El Ejército Rojo liberó Auschwitz el 27 de enero de 1945. Se encontró con alrededor de tres mil supervivientes, de los cuales seiscientos eran niños. Algunos recibieron con alborozo a los soldados, corriendo hacia las alambradas, pero la mayoría reaccionó con perplejidad y estupor. El sufrimiento extremo bloquea y deforma las emociones. Los deportados habían caído por debajo de lo humano. Ya no eran conciencias, sino cuerpos deshabitados, inercia biológica que había inhibido cualquier vestigio de pensamiento. Dividido en tres campos y con cuarenta y cinco satélites, Auschwitz se tragó un millón cien mil vidas, el noventa por ciento judías. Se estima que algo más de un millón trescientas mil personas pasaron por su espeluznante rutina, padeciendo hambre, frío, esclavitud, maltrato físico y psíquico, hacinamiento o confinamiento en celdas aisladas. La angustia de vivir permanentemente al filo de la muerte, desalojaba cualquier atisbo de autoestima o fraternidad. Las interminables selecciones, el hacinamiento, el trabajo esclavo, el olor a carne quemada de los crematorios, las enfermedades, la desnutrición, las torturas, el terror psicológico, no eran un simple cúmulo de calamidades, sino las estaciones de una estrategia concebida para deshumanizar a las víctimas. Como apuntó Victor Klemperer en LTI. Lengua del Tercer Reich, se reinventó el lenguaje para excluir del género humano a los judíos, los gitanos, los eslavos, los homosexuales, los testigos de Jehová, los disidentes políticos, los discapacitados y otras minorías. El proyecto de exterminio se encubrió con el eufemismo “Noche y niebla” para dejar muy claro que todo acontecía en los sótanos de la historia. Los inmolados ni siquiera merecían una nota a pie de página. Eso no significa que la Shoah pasara desapercibida.

La imaginación popular cree que el número de campos de concentración apenas superó la veintena, pero la Enciclopedia de Campos y Guetos del Holocausto Memorial Museum de Washington ha registrado la existencia de cuarenta y dos mil quinientos campos de concentración, guetos, factorías de trabajo esclavo y otros espacios de confinamiento distribuidos por Europa. “Los números son increíbles, mucho más altos de los que originalmente pensamos”, declaró en 2013 Hartum Berghoff, director del German Historical Institute de Washington. Un centenar de historiadores ha localizado treinta mil campos de trabajo esclavo, mil ciento cincuenta guetos judíos, novecientos ochenta campos de concentración, quinientos burdeles de prostitución forzosa y miles de centros para realizar abortos -sin el consentimiento de la embarazada- y aplicar los programas de eutanasia con personas afectadas por discapacidades físicas o psíquicas. Sólo en Berlín se han identificado tres mil campos y “casas judías”, donde se alojaba a las familias destinadas a la deportación. Según Martin Dean, editor del segundo de los cinco tomos de la Enciclopedia de Campos y Guetos, “literalmente no podías ir a ningún lugar en Alemania sin toparte con campos de trabajo forzado, campos de prisioneros de guerra, campos de concentración… Estaban en todas partes”.

La muerte impropia

Rilke habla de la “muerte propia”. A cada ser humano le corresponde una manera diferente de morir. La muerte está sujeta al azar, pero debemos acercarnos a ella con la perspectiva del artista que busca una forma. El místico o contemplativo aguarda la muerte con la serenidad del que espera reunirse con su origen, sin miedo de ser simple polvo cósmico. El poeta afronta la muerte con la expectativa de haber enriquecido el mundo con sus creaciones. El hombre común piensa que su existencia no ha sido en vano, pues ha trabajado y amado. Los vínculos que ha establecido le han acompañado hasta el final, convirtiendo su agonía en un tránsito lleno de significado. Morir solo o en circunstancias degradantes nunca es tolerable. Es una “muerte impropia”, que no está a la altura del carácter precioso e irrepetible de cada vida. Auschwitz es la apoteosis de la “muerte impropia”. La perversión ideológica del nazismo intentó arrebatar a sus víctimas la posibilidad de una “muerte propia”. Las cámaras de gas son la expresión más perfecta del “mal radical”, pues su objetivo era proclamar que los hombres, mujeres y niños que agonizaban entre sus paredes no pertenecían a la condición humana. La lengua del Tercer Reich nace del propósito de aniquilar cualquier ideal fraterno e igualitario. El odio del pequeño burgués contra sus prósperos –o no tan prósperos- vecinos judíos materializa su venganza escarneciendo el humanismo, una corriente filosófica que atribuye un valor inalienable a cada ser humano. Para el nazismo, no hay una familia humana, sino un pueblo o Raza con derecho a separar de su lado a otros pueblos o razas. La presunta superioridad de la cultura germánica sobre el bolchevismo judío y asiático demanda un nuevo lenguaje donde ya no haya cabida para las viejas distinciones morales. Solo es “bueno” lo que favorece la supervivencia del más apto; solo es malo lo que preserva lo inferior, las formas de vida más frágiles e improductivas. En la era del “Estado total”, la vida individual carece de valor.

