John Ford me acompañó durante la primera semana de confinamiento. Sus películas me recordaron la importancia del coraje, el sacrificio y el compromiso con el bien común. Ford era un maldito bastardo. Disfrutaba maltratando a los actores. Podía ser muy cruel y no le causaba ningún problema liarse a puñetazos o embestir con la cabeza, como hizo con Henry Fonda durante el rodaje de Escala en Hawai (1955). Sin embargo, era leal a sus amigos. Su compañía de actores era algo más que un elenco profesional. Eran sus cómplices y camaradas, con los que se corría ruidosas juergas en el USS Araner. ¿Quién es el heredero de John Ford? Ya comenté que Clint Eastwood. Ford era un maestro, mezclando épica y ternura. Eastwood tiene la misma virtud. Ambos alardean de valores tradicionales, pero en sus películas los buenos siempre son personajes marginales, inadaptados que luchan contra los prejuicios de una sociedad hipócrita y egoísta. Los dos rinden culto a la rebeldía y el inconformismo. No les gustan las piruetas formales. Prefieren contar historias con un estilo clásico y sobrio. A ninguno le preocupa la ortodoxia de su tiempo. Son deliberadamente incorrectos, individualistas irreductibles que le dan la espalda al rebaño. Esa actitud podría desembocar en la insolidaridad, pero no es así, pues nunca pierden de vista la importancia de la comunidad. Ser un hombre libre nunca puede significar indiferencia hacia el dolor ajeno. La compasión y el sacrificio no son imposiciones, sino elecciones impulsadas por la conciencia moral. Ford y Eastwood no desertan de sus obligaciones ciudadanas, pero no ocultan su desagrado ante el rumbo de la historia. Esas y otras semejanzas quizás expliquen que estos días yo pasara de la filmografía de John Ford a la de Clint Eastwood de una forma natural, casi sin darme cuenta. Los espíritus afines a veces tienden puentes invisibles para que los atravesemos con ellos

Durante la década de los sesenta, Clint Eastwood se convirtió en una estrella gracias al spaghetti western. No se trata de un género despreciable, pero a mí nunca me gustó la versión desmitificadora de un mundo que había llenado de felicidad las tardes de mi infancia. En los setenta, Eastwood alcanzó una enorme popularidad con Harry, el sucio, pero el personaje le confinó en el sombrío recinto de los justicieros despiadados. Violento, fanfarrón y hosco, su afición al Smith & Wesson Modelo 29 con cartuchos Magnum 44 le colocó más cerca de los macarras que de los honestos defensores de la ley. Como sargento de hierro del Cuerpo de Marines, tampoco me inspiró simpatía. Demasiada testosterona.

Una imagen de 'The Outlaw Josey Wales'

Mi antipatía hacia Clint Eastwood se disolvió con The Outlaw Josey Wales, dirigida por él mismo en 1976. Josey Wales es un granjero del Sur que se convierte en guerrillero tras el asesinato de su esposa y su hijo. Finalizada la Guerra Civil, se libra de una trampa disfrazada de amnistía. Su intención es continuar luchando en solitario, pero poco a poco se le unirán un anciano jefe cherokee, una joven navajo, una abuelita y su nieta, y un perro sarnoso, componiendo una extraña tribu de inadaptados. Josey Wales es un pistolero invencible, pero su dureza está mitigada por su actitud benevolente hacia los excluidos, quizás porque es uno de ellos. Estrenada en España con el título El fuera de la ley, la película muestra a un Clint Eastwood con una dimensión lírica y metafísica salpicada de notas cómicas. Josey Wales no es un inexpresivo tipo duro que escupe frases lapidarias, sino un hombre atormentado por la pérdida de sus seres queridos. Desbordado por los hechos, ha acabado galopando con una partida de guerrilleros sanguinarios porque no ha encontrado otra forma de escapar de su dolor. Se engaña a sí mismo, repitiendo que seguirá peleando el resto de su vida, pero su sueño es formar un nuevo hogar. El fuera de la ley me reconcilió con Clint Eastwood, revelándome su talento como director con un universo personal, donde la violencia era secundaria y los conflictos existenciales ocupaban el primer plano. Josey Wales es una especie de Tom Joad, que no se resigna a habitar un mudo áspero e injusto. 

