Rima interna por Martín López-Vega

Carlos Pardo, una cuestión de alma

8 febrero, 2016 10:15

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Carlos Pardo[/caption]

Cualquier libro de Carlos Pardo (Madrid, 1975) tiene más interés que cualquiera de los escritos por la mayoría de los poetas de su generación. Su lengua, aprendida en los mejores maestros del pasado siglo, es sintética y evita la floritura inocua; su capacidad para la imagen poética (es decir: la que no lo parece, pero lo resulta) es sobresaliente; sus temas van más allá del tópico, en la medida de lo posible; tiene recursos suficientes para mantener la atención en los poemas largos como pocos poetas de su quinta. Todo en el cómo es admirable. El problema (y no es un problema menor, aunque tampoco anula lo que acabo de decir) es que todo ese aparato es un molino que gira sin agua, una retórica que gira sobre sí misma sin acabar de profundizar, como un tornillo pasado de rosca o una navaja sin afilar.

Cualquiera que hoy en día se dedique a la escritura de poemas debe tener cuidado con tres nitroglicerinas: la ironía (contra la que Rilke ya advertía en sus cartas al joven poeta), que castra cualquier intento de profundidad si se usa para algo más que para evitar caer en la ingenuidad; la intertextualidad, que según se use puede abrir líneas de fuga que enriquezcan el poema o reducirlo a un chiste para frikis; y la, digamos, no ficción, que puede ser una magnífica herramienta de análisis de nuestro lugar en la circunstancia o una peana sobre la que hacerse uno un monumento a sí mismo, ideal para que vayan a cagarse las palomas.

Los tres frascos de nitroglicerina se le caen a Pardo de las manos en Los allanadores (Pre-Textos), su nuevo libro de poemas. Un libro transido de ironía, envenenado por ella; que hace que la distancia del autor no recaiga sobre el cómo nos cuenta las cosas, sino en lo que nos cuenta: poemas que prometen muchísimo como “El hombre indivisible”, sobre la enfermedad del padre, llegan a producir una cierta incomodidad (cuando no vergüenza ajena) por la forma de abordarlos. Lo que promete ser un poema sobre la distancia entre un padre y su hijo, acaba explicando esa distancia sólo por la afición del padre a echarle en cara a su hijo su gusto por las mujeres “mayores”. “Me sobrecoge la naturalidad de nuestra relación”, dice en un verso, pero nada en el poema nos hace entender tal sobrecogimiento; ¿por qué no iba a ser natural? ¿Por qué el padre tenía miedo a que el hijo le quitara las novias? Sobrecoge más la minuciosidad con que la voz del poema ridiculiza al padre enfermo con detalles mínimos, todo mezclado con recuerdos de un congreso de poetas en Berlín y mamparas con escudo del Atleti que ni vienen a cuento porque el poema no explica para qué están, ni tampoco abren líneas de fuga especialmente interesantes (salvo que uno sea hincha del Atleti, imagino).

Carlos Pardo es un poeta leído, y le gusta dar muestra de ello. Sus poemas usan de la intertextualidad de un modo despectivo: a menudo, perderse una referencia supone perderse (en) el poema. Lo que convierte poemas como “Antropología”, que abre el libro, en una especie de chiste para leídos. Tampoco es que haya que ser un ratón de biblioteca para reconocer, pongamos, el limonero de Goethe, pero si uno lo reconoce, el poema es un chistecito gremial, y si no, una nadería con limonada. Se trata de una intertextualidad que no añade: adorna. Las citas subterráneas a poetas y filósofos no son aquí andamios de ningún pensamiento, sino chistes de bibliotecario aburrido.

Todo en el libro invita a confundir la voz poética con la voz del autor. Ocurre así en “Mis problemas con el judaísmo”, otro poema que, por la idea, lo tenía todo para convertirse en un gran poema y por su realización se queda en una fruslería autobiográfica. El poema narra su participación en las asambleas del 15M, sus discusiones (un tanto sonrojantes por lo rudimentario, sin dejar de ser pretencioso, tanto de las ideas como de su formulación), de las que se marchó, parece, porque no le hacían caso, todo ello mezclado con una madre caída en el suelo de casa (contado de un modo que produce el mismo repelús, la misma vergüenza ajena, que el poema del padre, más burlón que distanciado) y un poco de folklore judaico, una mezcla que no cuaja en nada con sentido pero que deja al aire la víscera de este libro: su personaje no aspira a ninguna clase de conocimiento, sólo a crearse una biografía.

Todo en Los allanadores es buena artesanía, y no es poco mérito sostenerla en su enorme vacío de contenido. Una cuestión de alma. Pardo sabe que ironía, intertextualidad, autoanálisis, han sido ingredientes de algunos de los mejores poemas de las últimas décadas, pero se olvida del principio que en todos esos poemas guía la mezcla: la duda (que guiaba a Milosz, Szymborska, Herbert…), y su zumo, la compasión. Donde los grandes poetas nos muestran el dolor, el malestar de no encontrar su lugar en el mundo (un lugar para la certidumbre, la bondad, la belleza…), él sólo quiere ser el que tiene la última palabra en la cena de Nochebuena. De algún modo la poesía de Carlos Pardo es el negativo de la poesía de, por poner otro ejemplo español de ahora, José Luis Piquero. El personaje de los poemas de Piquero destroza las fotos de familia; el de Pardo no deja de retocarlas, preocupado por ser quien mejor sale. Carlos Pardo imita a la perfección todos los tics de la gran poesía, pero cuando el lector busca la voz, descubre que sólo hay un mimo.

Tal vez si Carlos Pardo decidiera exponerse en lugar de exhibirse la cosa cambiaría. Quién sabe. De todos modos no habrá de faltarle el éxito: abundan los lectores superficiales que buscan poetas superficiales. Otros seguiremos leyéndole con admiración por sus piruetas sin importarnos que no llegue a encestar nunca, como quien ve un rato a los globetrotters para descansar entre partido de verdad y partido de verdad.

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