Se han establecido analogías entre Auschwitz y el Gulag soviético. Tal vez parezca inútil señalar diferencias entre dos infiernos que atentan contra los valores elementales de la convivencia democrática, pero la peculiaridad de Auschwitz desborda la violencia del Gulag, un espacio de represión ideado para acabar con la disidencia, no con la diferencia. En Auschwitz, la muerte del disidente es un hecho menor, pues el sentido último de la política genocida del régimen nazi no es acallar al insumiso, sino reinventar al ser humano. El nazismo es biopolítica, no simple tiranía. Trasladado a las decisiones de Estado, el delirio del superhombre desemboca en el asesinato sistemático del otro. Ya no se mata para castigar actos, invadir territorios o saquear bienes, sino para abolir ciertas formas de humanidad que se consideran deficientes o inaceptables. El ciudadano soviético puede ser enviado al Gulag por una nimiedad, pero siempre hay un motivo político. La deportación a Siberia es el castigo por discrepar o mostrarse tibio. A veces, se deporta a los inocentes y el Estado lo sabe, pero considera que es necesario, pues de ese modo se propaga el miedo. Es una medida ejemplarizante que paraliza al ciudadano común. La obediencia debe ser total e inequívoca. En la Alemania nazi no es suficiente obedecer. Se despoja de todos los derechos al judío y se le extermina con métodos industriales por el simple hecho de ser judío. No hay escapatoria. Eso explica que la mortalidad en Auschwitz supere el noventa por ciento, mientras que en el Gulag no excede del cuarenta por ciento.

Al margen de las valoraciones morales, la política nazi constituye una innovación, pues hasta entonces el poder político solo había luchado por la hegemonía, aplastando a sus oponentes. Cuando mataba inocentes, lo hacía para apropiarse de bienes o desmoralizar al enemigo. La Alemania nazi mata por razones ontológicas. Hitler planifica sus ofensivas en términos antropológicos. Lucha por su idea del hombre, una síntesis de las teorías de Platón, Fichte, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche y Spengler, cribadas con el cedazo de un darwinismo esquematizado y ciertos avances científicos. La muerte de los deportados a Auschwitz es “impropia” porque las víctimas han sido privadas de su humanidad. Confinados en guetos insalubres, deportados en trenes de ganado, gaseados con un desinfectante, ni siquiera se respetan sus restos. Sus cenizas son utilizadas como fertilizante, su pelo se emplea para fabricar material textil destinado a la industria de automoción, su grasa se transforma en jabón. Nada puede estar más alejado de la “muerte propia” de Rilke, donde culmina una trayectoria personal y se pasa el testigo a la generación siguiente, con la confianza de ser honrado por conocidos y extraños, que ante sus restos dirán: “esto es un hombre”. En cambio, la víctima de Auschwitz ingresará en la posteridad como simple materia procesada, suscitando una mueca de desdén. “Si esto es un hombre…”, comentarán muchos, incapaces de reconocer un semejante en unos restos cruelmente manipulados. En el Lager, “los hombres no mueren, sino que son producidos como cadáveres –escribe Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz-. Es el lugar en que es imposible hacer experiencia de la muerte como de la posibilidad más propia e insuperable”. Dicho de otro, Auschwitz es el grado cero de humanidad; no hay vida: solo muerte impersonal, anónima. En ausencia de reciprocidad, víctima y verdugo pierden la posibilidad de ser hombres. Como explica Emmanuel Lévinas, lo humano es inconcebible sin el reconocimiento que surge entre dos rostros cuando se miran y comprenden su responsabilidad mutua, el deber infinito que habita en cada mirada.

