Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Yerma, tragedia y alegría

15 enero, 2013 01:00
En la corta vida de Federico García Lorca (1898-1936), fusilado por elementos del bando franquista a los 38 años, la poesía parece ir más unida a su primera etapa y el teatro, a la segunda. Esta división -derivada de la cantidad y datación de poemarios y piezas dramáticas en los distintos tramos de su existencia- no responde del todo a la realidad, pues el escritor siempre alternó lo uno con lo otro. Además, en su teatro, como puede comprobarse en Yerma, la palabra poética -símbolos, metáforas, imágenes- y las coplillas populares irrigan el texto.

Yerma (1934) pertenece al bloque de las tragedias andaluzas, las obras más duras y desgarradas del escritor, muy diferentes a sus divertidas farsas y a su producción más experimental y vanguardista. Yerma hace sociedad con Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba y Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, tremendos dramas en torno al sometimiento y a la frustración del deseo y del amor de las mujeres.

Yerma se obsesiona y se trastorna por no tener hijos. Se ve a sí misma, pese a su juventud, como seca, marchita e inútil. Teme volverse mala, envenenarse con su sangre y con su leche tibia, estancadas como en un charco, al no poder transmitirlas a otro ser, al hijo que no llega.

No es fácil comprender hoy en día la angustia, en tiempos no tan lejanos, de la esterilidad, de la infecundidad. Esa angustia se circunscribe ahora a la esfera individual y, además, existen medios científicos para erradicarla. Antes, hace nada, la mujer estéril estaba mal vista y era despreciada. Era la comidilla: ésa no vale, ésa no sirve. Sobre todo, en el medio rural, pues la fertilidad iba vinculada a los mandatos de la herencia y de la estirpe, a la sucesión perentoria en el cultivo de la tierra y en el cuidado del ganado.

Yerma, sin embargo, es mucho más que la tragedia de la mujer estéril, desquiciada y ofuscada por un obsesivo afán de maternidad. Y Yerma, el personaje, ofrece muchas aristas, una gran rugosidad, es muy complejo.

García Lorca habla también del agobiante peso de la tradición, de la autoridad y del designio paternos, de la imposición religiosa, de la ausencia de libertad individual. Habla también, todavía, de la carga de la honra y del qué dirán, del agobiante escrutinio y cotilleo de los otros que encarcela tanto como las cuatro paredes de una casa. Habla también de la ignorancia y la ocultación, de la negación de la información sobre el sexo, sobre el cuerpo, sobre el deseo, algo siempre eludido y omitido -incluso condenado- por los padres y los guardianes de la moral.

El gran acierto de Lorca -uno de tantos- consiste en haber escrito una obra dialéctica y no maniquea. Yerma se ha casado con Juan porque su padre se lo ordenó, y Juan - víctima también de una mentalidad- es un hombre tan trabajador como escueto, celoso, posesivo y despótico. La tiene y la quiere encerrada. Juan no logra entender -no ha sido educado para ello- las razones por las que Yerma sufre tanto si él la quiere, si se desloma en el campo de sol a sol para que no le falte de nada y si no duda en procurarle los bienes materiales que ella le demanda.

Pero Yerma sólo quiere una cosa: el hijo que no llega. Se casó con Juan por acatar una orden, sí, y con un único objetivo: el hijo. Yerma y Juan nunca consiguen entenderse. La formación recibida y la no recibida se lo impiden. Cuando la tragedia camina hacia su desenlace, Lorca incluye dos momentos atroces, dos estremecedores desencuentros entre Yerma y Juan: en una ocasión, ella hace por él y él la rechaza; en la otra (y definitiva) es al revés.

Pero la obra es dialéctica, decimos, y desde su interior surgen voces que se confrontan con Yerma, voces de mujeres, de variada edad, que no comparten su enfermiza posición, que le sugieren vías para salir de ella y que matizan, por cierto, el unívoco determinismo de la tradición, la época o el medio rural.

La Vieja y la llamada Muchacha 2 tienen otra actitud, otro modo de abordar las cosas, y se lo dicen y se lo muestran a Yerma. Pero no sirve de nada, Yerma ya va hacia su inmolación que pasará, horriblemente, por la muerte de Juan.

La Vieja, pese a ser vieja -o por serlo-, da en el clavo: entrega amorosa por placer o con placer. Cuando se deja “cubrir” -como Yerma llega a decir- por Juan, jamás ha pensado en disfrutar. Sólo piensa en un acto causal necesario para la venida del hijo. Por eso, el hijo no viene.

Es verdad que Yerma pudo haber vibrado con Víctor, pero la tiranía paterna le llevó a Juan. Es un factor muy importante, pero que no explica por completo la continencia de Yerma, su rechazo a gozar consigo misma y con Juan en el acto amoroso.

“Yo he sido una mujer de faldas en el aire, he ido flechada a la tajada de melón, a la fiesta, a la torta de azúcar (...) Yo me he puesto boca arriba y he comenzado a cantar. Los hijos llegan como el agua (...) Los hombres tienen que gustar, muchacha. Han de deshacernos las trenzas y darnos de beber agua en su misma boca. Así corre el mundo”, le dice la Vieja a Yerma en su primer encuentro.

El espectador que vea Yerma en el Teatro María Guerrero encontrará, además de la posibilidad de paladear un texto bellísimo, asuntos desfasados y otros muy vigentes. Entre estos últimos está la invitación, a hombres y a mujeres, de la Vieja, que viene a proclamar una filosofía de “carpe diem”: disfrutar, temblar, desear, emocionarse, festejar, alegrarse con el sexo, sí, y con los dones de la vida. Así (es una de las maneras) corre el mundo. Así llega toda clase de fecundidad.

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