En 1988, Clint Eastwood estrenó Bird. Pianista y compositor aficionado, su pasión por el jazz le inspiró una magistral película sobre Charlie Parker, el genial saxofonista que lideró la revolución del be-bop. Muchos espectadores se frotaron los ojos con incredulidad, pues se trataba de una obra con una inequívoca vocación artística. Innovador y clásico, Eastwood jugó con el claroscuro, la introspección, la música y la crítica social y política. La lucha de “Bird” por encontrar una nota definitiva, capaz de contener toda la belleza y creatividad del jazz, evidenciaba que Eastwood no solo conocía el oficio de director, sino que además era un artista en busca de su identidad. John Ford no se había internado en territorios formalmente tan arriesgados, pero ambos habían mirado cara a cara al sueño americano y habían descubierto sus aberraciones e incongruencias. Eso sí, sin renegar de la tierra de los hombres libres. En El sargento negro (Sergeant Rutledge, 1960), Ford había abordado la discriminación racial de la población afroamericana, exhibiendo con crudeza los prejuicios de los blancos. Charlie Parker, espléndidamente interpretado por Forest Whitetaker, sufre incontables humillaciones, que vuelca en su música, transida de dolor. El sargento Braxton Rutledge (Woody Strode) también soporta muchas vejaciones, pero lucha por su dignidad comportándose como un soldado ejemplar. He dicho que Ford no despliega un lenguaje cinematográfico tan experimental, pero lo cierto es que sus picados y contrapicados a contraluz son audaces y originales. En las entrevistas, Ford presumía de no haber usado nunca una grúa, pero -como señaló un lector de mi artículo anterior- recurrió a ella en La diligencia y El gran combate. Algunos planos de El sargento negro también sugieren la intervención de ese artilugio. John Ford era un mentiroso compulsivo. Nunca hay que conceder demasiado crédito a sus palabras

Eastwood volvería a sorprenderme con Cazador blanco, corazón negro (1990), una recreación del intenso rodaje de La reina de África, donde se reservó el papel de John Huston. Huston era bocazas y bravucón. Urdía bromas crueles y vapuleaba a los actores, obligándoles a rodar escenas llenas de penalidades. Su odio a los convencionalismos incluía una feroz oposición a cualquier forma de discriminación. En el talante vital, Eastwood está muy cerca de John Huston. Ambos aman lo trágico y la rebeldía. No les incomoda la etiqueta de libertarios y se complacen en la provocación. Eso sí, Huston fumaba y bebía alcohol con un absoluto desprecio por la salud. En cambio, Eastwood siempre se ha cuidado, evitando esa clase de excesos. Los dos han sido mujeriegos incorregibles. Más tradicional, John Ford pasó toda su vida con su esposa, si bien la engañó a menudo sin mala conciencia. 

En 'Sin perdón' se percibe especialmente la huella de John Ford

Después de Cazador blanco, corazón negro, vendrían las obras maestras: Sin perdón, Los puentes de Madison, Mystic River, Million Dollar Baby, Gran Torino. He vuelto a ver casi todas estos días. En Sin perdón, he notado especialmente la huella de John Ford. Eastwood exalta la amistad, la familia y el patriotismo. Un cuidado coro de personajes secundarios acompaña al protagonista, William Munny, un despiadado asesino redimido por el matrimonio y la paternidad. La mirada desmitificadora no logra borrar la épica. Después de consumar su venganza, Munny ya no es un viejo pistolero mermado por la edad, sino un ángel terrorífico que grita bajo la lluvia de una noche espectral. La leyenda difumina –y casi disipa– el frío prosaísmo de los hechos. La bandera norteamericana ondea en mitad del temporal, recordando que América es el hogar de los valientes. Sin embargo, hay una significativa diferencia respecto a Ford. El último Eastwood se deja arrastrar por un fatalismo trágico. Algunas de sus películas (Mystic River, Million Dollar Baby) son particularmente sombrías, bordeando el pesimismo existencial. En John Ford, nunca hallaremos una briza de nihilismo. Su humor irreverente siempre chispea en las tramas más dramáticas, inyectando alegría y optimismo.

Clint Eastwood es una buena opción durante el confinamiento, pero “Jack”, como se hacía llamar Ford, es un compañero mucho más saludable y vital. En este tiempo de aflicción, se puede hallar cierto consuelo en 7 Women, su última película, donde la valerosa doctora Cartwright (Anne Bancroft) logra vencer a una epidemia de cólera en una misión cristiana situada en una Mongolia sacudida por la guerra. Las mujeres de Ford no son sumisas y pasivas, sino enérgicas y temperamentales. Es cierto que casi todas asumen su papel de madres y esposas como su destino natural, pero eso no significa que no se rebelen cuando lo consideran necesario. 

Ni siquiera la muerte logró arrugar al director de El hombre tranquilo. Hay varias versiones sobre sus últimas palabras, pero todas revelan humor y entereza. Según su hijo Pat, se despidió del mundo con un escueto: “¡Corten!”. Que me perdone Clint Eastwood, pero Ford era un tipo mucho más duro. 

@Rafael_Narbona