiento deportivo, que hunde sus raíces en la Grecia clásica, les resbala. Que pasan, vamos. Cabe entender que los dieciseisavos de final de tiro deportivo pueden resultar un espectáculo poco estimulante, con todo el respeto para esta disciplina, que, por otra parte, tiene también su punto (más para el que lo practica que para el que lo ve, eso sí). Pero la verdad es que da un poco de pena si realmente existe esa desconexión.

Da pena porque precisamente los Juegos son el reclamo más jugoso para interrumpir por unos días la cansina hegemonía mediática del fútbol, que se come casi la totalidad de los espacios informativos dedicados al deporte. Esgrima, lucha grecorromana, judo, waterpolo, voleibol, atletismo… Es el momento de adentrarse en los vericuetos de estos deportes normalmente relegados y que, sin embargo, ofrecen elevadas dosis de ética, estética, épica, lírica… Con todos estos materiales están cuajadas las narraciones que desgrana Toni Padilla en Atlas de los sueños olímpicos (geoPlaneta), compilación de pasajes ejemplares que han jalonado la historia olímpica, iniciada, en tiempos modernos, en la Atenas de 1896, gracias al empeño visionario de Pierre Fredy di Coubertin. Aquel barón al que, equivocadamente, se le atribuye la frase de “Lo importante no es vencer sino participar”.

Leer las gestas aleccionadoras que contiene intensifica mi lamento por el desinterés presuntamente creciente en las nuevas generaciones hacia los Juegos, un evento que, por lo demás, ha ayudado no poco a la concordia en el casi siempre candente tablero de la geoestrategia: al fin y al cabo una villa olímpica es un predio multicultural donde se hace indispensable convivir con personas de todo el mundo. Esto, en el mundo globalizado actual, quizá no tenga ya tanta importancia, pero en su día la tuvo, y mucha. En sus dependencias se gestaron incluso matrimonios que desafiaron el antagonismo entre los dos bloques enfrentados en la Guerra Fría: comunismo soviético vs capitalismo estadounidense. Como el que unió, en los de Melbourne de 1956, con el aplastamiento de la revuelta húngara por los tanques rusos reciente, a Olga Fikotová, campeona checa de lanzamiento de disco, y Harold Connolly, campeón yanqui de lanzamiento de martillo. Un amor que les trajo muchas amarguras, sobre todo a ella, tachada de traidora en su patria.

El gimnasta japonés Shun Fujimonto. Ilustración de Sr. García

El gimnasta japonés Shun Fujimonto. Ilustración de Sr. García

Acaso la más emocionante y radical en su ejemplaridad de estas breves narraciones (a Javier Gomá, que tanto ha estudiado el concepto, le podría dar juego) sea la protagonizada por el gimnasta japonés Shun Fujimoto en la edición celebrada en Montreal el año 1976. Tras lesionarse la rodilla (se dobló hacia atrás) en su ejercicio de suelo compitiendo en pos del título por equipos, decidió continuar para que Japón no perdiera sus puntos en la ajustada pugna que mantenía con la URSS. Había llegado a la ciudad canadiense de rebote, debido a la baja por lesión de un compañero titular. La ansiedad le carcomía los días previos: se levantaba de madrugada con el cuerpo empapado en sudor. Los nipones eran la potencia dominadora de esta prueba desde Roma, en 1960, y de su sentido del honor ya conocemos su extremismo, como magistralmente reflejó Clint Eastwood en Cartas desde Iwo Jima. Salían pues al pabellón a defender con uñas y dientes el metal dorado.

Fujimoto, bien fastidiado, saltó el potró y agravó su lesión, que aunque había intentado ocultar en primera instancia ya resultaba evidente para todos. Lo doctores le auscultaron y comprobaron que tenía fracturada la rodilla. Le recomendaron, claro, que abandonase inmediatamente, pero se negó. Fue hacia las anillas, las agarró y se encomendó al espíritu samurai (o vaya a usted a saber a qué). Aquello le obligaba a saltar desde una altura de tres metros para aterrizar de pie en la colchoneta. El destrozo iba ser peor que el de la pierna de Kevin Costner en el arranque de Bailando con lobos. La rodilla se la reventó, sí, pero firmó el mejor ejercicio de su carrera y no falló al sueño de los suyos. Regresó a Japón en loor de multitudes pero ya no pudo hacer gimnasia deportiva nunca más. Se supone que le mereció la pena y, en cualquier caso, gestos así son muy inspiradores: una elevación del espíritu sobre las mezquindades del cuerpo.

Son muchos los gestos de este tipo los que que documenta Padilla en su atlas, el segundo que amalgama con geoPlaneta (antes escribió Atlas de una pasión esférica, centrado en el fútbol). Hay un argumento recurrente: campeones que emergieron de campos de concentración (nazis o stalinistas) o de refugiados y llegaron a conquistar alguna de las cotizadas preseas. Imagínense el estado en que quedaron sus cuerpos y sus mentes tras la tortuosa vida cotidiana en esos ámbitos inmundos. El gimnasta ucraniano Vikton Chukarin, por ejemplo, al que Buchenwald le dejó como secuela una ligera cojera, no era capaz ni de esbozar una sonrisa cuando le colgaban las múltiples medallas que cosechó. El lager seguía clavado en su conciencia. Los rivales no podían evitar echar una ojeada furtiva a su tatuaje: el número que sustituyó su personalidad: 10491.

Otros dejaron atrás campos de refugiados, como el taekwondista afgano Rohullah Nikpai, perteneciente a una familia de etnia hazara, mayormente chiita y perseguida por los talibanes. Millares de sus integrantes fueron asesinados por los fanáticos barbudos. Nikpai pudo guarecerse en un campamento habilitado en Irán. Allí, cuenta Padilla, muchos chavales cayeron en manos de las redes de narcotráfico o se resignaron a la abulia existencial. Nikpai se aferró a los torneos de taekwondo que organizaba una ONG. Era un deporte que le atraía desde niño por influjo de las películas de Jackie Chan. Aquello le salvó. Cuando él y su familia regresaron a Kabul siguió entrenándose en las más rudimentarias condiciones.

El espaldarazo lo recibió de un entrenador coreano que tuvo a bien contratar la federación afgana. En los Juegos Olímpicos de Pekín 2008 logró una medalla de bronce, la primera del deporte afgano. El presidente Hamid Karzai, pleno de orgullo, le regaló una casa muy cerca del palacio presidencial. De la noche a la mañana, era un icono en su país, pero él siguió trabajando en una peluquería. En 2012 alcanzaría el oro en Londres. Y en 2016 se quedó fuera porque las autoridades afganas se olvidaron de mandar la documentación. Un desastre que, por supuesto, no emborrona su modélica lucha contra la adversidad.

En fin, ojalá los Juegos de Tokio nos brinden más historias como las de este atlas, que nos aporten, sobre todo a la baqueteada juventud española, víctima de un desempleo masivo, asideros ilusionantes para la pelea del día a día. Por lo pronto, no se me ocurre un libro mejor de ‘autoayuda’ para regalar estos días. Lo regalaría porque no es de ‘autoyuda’, claro: es mucho mejor.

P. S. No puedo terminar sin citar a Manel Estiarte, el único español que aparece. Grandioso su legado de perseverancia: tras cuatro juegos merodeando la medalla dorada, con el trauma de la final con tres prórrogas de Barcelona clavado en las entrañas, finalmente su determinación y su talento le condujeron a lo más alto del cajón en Atlanta. A él y a un grupo de waterpolistas irrepetible, entre los que echamos de menos a su porterazo: no te olvidamos, Rollán.

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