Barbara Comyns. Foto: Gatopardo

Barbara Comyns. Foto: Gatopardo

Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Barbara Comyns hace estragos en la campiña

Las tragedias y los disparates se suceden en 'Los que cambiaron y los que murieron', de manera que la novela se va erigiendo en contratipo de cualquier cuadro costumbrista de la campiña inglesa

9 octubre, 2020 16:17

Pueblecito encantador en la campiña inglesa, con su parroquia, su taberna, sus viejas solteronas, sus viejos estrambóticos -o al revés-, sus familias azarosas, sus romances, alguna extravagancia… Es casi un género en la literatura británica, a menudo frecuentado por escritoras que desarrollan un costumbrismo amable, o ensayan una crítica social no demasiado áspera, o derivan hacia algún enredo criminal, o…

“Los patos atravesaron nadando las ventanas del salón”. Así empieza Los que cambiaron y los que murieron (1954), la tercera novela de Barbara Comyns, publicada por Gatopardo, con excelente traducción de Inés Clavero. Lo de los patos es un aviso. En la página siguiente, las gallinas, deprimidas y hambrientas, se suicidan arrojándose al agua gélida. Y es que, para empezar, en el pueblecito encantador ha habido una riada devastadora. Es sólo el comienzo. Estamos en 1911, en el verano de la coronación de Jorge V, en el condado de Warwickshire, donde nació la escritora en un pueblecillo situado once kilómetros al norte de Stratford-upon-Avon, el pueblo natal de William Shakespeare.

Los lectores de Barbara Comyns (1909-1992) esperan de ella cualquier cosa menos una confortable amabilidad. Alba ha publicado en España otras tres de sus once novelas: Y las cucharillas eran de Woolworths (1950), La hija del veterinario (1959) -considerada su mejor libro- y El enebro (1985). Graham Greene apoyó decisivamente su carrera, y no sólo por estar convencido de su talento. Greene trabajó codo con codo en el MI16 con Richard Comyns, el segundo marido de Barbara -Bayley, de soltera-, y ambos tuvieron como jefe y amigo a Kim Philby, agente doble del espionaje británico que se las entendía con los soviéticos. Algo pasó, y a Richard le echaron del servicio y le sugirieron que pusiera tierra de por medio. Los Comyns y sus dos hijos (del primer matrimonio de ella) se vinieron a España -donde Philby había hecho de las suyas durante la guerra civil- y vivieron en nuestro país durante 18 años: Ibiza (unos meses), Barcelona (16 años) y San Roque (Cádiz). Pero esa es otra historia. El caso es que Barbara (también pintora) no vivió precisamente la vida de una dama corriente.

La riada es un aperitivo. Haciendo un poco la vista gorda a ciertos indicios, podríamos pensar que Comyns amaga con contarnos otra de esas historias simpáticas de pueblecitos encantadores, y además con todos los nombres de las flores, las mermeladas, las verduras, las herramientas, las vestimentas, los muebles y los animales muy bien puestos. Sí, todos los nombres están muy bien puestos y el texto y el paisaje rezuman fragancias, pero….

Pero no. Empiezan a pasar cosas: suicidios, agresiones, ataques de locura, tiritonas y convulsiones. El molinero, el carnicero, las esposas del médico y del panadero… van palmando de forma atroz. El pueblo está aterrorizado, el vecindario llega a convertirse en turba descontrolada y brutal que busca culpables. Y no pregunta antes de tomarse la justicia por su mano. ¿Será el pan?

Y en el cogollo de este pandemonio, descrito con un humor negrísimo y con una incisiva y demoledora inteligencia crítica, una familia, los Willoweed: buena casa, jardines, prados… Pero algo no va bien. La abuela, la glotona matriarca, es una energúmena, una déspota beneficiada por su enorme altura y envergadura, que humilla e insulta a sus dos pobres criadas, mantiene a raya a sus tres nietos y tiraniza y desprecia a su único hijo, el viudo Ebin, en principio más bien calzonazos e indolente, que dejó pasar que su difunta esposa le diera una niña negra y que, tal vez para compensar, se tira a la muy desorbitada mujer del panadero. La vieja tiene pasta, una fortuna, y no es tema menor cómo comportarse para aspirar a heredarla. Al tal Ebin le echaron en su día del periódico en el que trabajaba -y por eso, y sin un penique, volvió con sus hijos al infernal hogar materno-, pero los inusitados acontecimientos ocurridos en el pueblo -y su necesidad de disponer de líquido- reavivan su discutible vocación de reportero amarillista. Y no para bien.

El esquema de historieta amable en pueblecito encantador queda -como vemos- ya muy lejos. Las tragedias y los disparates se suceden vertiginosamente en Los que cambiaron y los que murieron -estupendo título, en mi opinión-, de manera que la novela de Barbara Comyns se va erigiendo en contratipo de cualquier cuadro costumbrista en la campiña con una ácida visión de las relaciones humanas y familiares, con tremendos retratos individuales -la madre es una pésima madre y abuela, su hijo es un pésimo hijo y padre-, y ni siquiera el grato paisaje, después de tanta muerte y desvarío, puede conservar su color y su perfume. Comyns ha puesto un cartucho de dinamita bajo las posaderas de una tradición narrativa, y en buena medida utilizando con inclemente ironía sus propios recursos y estereotipos.

Antes de que la pesadilla y el esperpento se adueñen del pueblo, Emma, la adolescente hija mayor de Ebin, descansa junto al río con sus dos hermanitos, el infortunado Dennis y la negrita Hattie: “El sol caía a plomo y una música empezó a dejarse oír cada vez más cerca. Pasó una barca con un gramófono con una enorme corneta verde. Un hombre con una chaqueta a rayas manejaba la batea y una mujer de cabello dorado iba sentada bajo un parasol rojo. Cambió el disco y un órgano gruñón y lastimero inundó el aire. “No soporto los órganos -pensó Emma-. Seguro que la gente a la que le gustan los órganos come tartas de queso y dice canapé en vez de sofá”. Se recostó bocarriba imaginándose a la mujer de cabello dorado sentada en su canapé, comiendo una tarta de queso infinita y escuchando la melodía profunda de un órgano. Tendría varias hijas pequeñas a las que llamaría “las peques”. Todas lucirían tirabuzones y enormes lazos rosas en la cabeza, zapatos de charol y relucientes vestiditos de satén de dama de honor los domingos de verano…”

Estas líneas aparecen bastante pronto en la novela. Barbara Comyns pinta una postal y, de inmediato, la destroza. Esta escena indica su punto de vista y el programa de demoliciones que se propone abordar.

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