Primo Levi: Häfling 174.517

Jan Karski, mensajero del gobierno polaco en el exilio, se entrevistó en 1942 con Churchill y Roosevelt para comunicarles su experiencia como testigo de los crímenes cometidos en el gueto de Varsovia y en el campo de tránsito de Izbica. Disfrazado de guardia ucraniano, pudo contemplar cómo morían familias enteras en vagones de ganado. Dado que en Izbica no había cámara de gas, se dejaba morir de hambre y sed a los prisioneros. Los más afortunados perdían la vida a golpes o de un disparo. Ambos líderes  escucharon a Karski con indiferencia. El antisemitismo también existía entre los aliados. Las conversaciones fueron confidenciales, pero ya era de dominio público que en el Este de Europa se exterminaba al pueblo judío en campos de concentración. La noche del 17 de diciembre de 1942, Edward Raczyński, ministro de Asuntos Exteriores del Estado polaco en el exilio, habló en la BBC, transmitiendo el testimonio de Karski. Esa alocución destruye el mito de que la opinión pública desconocía lo que ocurría. Karski aparece en Shoah, el documental de ocho horas de Claude Lanzmann estrenado en 1985, recordando que el genocidio nunca fue un secreto. Lanzmann tuvo que interrumpir la entrevista en varias ocasiones, pues Karski se emocionaba y rompía a llorar, gimiendo que aquello no era humano, sino alguna clase de infierno. En Historia de un estado clandestino, publicado en 1944, Karski comenta desolado: “Por primera vez me encontré con una brutalidad y una inhumanidad de proporciones que estaban por completo más allá de cuanto había experimentado hasta el momento, y que me obligaron a revisar mis concepciones de lo que era posible en este mundo”.

En el setenta y cinco aniversario de la liberación de Auschwitz, persisten la perplejidad y el asombro. ¿Cómo fue posible un crimen de esa magnitud? La memoria de Auschwitz se ha banalizado. Hoy en día la visita al campo forma parte de un turismo bienintencionado, pero con ciertas dosis de fascinación morbosa. Los nazis son los eternos malos del cine desde los años cuarenta. Algunas voces señalan que el eco de Auschwitz eclipsa el horror de otras matanzas, no menos cruentas, y citan los casos de Hiroshima, Camboya, Vietnam, Ruanda o Bosnia-Herzegovina. Stalin ordenó deportaciones en masa de kazakos, chechenos, tártaros de Crimea, fineses, alemanes, polacos y otros pueblos. Además, provocó la muerte de ocho millones de ucranianos durante su campaña contra los kulaks. ¿No sería entonces tan malvado como Hitler? Sin duda los dos comparten un lugar destacado en la historia universal de la infamia, pero Stalin obró como un déspota oriental. No hay nada nuevo en su brutalidad. En cambio, Hitler puso en marcha un programa que intentaba desmontar las conquistas de la Ilustración y el legado judeocristiano. El “hombre nuevo” de Stalin, un ser alienado y despersonalizado, no es tan terrorífico como el soldado-agricultor de la distopía nazi, forjado sobre la exclusión de la ciudadanía de millones de individuos, a los que se considera meros excedentes. Como señaló Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, Stalin invocó la Historia para justificar su política; Hitler prefirió hablar de la Naturaleza, que desecha a los enfermos. Se trata de dos casos de totalitarismo, pero el Moloch nazi es mucho más insaciable y apunta al corazón de la vida.  Auschwitz constituye la cima de esta filosofía y no un simple accidente, producto de la guerra, si bien esta aceleró el ritmo de las matanzas.

