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Tengo una cita por Manuel Hidalgo

'las brujas': Celso Castro, en el límite

Está muy bien que un escritor tenga un estilo muy propio, pero Castro ha tensionado el suyo, tan original, al máximo, hasta su límite

28 mayo, 2020 19:59

Un joven de unos 17 años fue abandonado tiempo atrás por su padre, no ha tenido nunca el cariño de su hostil madre y es constantemente vejado y golpeado por su hermano mayor y único, por lo que tiende a recluirse en el palomar de su casa. Este muchacho sin nombre conoce a lorena, de su edad, que resulta ser su hermana de leche, pues ambos fueron criados por la madre de ella, bruja de profesión, de la que ha heredado algunas habilidades mágicas. Inician una relación sentimental y sexual con altibajos, hecha de movimientos de atracción y repulsión, con posibilidades de que sea benéfica y redentora para ambos o, por el contrario, perniciosa y destructiva. Sobre los dientes de sierra de la evolución de la trama, ya se verá en qué acaba.

las brujas (Destino) es la octava novela de Celso Castro (A Coruña) y la quinta de un ciclo etiquetado como “relatos del yo”. Un YO con mayúsculas, según lo ponen excepcionalmente el narrador y el escritor en la página 171. La otra única palabra toda en mayúsculas del libro es IRRITABILIDAD (página 73). No he leído el afinador de habitaciones (2010), ni astillas (2011), ahora también en Destino. Me ocupé aquí con entusiasmo de entre culebras y extraños (2015) y sylvia (2017), que comparten con las brujas su condición de monólogos confesionales y torrenciales, de intensa dimensión egocéntrica e introspectiva, de alta emotividad, dolor y desgarro. Todos ellos están escritos sin emplear mayúsculas ni puntos al final de los párrafos -muchos de ellos, muy extensos- y utilizando profusamente la inserción entre guiones de lo que podríamos llamar genéricamente acotaciones, aclaraciones y comentarios. 

Este peculiar estilo termina esculpiendo el texto, dándole casi una entidad matérica, arquitectónica, que aporta más reminiscencias poéticas y no le va mal a la fluida confidencialidad y musicalidad de la deposición del narrador en primera persona, si bien, y por primera vez, me parece que también agarrota y constriñe el relato, lo somete a una disciplina y opresión excesivas que se añaden a la laboriosidad exigentísima con la que Castro escribe sin querer perder -al revés- un tono de coloquialidad.

Las tres novelas de Celso Castro que he leído tienen en común, más o menos, la centralidad de un adolescente lector, culto e iniciado en los balbuceos de la escritura, un adolescente seriamente perturbado, herido y enfermo -muy misógino, esta vez-, necesitado de ayuda psicológica certera, necesitado sobre todo de un amor que no lo trastorne más y que lo salve de su nocivo pasado, del odio que su madre tiene hacia él por parecerse a su padre huido, de sus desfavorables circunstancias familiares y de sí mismo. También de sí mismo, sí, porque, pese a sus rasgos de pureza de corazón o bondad -o precisamente por ellos- o de suciedad y maldad sobrevenidas por tanto sufrimiento inducido, se hace daño a sí mismo, se autolesiona, se anormaliza -por así decirlo- cada día más, especula con el suicidio y el asesinato, hace daño a los demás -a los que quiere y a los que no quiere, que pueden ser los mismos- y, entre otras cosas, no sabe -no puede- cuidar de sí mismo, disminuir sus riesgos, particularmente cuando consume sustancias que alteran sus nervios y sus percepciones.

El joven protagonista, su padre, su madre, sus hermanos, algún familiar más -la tía laura y la madre de lorena, aquí-, algunos amigos -sebastián, en esta ocasión-, su chica -lorena, esta vez- son siempre los mimbres básicos y suficientes de las novelas de Castro, que transcurren -según lo dicho y sugerido más arriba- en climas muy enfermos, en familias pequeñas muy desquiciadas y desquiciantes, generalmente rotas o por romperse todavía más, en las que hay violencia psicológica o/y física, en la que toda catástrofe, en fin, ha sucedido, está sucediendo o está por suceder. Con otros designios -y diseños- y tonos podríamos estar hablando tranquilamente de narraciones góticas o de terror, pero no es exactamente el caso, aunque -y me permito una pequeña broma-, si Castro contara las cosas de otra forma, un día le podría salir una novela a lo Stephen King. Situada en A Coruña, eso sí, pues la ciudad cuenta mucho y bien en las brujas.