Solo hay un camino para comprender lo sucedido. Escuchar a los supervivientes, especialmente a los que lograron convertir su experiencia en un testimonio elocuente. En ese grupo, destaca Primo Levi. Si esto es un hombre, escrito entre diciembre de 1945 y enero de 1947, es “un estudio severo del alma humana”, según palabras de su autor. Primo Levi señala que en la vieja Europa las ruinas de catedral de Coventry producían más aflicción que los rumores de deportaciones y ejecuciones en masa de judíos y gitanos. Si esto es un hombre formula un nuevo imperativo moral: que Auschwitz no se repita, que la humanidad se mantenga vigilante para que no surjan nuevos genocidios. Primo Levi comienza a entender lo que significa el nazismo cuando le propinan los primeros golpes. Golpes sin ira, mecánicos, semejantes a los de un carpintero que trabaja la madera. Esos golpes exentos de cólera solo son posibles porque ya no son hombres. Los nazis consideraban a sus prisioneros unidades, no personas. Sin embargo, no todo era lógico en Auschwitz.

Las selecciones no se llevaban a cabo siempre de forma racional, separando a los útiles de los viejos, los enfermos y los niños. A veces, “entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a las cámaras de gas”. Primo Levi era un hombre delgado y menudo. Ser químico le salvó la vida, pero no le eximió de convertirse en un Häftling: “Me llamo 174.517; nos han bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo izquierdo”. En el Lager “no hay ningún porqué”: la humillación sistemática es la única regla. “En este lugar está prohibido todo, no por ninguna razón oculta sino porque el campo se ha creado para este propósito”. Auschwitz se parece a la Torre de Babel. Se escuchan todos los idiomas, confundidos en una jerga que es un idioma específico, la lengua del Lager. No es posible sobrevivir sin entenderla, ni hablarla. Asearse no es menos importante, aunque sólo se disponga de un hilo de agua sucia y helada. Si el deportado pierde el hábito de la higiene y desea la muerte, se convierte en un “musulmán” (apelativo reservado para los que habían renunciado a hacer cualquier esfuerzo para sobrevivir) y no tardará en ser enviado a la cámara de gas.

En Auschwitz, el espanto y lo grotesco se dan la mano. La orquesta del campo interpreta marchas y canciones populares, mientras el humo de los crematorios sube hacia el cielo. Es “la voz del Lager, la expresión sensible de su locura geométrica”. La música obra como un oleaje invisible sobre las almas muertas de los deportados, arrastrándolos como a hojas secas. La rutina del Lager bestializa al ser humano, rebajándolo a las funciones elementales de ingesta y excreción. El despertar en Auschwitz nunca es grato: “Son poquísimos los que esperan durmiendo el Wstawac: es un momento de dolor demasiado agudo para que el sueño no se rompa al sentirlo acercarse”. No hay buenos ni malos en la horrible coreografía de los deportados, sino “hundidos y salvados”. Una lógica binaria que destruye los lazos afectivos: “cada uno está desesperadamente, ferozmente solo”. La opresión extrema ahoga el espíritu de resistencia y cualquier forma de solidaridad. Cuando los alemanes huyen del avance soviético, los escasos supervivientes recobran lentamente su humanidad, compartiendo los restos de comida que encuentran en un almacén abandonado. El primer gesto de solidaridad significa el fin del Lager. El humanismo de Primo Levi supera la terrible prueba de Auschwitz. No piensa que el régimen de terror y vejación sacara a la luz al hombre desnudo, despojado del barniz de la civilización: “No creo en la más obvia y fácil deducción: que el hombre es fundamentalmente brutal, egoísta y estúpido tal y como se comporta cuando toda superestructura civil es eliminada, y que el Häftling no es más que el hombre sin inhibiciones”.

En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt apunta que “los campos de concentración […] privaron a la muerte de su significado como final de una vida realizada. En un cierto sentido arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando con ello que nada le pertenecía y que él no pertenecía a nadie. Su muerte simplemente pone un sello sobre la voluntad de anular su existencia, incluso como recuerdo. Es como si nunca hubiera existido”. Primo Levi murió el 11 de abril de 1987. Su cuerpo apareció aplastado contra el hueco de la escalera de su vivienda. Se especuló con la posibilidad de un suicidio. Otros sostienen que se trató de un accidente. De un modo u otro, su muerte no debe interpretarse como una victoria de Auschwitz. Nadie podrá decir que Primo Levi nunca existió. Sus libros son un canto a la vida, pues expresan amor por el hombre y las cosas hermosas. En sus páginas, hay compasión, elegancia, dignidad, belleza. Por el contrario, Auschwitz solo es una ruina que evoca la derrota del nazismo. Una ruina sin dignidad ni belleza.