Quien haya leído o lea ahora mis comentarios a las dos anteriores novelas de Castro, tal vez note ciertas reticencias hacia las brujas. Pues sí. Está muy bien que un escritor tenga un estilo muy propio, pero creo que Castro ha tensionado el suyo, tan original, al máximo, hasta su límite. La voz singular, la mirada personal y el mundo también propio son condiciones para un creador valioso. Creo que Castro, con esta nueva entrega, reitera en exceso sus condiciones, se sobrecarga con ellas y nos sobrecarga a los lectores.

Si fuera un cocinero -y en gran medida lo es, como todo escritor-, yo diría que aquí están sus mejores platos, sus buenas recetas, sus mejores materias primas. Pero algo ha pasado en el proceso de cocinado, y ese algo es, a mi juicio, una saturación en los sabores, demasiada dosis de especias, excesos en la cocción o en la fritura, algún desequilibrio en la cantidad y proporción de los ingredientes. Algo así.

Las enfermedades, los muertos, los entierros, las visiones, los delirios, las neurosis y paranoias, las violencias, los llantos, los síncopes y desmayos, las humillaciones, los odios… Demasiado. Demasiado, unido a los ritos vaginales, a la sangre menstrual, a los incestos reales o sugeridos, a la homosexualidad real o sugerida, a las tetas gigantes, a los “aportes” mágicos en forma de granizada, a los conjuros, al estramonio y al jarabe para lo tos para colocarse, al horizonte de manicomio. Al asco. A la angustia, al mal, al absurdo y a la negrura presentes y reconocidos por el propio narrador. Hay un problema, me parece a mí, de dosis, de concentración, de acumulación. Al escritor se le va la mano -hasta con las citas cultas-, espero que no sea para impresionarnos.

Por el contrario, hay condimentos y vías que Castro no utiliza ni explora suficientemente. En las tres novelas que he leído de él hay humor. En las brujas, también. El narrador juega y se divierte, pese a todo, con el destinatario de sus confesiones, que es y no es el lector, que es un “tú”, que no quiero ni pensar que pueda ser él mismo -el narrador partido en dos- o, quién sabe, el mismísimo autor de la novela, que, en tal caso, oiría voces, habría escuchado y vertido al papel la narración de su narrador. Hay humor, digo, pero hubiera sido un alivio un poco más. No tomar ni tomarse todo tan -tan- en serio. Por cierto, me divierten muchísimo las tres últimas líneas de la novela. Buen final.

En cuanto a las vías que Castro no explora, me refiero sobre todo a dos personajes: el padre y la tía Laura. Esto, como todo, va en gustos y opiniones, pero creo que el joven narrador necesitaba saber -y contar- bastante más sobre su padre y, por la relevancia que adquiere en el tramo final, haber incluido antes a su querida tía laura.

El joven narrador está en el hospital, junto a la cama, precisamente, de su tía laura, cuando entra la habitación una enfermera. Dice: “…y esperé a que le cambiase la bolsa de suero. creo que el tiempo en un hospital nunca acaba de transcurrir, que una hora de hospital equivale a cinco o seis de las otras, o a un día entero ¿sabes? que te quedas apeado del mundo y de ti, con el pensamiento estancado, y…le cambió la bolsa de suero y salimos a ese ruido sordo de los pasillos, de circuito eléctrico, y…dios, qué supremo aburrimiento. Decididamente es tan aburrido hablar de un hospital, tan desesperante, que voy a saltarme todo esto ¿vale? así que ya estoy en el taxi y me dirijo al obelisco. allí me espera lorena”.

He elegido este fragmento para mostrar la escritura de Celso Castro, aunque su estilo se capta muy especialmente, como siempre -aunque más que el de otros-, al leer en continuidad, al acumular sonoridad, musicalidad y ritmo, al recorrer una distancia mayor. Me sirve también este fragmento para indicar que en el libro abundan las reflexiones, las observaciones sobre la vida y sobre muchas cosas. ¿Cosecha del adolescente narrador o del adulto escritor? De ambos, que son la misma persona. Y cuando leí eso de “qué supremo aburrimiento” me acordé de Meursault, el protagonista de El extranjero, de Albert Camus. Y es que, bien mirado, nuestro narrador, desparrames adolescentes aparte, tiene algo de Meursault y el libro le debe no poco al existencialismo.

Gregory Sokolov. Foto: Maria Slepkova

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