Los hundidos y los salvados

Los testimonios de los supervivientes pueden dividirse entre hundidos y  salvados. Es decir, entre los que nunca lograron cerrar la herida abierta por su estancia en un campo de concentración, como Jean Améry, Imre Kertész, Paul Steinberg o Paul Celan, y los que recobraron el fervor por la vida, como Margarete Buber-Neumann –prisionera de Hitler y Stalin- o Viktor Frankl, quizás el testigo más luminoso de la hora más oscura de la historia de Europa. Otros permanecieron en una zona intermedia, oscilando entre el pesimismo y una valoración positiva de la existencia. Después de Auschwitz sí es posible escribir poesía, pero la poesía ya no será ligera o irreflexiva, sino que responderá a la necesidad de preservar la memoria de lo sucedido y de neutralizar los abismos que acechan a nuestra civilización. La barbarie no es algo del pasado, sino un acontecimiento reciente que disipa la ilusión de un progreso indefinido hacia lo mejor. La civilización aún soporta la sombra de la barbarie. Primo Levi no cuestionó la vida después de pasar por Auschwitz, pero su voz siempre mostró síntomas de melancolía. En cambio, Jean Améry nunca ocultó su desaliento. Incapaz de salir de la turbia atmósfera de una mente estragada por recuerdos traumáticos, se quitó la vida en 1978 en la ciudad de Salzburgo, no sin antes escribir contra la vejez (Revuelta y resignación) y a favor del suicidio (Levantar la mano sobre uno mismo).

Austriaco oriundo de Viena, Améry - que en realidad se llamaba Hans Mayer- flirteó con el fascismo en su juventud. La retórica de la Sangre y el Suelo le sedujo hasta que descubrió que sus orígenes judíos le convertían en extranjero en su propia patria. Privado de su nacionalidad, ya no será más que un “extranjero”, un “intruso”, un “ilegal”. El paso por Auschwitz solo acentuará su  desarraigo. En Más allá de la culpa y la expiación, Améry escribe: “Del campo salimos desnudos, expoliados, vacíos, desorientados”. Es imposible percibir el mundo como un hogar después de haber sido torturado. Améry afirma que “la tortura es el acontecimiento más atroz que un ser humano puede conservar en su interior”. Torturado por la Gestapo, que le rompió los dos brazos en Front Breendonk (Bélgica), descubre que el primer golpe es suficiente para perder la confianza en el mundo. “La tortura no fue una invención del nacionalsocialismo alemán, pero significó su apoteosis”.

Sin destino, de Imre Kertész, redunda en la sombría perspectiva de Améry. El sentido del Lager era evidenciar el poder de unos hombres sobre otros, destruyendo cualquier apariencia de dignidad. Aunque es posible encontrar belleza hasta en Auschwitz, observando el cielo o escuchando el trinar de los pájaros, no es posible mostrar indulgencia con la civilización occidental. El nazismo no es un brote anómalo, sino el fruto de varios siglos de represión e intolerancia: “Auschwitz me pareció una exacerbación de las mismas virtudes para las cuales me educaron desde la infancia”. Lo más espeluznante es que la figura del padre se inscribe en esa trayectoria. Por eso, Kertész renuncia a la paternidad. No hay que perpetuar un “orden mundial” basado en un “miedo bien organizado”. Kertész rechaza “la integración total en lo existente”. Prefiere vivir en los márgenes, lejos de una civilización que gira sobre la culpabilidad, el temor y la vergüenza.

Primo Levi afirmaba que sobrevivieron los peores. Todos los que no se adaptaron al Lager e intentaron preservar su dignidad, perdieron enseguida la vida. Deportado con diecisiete años, Paul Steinberg asimiló enseguida esa lección, transformándose en “un combatiente solitario, frío, calculador”, capaz de apalear a un anciano o fingir conocimientos de química analítica, utilizando lo aprendido en el instituto. Maestro de la supervivencia, coincidirá en Auschwitz con Primo Levi. Cincuenta años después, enfermo de cáncer y con la muerte cada vez más próxima, Paul relata su historia en apenas doscientas páginas tituladas Crónicas de un mundo oscuro. Después de un año en Lager, su única preocupación es sobrevivir: “Habíamos superado la etapa de los sentimientos, de las relaciones de amistad. Cada cual, replegado en sí mismo, luchaba por sobrevivir. La máquina de deshumanizar había funcionado de maravilla. Ya sólo existíamos en la indignidad”. Cuando es abofeteado por robar una barra de pan, solo es capaz de contestar: “Lo he merecido”. La muerte de Philippe, su amigo más íntimo, le enseña que “es un derroche dar afecto a unas sombras que penden de un hilo”. Su corazón se ha llenado de desprecio y frialdad. Nombrado capo, pega sin mala conciencia a un anciano enfermo. La ferocidad del hombre con sus semejantes es una melodía infernal que nunca acaba: “En este concierto –admite Steinberg–, yo he interpretado mi partitura”.

Entre los testimonios femeninos, mucho menos numerosos, destaca el de Ruth Klüger, deportada en 1942 con su madre a Theresienstadt y, un año más tarde, a Auschwitz. Ambas sobrevivieron y en 1947 emigraron a Estados Unidos. Profesora de literatura alemana en varias universidades estadounidenses, Ruth Klüger publicó en 1992 Seguir viviendo. La primera frase evidencia la fría clarividencia que preside sus páginas: “La muerte, no el sexo, era el secreto del que hablaban a media voz las personas mayores, el secreto del que a una le hubiese gustado oír más”. Ruth se refugia en la religión, pero su fe se extingue enseguida. En cambio, la poesía le ayuda a sobrevivir. Compone sus primeros versos y descubre que el alemán no pertenece a los nazis, sino a los que aman la vida y la belleza. Es posible hacer poesía desde Auschwitz y esa actividad, aparentemente inútil, constituye el alegato más contundente contra la barbarie. Klüger no está de acuerdo con Primo Levi. No es verdad que sobrevivieran los peores. La supervivencia dependió del azar y de las incidencias de la guerra: “Cada uno lo vivió de forma irrepetible”. Eso sí, “Auschwitz no fue un centro de enseñanza de nada y mucho menos de humanidad y tolerancia”.

¿Es posible explicar el nazismo? Pienso que sí. Según Jeffrey Heart, el nazismo es una especie de “modernismo reaccionario”, pues mezcla la exaltación de lo germánico con los descubrimientos de las ciencias naturales, especialmente de la física, la química y la biología. La medicina también jugó un papel determinante en su ideario, promoviendo la eugenesia, el racismo y la eutanasia forzosa. En el terreno de las ciencias sociales, el político, militar y geógrafo alemán Karl Haushofer describió al Estado como un ser viviente, cuyo “espacio vital” o Lebensraum  solo está determinado por la energía vital de una colectividad. Haushofer describe “lo judío” como la matriz del liberalismo, el socialismo, el comunismo, la democracia, el comercio internacional y los grandes espacios urbanos. El pueblo alemán tiene el derecho de destruir esas formas de dispersión, que frenan su expansión natural. El jurista Carl Schmitt afirma que el pueblo judío ha creado la democracia abstracta y sin raíces porque carecía de tierra y Estado. El pueblo alemán no necesita la democracia. Su genio creador está por encima de la ley y los tratados internacionales. Por el contrario, el historiador Götz Aly señala que “los judíos, mal vistos por su desarraigo, tenían aquello que los amigos del germanismo tanto se empeñaban en buscar: raíces profundas y significativas”

El nazismo explotó distintas teorías para urdir su política, una “medida ecológica” cuyo fin es garantizar el cumplimiento de la ley natural, según la cual solo debe sobrevivir el más fuerte. Supuestamente, el judío vulnera la ley natural, impulsando una humanidad abstracta, débil y mestiza. En 1939, el filósofo e historiador judío Hans Kohn escribe: “La teoría racial desarrollada por el nacionalsocialismo desemboca en una nueva religión de la naturaleza en la que los alemanes son el cuerpo místico y el ejército, su clero. La nueva fe del determinismo biológico, opuesta fundamentalmente a cualquier religión humanista y trascendente, confiere al pueblo una fuerza inmensa en su guerra total y permanente contra cualquier concepción del Hombre, ya sea racional o cristiana. El pueblo representa al Reich, el reino de la salvación; el enemigo encarna al antirreich (Gegenreich) y se transforma en una ficción tan mítica y mística como el mismo Reich, salvo que al primero se le adjudican todas las virtudes imaginables y al segundo todos los vicios, incluso los más inverosímiles”.

El nazismo no fue una explosión de demencia colectiva, sino una síntesis de algunas de las tendencias fundamentales de Occidente: imperialismo, racismo, militarismo, antiliberalismo, irracionalismo, autoritarismo. Para Hitler, la expansión colonial hacia el Este era tan lícita como la conquista de África, América y Asia por las potencias europeas de siglos anteriores. La Shoah no es un acontecimiento sin precedentes, como sostiene Raul Hilberg, sino la continuación de las políticas coloniales de los imperios decimonónicos. “Entre las masacres del imperialismo conquistador y la solución final –apunta Enzo Traverso– no existen simplemente ‘afinidades fenomenológicas’ ni tampoco lejanas analogías. Hay una continuidad histórica que hace de la Europa liberal un laboratorio de la violencia del siglo XX y de Auschwitz un auténtico producto de la civilización occidental”.

No quiero finalizar este artículo sin mencionar dos testimonios que revelan la fortaleza del espíritu humano. Psiquiatra de origen judío, Viktor Frankl sobrevivió a Theresienstadt y a Auschwitz, pero perdió a su esposa y a sus padres. En 1959, publicó El hombre en busca de sentido, donde relataba su experiencia y afirmaba sin titubeos: “A pesar de todo, sí a la vida”. Aunque les habían separado, Viktor se aferró al recuerdo de su mujer: “Por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor”. Frankl cita un aforismo de Nietzsche: “Quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre un cómo”. Sin un objetivo o un porqué, no se puede sobrevivir en Auschwitz. Frankl sobrevive, pero pierde a sus seres queridos. Su mujer murió aplastada el día en que se liberó Auschwitz. Agotada por el hambre y las enfermedades, cayó al suelo y fue pisoteada por otros deportados que corrían hacia las alambradas. Al examinar los crímenes de los nazis, parece ineludible preguntarse: ¿qué es el hombre en realidad? ¿Un animal perverso y diabólico? Frankl cree que no: “El hombre es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero también es el ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shema Yisrael en sus labios”.

No son menos edificantes las reflexiones de Etty Hillesum. Deportada a Auschwitz con sus padres y sus hermanos, Etty murió el 30 de noviembre de 1943. Poco antes de ser deportada, escribió unos Diarios que tardaron cuarenta años en salir a la luz, donde anotó: “Incluso en este siglo XX se puede todavía creer en milagros. Y yo creo en Dios, también cuando dentro de poco en Polonia me hayan devorado los piojos”. Lejos de sentirse abandona, exclama: “Sigo alabando tu creación, Dios. ¡A pesar de todo!”. No fantasea con un Dios omnipotente: “Solo una cosa es para mí más evidente: que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti y así nos ayudaremos a nosotros mismos. Es lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un fragmento de ti en nosotros”. Auschwitz es un fracaso del hombre, no de Dios. Entre sus alambradas, se cometieron las peores iniquidades, pero también acontecieron actos de heroísmo que justifican la esperanza. Pienso en Edith Stein, judía y monja carmelita, que pudo huir, pero prefirió morir y dar testimonio de su fe y de su amor a su pueblo. O en Maximiliano Kolbe, que aceptó morir de hambre y de sed, ocupando el lugar de un padre de familia. El ejemplo de Viktor Frankl, Etty Hillesum, Edith Stein y Kolbe salva al género humano de la indignidad y demuestra que Simone Weil no se equivocó al afirmar: “El mundo tiene necesidad de santos como una ciudad con peste tiene necesidad de médicos. Allí donde hay necesidad, hay obligación”. Siempre he creído que la celda donde murió Kolbe es el corazón de Auschwitz, pues en ella late la grandeza del ser humano.

@Rafael_Narbona